Miedo y aislamiento, riesgos para la democracia
La aparición del Covid-19 acarreó el consenso en torno de la cuarentena. La discusión pública se concentró en cómo limitar la propagación del virus y conjurar el crecimiento de infectados. Pronto, el debate integró las indeseables secuelas económicas de prolongar la cuarentena. Parece oportuno, ahora, interrogarse acerca de los eventuales efectos políticos de la "cuarentena" y de sus implicancias sobre la marcha de la democracia.
La responsabilidad individual y el miedo al contagio permitieron aceptar las restricciones impuestas por la cuarentena. La historia multiplica los ejemplos de sociedades que, imbuidas por el miedo, se mostraron proclives a aceptar imposiciones que de otro modo no habrían consentido: miedo a la peste, la guerra, la hiperinflación, entre otros.
Se trata, también, de un tópico clásico de la teoría política. Uno de los más grandes filósofos de la política, Thomas Hobbes, explicó que el surgimiento de la sociedad y del poder que la ordena fue impulsado por individuos racionales que, a causa del temor, renunciaron a sus derechos naturales en nombre de la seguridad y erigieron un poder gigantesco. Hobbes lo bautizó Leviatán, un monstruo bíblico. Un poder descomunal, resultado del temor; pero también un poder que "representaba" al cuerpo social. Gran paradoja: el poder que Leviatán ejerce actúa en nombre de los mismos individuos que lo habían creado y al que le habían alienado sus derechos. Leviatán puede fungir como la metáfora del poder gigantesco que representa el miedo de los individuos racionales frente a la incertidumbre.
Un siglo más tarde, Montesquieu no asoció el miedo con la autoinstitución de la sociedad, sino con el despotismo. Su teoría de las formas de gobierno distinguió la monarquía, la república y el despotismo. Las asoció, respectivamente, con un "principio": el honor, la virtud y el miedo, que sustentan el lazo social que las anima. El honor distingue a los habitantes de la monarquía; la virtud iguala a los ciudadanos de la república. Ahora bien, el miedo del despotismo no expresa solo la arbitrariedad del déspota que gobierna sin ley y el miedo de "los cuerpos" amenazados. El miedo, como principio del despotismo, provoca el retraimiento de los individuos, el aislamiento de sus cuerpos. Al separar a los habitantes, el miedo debilita la construcción del tejido social, obstruye el vínculo que cada individuo teje con sus pares. Hannah Arendt sugirió esta idea profunda: el despotismo es una forma "a-política", puesto que su "principio" -el miedo- inhibe el lazo social. A diferencia de Hobbes, que encuentra en el miedo el impulso racional que conduce a los individuos a intercambiar su obediencia por la seguridad que les provee el Estado, Montesquieu propone el carácter "a-político" del miedo. La sociedad así construida reemplaza lazos sociales horizontales, entre individuos, por un vínculo vertical que une al individuo, retraído, con el Estado. Así, para Montesquieu, el despotismo es una metáfora de la vacuidad jurídica, del aislamiento individual y de la ausencia de política.
Un siglo más tarde, Tocqueville escribió una obra mayor sobre la "sociedad democrática". Su originalidad, argumenta, radica en la igualdad de condiciones de los individuos que la componen. La igualdad no remite a la economía sino a la manera en la que la sociedad democrática procesa y trabaja el "imaginario igualitario", es decir, el impulso que hace que los hombres, en nombre de la igualdad, soporten cada vez menos las desigualdades, ya sean sociales o heredadas, históricas o naturales. Allí reside el secreto de la dinámica democrática. Tocqueville fue el primero en descubrir su irreversibilidad. Argumentó que la igualdad podría alojar un régimen político de libertades o derivar en un tipo inédito de dominación, diferente del despotismo clásico.
A diferencia de Montesquieu, Tocqueville no asoció el despotismo con el miedo ni con la arbitrariedad de ningún déspota, pero sí con el aislamiento. Su concepción del despotismo combinó la sociedad igualitaria, una configuración del poder democrático y el Estado centralizado. Es decir, una sociedad habitada por individuos semejantes y aislados que satisfacen pequeños consumos, indiferentes a sus semejantes; un poder protector que dice actuar para asegurar el bienestar de todos y, por último, un Estado que multiplica reglas uniformes; que no quiebra voluntades, que no reprime los cuerpos, sino que dirige su actividad con gran aquiescencia; que no tiraniza, solo comprime iniciativas. Así, el despotismo de la sociedad democrática es una metáfora que combina una sociedad habitada por individuos aislados desprovistos del interés por asociarse, un poder tutelar y un Estado que succiona la vitalidad social.
El pensamiento político se nutre de metáforas: es una forma, como otras, de nombrar lo inasible. Las metáforas evocadas no describen ninguna situación política; solo evocan configuraciones, teorías; ofrecen un marco general para la reflexión. Pero, por eso mismo, son potentes para revelar posibles perspectivas que acechan a la democracia. Nada está determinado; somos responsables del futuro que construimos. La lucidez no tiene por qué sernos ajena.
Historiador y profesor de teoría política en la UTDT