Michel Tournier Oscura turbación y sublimación
Talento controvertido. El autor francés, fallecido el 18 de enero a los 91 años, deja una obra que ha influido en varias generaciones de lectores y escritores
Si fuera necesario coincidir política y existencialmente con un autor, la lectura del antisemita Céline resultaría imposible. Eso no significa pasar por alto las opiniones de los escritores, sino entender que la escritura y la ideología no siempre van unidas. Ahora, tras la muerte de Michel Tournier, se alzan las consabidas voces que evocan su pretendida pedofilia, su fascinación por el nazismo, esas declaraciones terribles que formuló en su vida, cuando comparó el aborto con Auschwitz, odiosa comparación en la que la Iglesia nunca ha incurrido, o cuando afirmó que la Liberación de París fue más abominable que la Ocupación nazi. Frases para "escandalizar al burgués" ¿o pensamientos verdaderos? Borges también dijo algunas que uno desearía no haber oído, Sabato fue a un banquete al que no debería haber asistido, pero sus obras existen con absoluta independencia de las frases y del banquete. De entre todas las citas del escritor recientemente fallecido con las que hoy nos bombardean elijo una que ha logrado despertar, si no mi simpatía, al menos ese estado de alerta que nos conduce a la comprensión del prójimo. Cito de memoria: "El momento más importante en la vida de un hombre es aquel en el que descubre la perversión a la que está destinado".
Nacido en París, ciudad que odiaba, Michel Tournier perteneció a una familia erudita de cultura alemana. Durante su infancia pasó todas su vacaciones en Alemania y asistió al surgimiento del nacionalsocialismo, lo que explica el profundo conocimiento de ese país que revela su segunda novela. Un fracaso universitario (estudió filosofía y fue alumno de Gaston Bachelard) determinó el curso de su vida: primero, la bohemia intelectual, con trabajitos mal pagados en la radio, la televisión y las editoriales; luego, la reclusión en el presbiterio de Choisel, donde vivió durante cincuenta años y donde acaba de morir, tan solo como había vivido. Excelente idea, por otra parte, la de abandonar la ciudad para consagrarse únicamente a la escritura, ya que fue allí donde escribió todos sus libros, a partir de su primera novela, Viernes o los limbos del Pacifico, que lo catapultó a la fama. A los cuarenta y tres años, este perfecto desconocido arrambló con el gran premio de la Académie Française, pasó a formar parte del jurado del Goncourt y se convirtió en el escritor francés más traducido en el mundo entero.
No exagero al decir que uno de los momentos más importantes de mi propia vida, como lectora, ha sido el descubrimiento de su obra. Ante todo, por orden de aparición, esa visión sui generis de la historia de Robinson Crusoe a la que acabo de aludir, seguida por Viernes o la vida salvaje, versión encaminada al público infantil. "En esa reescritura -sostuvo- he proseguido el mismo ideal de simplicidad y de limpidez que Jean de La Fontaine, Charles Perrault, Jack London o Lewis Carroll. Ellos no escribían para los niños, escribían admirablemente, eso es todo". (Le Clézio, también leído por los chicos, siempre ha dicho lo mismo.) Pero su gran maestro fue Zola, una influencia que lo condujo a confesar que, de acuerdo con los preceptos del naturalismo, cuando hablaba de una planta o de un erizo necesitaba haber vivido la experiencia directa. A eso se debe seguramente la violenta sacudida que me produjo Viernes..., sólo equiparable a la de aquella escena de Germinal donde un caballo atado con cuerdas es descendido al fondo de la mina, mientras el otro caballo esclavo lo recibe desde abajo con sus desesperados relinchos. Experiencias distintas, sin duda, porque Tournier no se ha interesado en lo más mínimo por la realidad social, pero similares en la medida en que ambas privilegian la realidad sensible y palpable.
En su versión adulta (no he leído la otra que, dentro de su óptica, Tournier consideraba mucho mejor), Viernes... nos muestra la naturaleza íntima de la materia, una materia viva y tangible a la que Robinson penetra -utilizo el término con toda conciencia- hundiéndose en el interior de una gruta estrecha donde su cuerpo apenas si halla cabida, caverna deliciosa, blanca, cubierta por un polvillo suave, o, a imitación del "salvaje" Viernes, abrazando, tendido boca abajo, una cavidad donde nacen extrañas flores. Amar la tierra o la roca hasta volverlas carne deseable: una extrañeza también presente y visible en Gaspar, Melchor y Baltasar, donde el desierto es sentido en la piel, un desierto que despelleja, que enrojece, que se vuelve incandescente como una antorcha y que el escritor ermitaño, abandonando su existencia de "vagabundo sedentario", experimentó personalmente para extraer de lo vivido las palabras justas, esas que la sola imaginación no basta para dotar del debido espesor.
Sin embargo, el cimbronazo más fuerte me lo provocó El Rey de los Alisos, premio Goncourt y tan difundida mundialmente como su primera novela. ¿Por qué milagro Tiffauges, ese ogro gigantesco sometido al tormento de sus pulsiones -un excesivo amor por los niños al que sólo contiene capturando el cuerpito infantil por medio de la fotografía (la otra gran pasión de Tournier)- nos resulta querible hasta el extremo de que temblamos por él, rogando porque no hunda sus manos en las entrañas de sus víctimas, como sí lo hace Gilles de Rais, compañero de Juana de Arco y protagonista de Gilles y Juana? Misterio. Un misterio literario: es el dolor de mantenerse en equilibrio inestable al borde de la catástrofe lo que confiere al texto su insoportable tensión. Atracción por la infancia, pero también por el costado más turbador de lo germánico: una animalidad misteriosa surge de estas imágenes a la vez mágicas y concretas, donde el cuerpo de los ciervos alcanza su máxima potencia, el de los niños brilla con un halo dorado, y donde Göring en persona descuartiza la presa aún palpitante mientras el tierno, el tímido Tiffauges lo observa con un temblor profundo.
El final de esa novela siempre me ha hecho dudar. El ogro no cae en su propio abismo sino que, muy por el contrario, para cumplir con una antigua leyenda salva a un pálido chico judío alzándolo como un estandarte. Pensé que el escritor extremaba la nota, que llevaba la idea hasta sus últimas consecuencias y así es, sólo que al cabo de los años captó sus razones. Hay imágenes que se toman su tiempo, como si los lectores las fuéramos reescribiendo de a poco. Nuestra memoria las almacena y las redondea, las concluye, les confiere sentido. Ese niño levantado bien alto por sobre la cabeza resulta necesario: su tarea consiste en ayudar al que lo ayuda, impidiéndole resbalar hacia la condición de ogro. Un mensaje de salvación, sin duda, pero transmitido con los únicos medios de que dispone la gran literatura, no con buenos sentimientos sino con pura belleza trascendida.
La autora es escritora. Su último libro es La más agraciada