Mi primera operación
El hombre dice que me va a drogar hasta dejarme inconsciente. Luego, cuando ya no sienta nada, hará un tajo en mi piel, justo al lado del pezón, y sacará una parte de mi pecho derecho. Es la primera vez que veo a este hombre pero por alguna razón me cae bien, confió en él.
En el mismo mes que a través de distintas campañas publicitarias se concientizaba sobre la detección temprana del cáncer de mama en la Argentina, abrí los resultados de un estudio y leí que dentro de mi cuerpo circulaban inquietos unos pequeños puntos blancos llamados microcalcificaciones, que podrían ser cancerígenos. Y más tarde supe que la única forma de constatarlo era sacándolos y mandándolos a analizar.
Nunca entré a un quirófano, quizás por eso los días previos a operarme, además de pensar en las enfermedades que uno mismo se genera, en el negocio que se esconde detrás de la palabra prevención y en el terror a una muerte demasiado cercana, pienso, sobre todo, en los efectos que tendrá en mi la anestesia: un cóctel de fármacos que me dejará por un tiempo ausente, sin control, sin recuerdos.
Me opero un lunes, a las 10 de la mañana. Estoy desnuda, apenas tapada con una bata descartable, acostada en una camilla de sábanas amarillas. Una enfermera me explica que soy la número tres, que, cuando el médico termine con la segunda, paso yo. Y se va. Corre unas cortinas blancas que no me dejan ver nada de lo que pasa alrededor. A mi derecha escucho la voz nerviosa de una mujer que imagino cuarentona, a punto de parir por cesaria y a un médico explicándole que antes le sacarán un quiste del útero. Del otro lado, una enfermera dice en voz alta que está ingresando una mujer hipertensa, obesa, fumadora y alérgica a la penicilina. Allí, escondida y muda, paso alrededor de una hora aterrada hasta que una mujer corre las cortinas y empieza a mover mi camilla hacia el quirófano. "Tengamos fe", me dice. "Va a salir todo bien". Después dos enfermeras sostienen mis brazos abiertos hacia los costados y me ordenan respirar profundo. Yo cierro los ojos.
Despierto con una faja presionando mis pechos en el mismo cubículo de cortinas blancas y sábanas amarillas. Tengo frío. Mi cuerpo tiembla incontrolable como si estuviese dentro de una cámara frigorífica, pero cuando quiero pedir una manta noto que mi lengua no responde a mis órdenes mentales. Salgo del hospital tres o cuatro horas más tarde, llorando. Lloro porque tengo hambre, porque no tengo fuerzas. Lloro por sentir la panza inflada como un globo y lloro cuando llego a mi casa y me acuesto en la cama para dormir y no duermo. "Es la misma sensación que estar de after", me dice un amigo por WhatsApp: "Un bajón emocional, mezclado con el cansancio del cuerpo y los rastros de adrenalina en la sangre. Ya se te va a pasar."
La biopsia tarda tres semanas. Según el resultado, voy a tener que tomar una pastilla anticancerígena por cinco años o hacer un tratamiento con rayos o no hacer nada porque las microcalcificaciones pueden ser, después de todo, benignas. Tres semanas de espera en las que vuelvo a ir al psicólogo y empiezo acupuntura, hasta que un día como cualquiera, a las cuatro de la tarde, el mismo hombre que dejó al lado de mi pezón una cicatriz rosada que limpio y curo cada mañana, me dice que no tengo cáncer.