Mi amiga Ulibarrie
Descripta como una mujer atormentada por sus yerros y metidas de gamba, en asunto de comida y vinos, en cambio, no se le conocen titubeos
Algunos practicantes obstinados de esa duda conjetural titubeante que consiste en no creer literalmente en nada, incluyen entre dichas nadas a mi amiga, la gallega Ulibarrie.
No sólo se cuestionan para sus adentros si la gallega realmente existe, sino que exteriorizan verbalmente dicho escepticismo de manera contundente, tipo tac. Sin contemplaciones. Como cuando el Pulqui Rodríguez Villa se junta con Paul Hobbs, o Héctor Durigutti con Alberto Antonini, y niegan de a dos que la sangría a rajacincha despersonaliza las identidades varietales de los cepajes diseñados por el supremo hacedor en alguno de los seis días inmediatos al big bang.
Digo sin contemplaciones, porque si los dudadólogos contemplacen a la gallega, se les pasaría ipso facto el titubeo. Ella es una máquina de 175 de punta a punta, con 70 centímetros adicionales en las altas cumbres (canesú), 38 en la sisa (size) y 75 en lo que uno por ahí llega a rozarle por debajo del mantel, con la llamada mano boba.
Tras cartón, uno tiende a concederle crédito irrestricto a todo cuanto afirme sobre vinos, o cualquier otra materia.
Hasta inclusive perdonándole su pasión coyuntural por esos tintos adustos, púrpura negros, hiperconcentrados, inmisericordiosos astringentes, undrinkables, pero de marketing impecable.
¿Método? Fácil: van y copian de pe a pa el packaging y el mercadeo de los australianos.
Los produce, por ejemplo, la bodega Auka Cahuín –cuyo nombre acabo de inventar en este momento–, todos de auténticas fonéticas ranqueles o cuantimás mapuches. Fijate: dentro de poco a los bodegueros nacionales los van a premiar Nobel por la reivindicación de las razas australianas extinguidas.
Por el 96 o el 97, la gallega, que hacía crónica de vinos en la prensa mediática, se le fue la mano o metió gamba hasta la verija al describir un Merlot excelente de Fabre Montmayou (en Vistalba) como un tinto de un topacio concitante y traicionero, como amigo con inclinaciones al abuso de confianza. ¿No es acaso eso el Merlot? Un hábil seductor que se infiltra oblicuo por izquierda en cualquier blend para hacerlo más ligero, más capcioso, más sensual. Su topacio traicionero fue frase que hizo escuela. Pero un sommelier taciturno le objetó que el topacio es una piedra amarilla, mientras que los vinos tintos son color rubí, bordeaux o púrpura luctuoso, pero nunca amarillo. La gallega sufrió horrores con eso.
En esta sección de LNR, el recordado experto Chonchón Mothe la describió como una mujer atormentada por sus yerros y metidas de gamba. Se equivocaba frecuentemente con sus hombres y con sus saldos de cuenta corriente en el Banco Nación sucursal Famailla. Pero en asuntos de comidas y de vinos no se le conocen titubeos.
Para no meterme en polémicas fastidiosas, copio aquí un párrafo, página 151 del libro Cata y Conocimiento de los Vinos, publicado por el catedrático español Manuel Ruiz Hernández (Mundi Prensa 1999): "Los vinos rosados y tintos tienen todos la misma base de color amarillo que los blancos. En verdad no se la ve por estar cubierta por el rojo propio de los antocianos. Pero con el paso de los años estos antocianos se diluyen y el amarillo reaparece en los rebordes amarronados color teja de los tintos añejados". Así, pues, topacio concitante y traicionero es una condición correcta, referida a los tonos de un tinto.
A Ulibarrie hay que tomarla tal cual es, no hay otra. Preste atención, en cambio, a cómo terminará siendo un nuevo torrontés que el virtuoso enólogo Alejandro Vigil está poniendo a punto para Nicolás Catena. No aún en sus logros aromáticos, pero sí en sus retrogustos bien intensos, largos y otra cosa, ya eventualmente sobrepasa al arquetípico Alta Vista y al calchaquí de altura for export Colomé, de Donald Hess.
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