Mi ACV, un trauma y una oportunidad
Mediante la recuperación de la palabra, una desgracia inesperada se convierte en una experiencia vital transformadora
El 8 de julio de 2013 desayunaba en Ramsay. Me sentí "raro". Pagué y fui al auto. Con las llaves en el mano, quise abrir la puerta y no pude hacerlo. Pensé que si daba una vuelta a la manzana me "recuperaría". Cuando volví, la misma impotencia. Persistí: luego de una segunda vuelta, apreté el botón y la puerta se abrió. Fui a la universidad, abrí la oficina y me senté frente a la computadora. Sabía que tenía que poner la clave. No fue que no la recordara; simplemente, no supe cómo hacerlo.
Sonó el teléfono. Paula, una investigadora que dirigía en el Conicet, preguntó si podía pasar para que firmara su informe. Cuando llegó, advirtió que ocurría algo inusual. Se lo confirmó el hecho de que cuando empecé a firmar el documento, firmé donde decía "lugar y fecha", donde decía "firma" y también donde no decía nada. Me tomó por el brazo: "Venga, lo llevo a Fleni". Para mi sorpresa, acepté sin objeción. ¿Supe que me pasaba algo? No lo sé, solo acepté. Tomamos un taxi. Al llegar a Fleni, insistí en pagar el viaje. Fue la última decisión que tomé durante mucho tiempo.
Algunas horas después, estoy en una cama. No tengo miedo. No sé qué pasa; no estoy ansioso ni angustiado. En un momento, veo a María Marta, mi mujer, que me mira desde lejos. Le guiño un ojo (o creo haberlo hecho), como diciéndole "no te preocupes, está todo bien". No fue ni el primero ni el último error grave de apreciación que cometí. Luego me trasladaron a una habitación. Estaba sumergido en una suerte de tiempo plano, sin densidad, sin consistencia, y no tenía ninguna capacidad reflexiva ni autorreflexiva. Recuerdo el "interrogatorio" de los neurólogos:
–¿Sabe qué es esto?
Me mostraban, alternativamente, una lapicera, un par de anteojos y un reloj.
–Sí –respondía yo.
–¿Sabe para qué sirve?
Hacía la mímica correspondiente, pero no podía designar los objetos.
No es que no supiera en mi mente que me preguntaban por un reloj, una lapicera o unos anteojos. Lo sabía, pero no podía decirlo. Padecía una afasia que aún me acompaña; más o menos visible para los otros, coquetea conmigo solo para que no la olvide, y sé que permanecerá como un recuerdo imperecedero del desgarro. Parte de ese desgarro remite a mi profesión. Para mí, hablar en público, dar clase, escribir artículos y libros, leer, representa el centro de mi actividad.
Según el diagnóstico, tuve un ACV isquémico "en territorio de carótida interna izquierda secundario a disección de carótida interna izquierda", acompañado por una afasia severa mixta; es decir, no podía responder a comandos ni hablar, escribir o leer.
Sufrir un ACV constituye una experiencia traumática. Produce un profundo desajuste emocional. Algunas secuelas son permanentes. Sin embargo, uno se equivocaría si concluyera que es solo una pérdida. En mi caso, mi ACV fue una oportunidad inesperada para reorientar impulsos y resignificar anhelos. Mi ACV ha sido un pedagogo.
Aclaremos. Muchos de quienes padecieron distintas formas de ACV han sufrido secuelas inenarrables por distintas razones (neurológicas, médicas). En esos casos, afirmar que el ACV es un pedagogo sería una necedad. Solo quiero resaltar que, en algunos casos, el ACV puede comportar, en relación con ciertas formas de resiliencia y como ha dicho la neuróloga Jill Taylor, un acto de lucidez.
Una parte de la "recuperación" resultó de una suerte de autorrecuperación. No mía, sino de mi cerebro; como si la "naturaleza" (el cerebro, o lo que sea) se hubiera empeñado en restaurarse; como si, liberado el coágulo y retomado el flujo sanguíneo, las "cosas" hubiesen decidido rehacerse.
La otra parte, más larga, define la resiliencia. El neurólogo y psicólogo Boris Cyrulnik la describe así: "Retomar un nuevo desarrollo luego de una agonía psíquica traumática". Es decir, a la vez, el reconocimiento de una agonía psíquica traumática, la noción de un nuevo desarrollo y la certeza de que lo nuevo será distinto a lo conocido. La ilusión de volver a ser lo que uno fue resulta solo una ilusión o, peor, una trampa.
Ese tránsito solo es posible a través de un trabajo de reflexión sobre uno mismo y de recuperación de la palabra. Gran paradoja: recuperarse de una afasia requiere de la palabra. En ese tránsito es imperativo distinguir entre el dolor y el sufrimiento. El trauma duele, pero es posible dejar de sufrir a través de la introspección. Esta tarea implica enhebrar la herida en una historia. "Cualquier dolor se vuelve tolerable cuando se lo elabora dentro de una historia o de un relato", dijo la escritora danesa Isak Dinesen. Versión de Jill Taylor: "Experimentar dolor no se elige, pero sufrir es una decisión cognitiva". Convertir el desgarro en una experiencia vital al narrarlo, ensanchando el mundo con ella, también define el territorio de la resiliencia.
La resiliencia carece de un punto de partida y un final ciertos. Posee una dinámica propia: no es posible elegir qué recuperar ni cómo hacerlo. Al principio, uno está indisponible para con uno mismo; está inscripto en voluntades ajenas. Además, el cerebro ya no es el mismo ni psíquica ni anatómicamente. Las neuronas que mueren con el ACV no se reproducen. Su función se pierde, a menos que otras neuronas se avengan a desempeñar un nuevo cometido. El cerebro posee una plasticidad especial, pero no es cierto que no haya una falta. La pérdida es irreparable.
Las primeras semanas, confusas, discurren como si uno estuviera en un estado crepuscular de la conciencia y desposeído de parámetros temporales. La noticia del tiempo es externa: proviene de la familia y de los médicos, que se empeñan en traducir el tiempo en resultados.
Es un período complicado, poblado por tomografías, ecografías y resonancias. Pero, sobre todo, por "test" en los que los fonoaudiólogos inducen a las neuronas sobrevivientes a aceptar nuevas conexiones para las que no estaban diseñadas. Así, generan el "milagro" que permite recobrar la palabra.
Recuerdo estar frente a un médico munido de cartones en los que había dibujados animales de granja. Yo debía nombrarlos. Incapaz de hacerlo, adquiría conciencia del vacío de información que, alguna vez disponible, se había desvanecido. ¿Cómo yo, que antes había leído a Kant, no podía nombrar la liebre que veía en el dibujo?
Fue un gran logro pedir "un cortado en jarrito mitad y mitad" en un bar. Los avances son imperceptibles. No recuerdo, un día, haber dicho: "Ahora puedo decir frases cortas". Sí recuerdo la "escuelita": mi mujer me ayudaba a leer artículos cortos del diario y, con infinita paciencia, me incitaba para que progresara.
Comenzar a dar clases fue muy importante. Durante un tiempo, cuando no encontraba una palabra, les decía a los estudiantes: "Tienen que comprender que las palabras están en libertad en mi cerebro y a veces, simplemente, no quieren venir".
Ese proceso fue acompañado con un doble extrañamiento: natural y social. En Rincón Chico, un pequeño campo en Villa Elisa, dos encantadoras jóvenes animan la Escuela de Equitación Criolla. Andar a caballo exige gestionar el miedo a lo imprevisto. Pues bien, ese entrenamiento puede transferirse a la angustia por no encontrar una palabra o al desasosiego por extraviar el hilo de una frase o de una idea.
Allí, también el extrañamiento social fue relevante. Formo parte de un grupo (Pasados de Avena) constituido por dos increíbles profesoras y una veintena de maravillosas personas de distintas profesiones e ideologías. Durante años, almorcé con colegas y amigos historiadores, sociólogos y politólogos. La conversación, amena y exigente, discurría sobre lo público. Al contrario, aquí la conversación excluye la política y se ordena sobre "pelajes", la vida familiar y las formas de la cercanía; exige un vocabulario preciso y convoca otros asuntos. Tengo una gran deuda con todos los miembros del grupo. La variedad de las prácticas conversacionales extendió habilidades y relaciones. La resiliencia se nutre, también, de la diversidad.
Mi resiliencia estuvo despojada de cualquier componente sacrificial. Un día descubrí que había hecho las paces con mi ACV y le dediqué un artículo. Integraba, así, mi ACV a mi historia (no lo superaba, no me deshacía de él).
Gloria Husmann, psicóloga, y Graciela Chiale, socióloga, han ilustrado la resiliencia con una metáfora justa: la de un vitral. El ACV rompe un vidrio; la resiliencia lo transforma en un inacabable vitral. Es decir, no se recupera el todo sin fisuras, sino que surge algo nuevo que tiene un pasado reconstruido. En esa tarea, mi ACV fue mi pedagogo.
Darío Roldán es historiador y profesor de Teoría Política en la UTDT e investigador del Conicet