
Métodos para refrescarse
Por Alicia Dujovne Ortiz Para LA NACION
PARIS
La ola de calor que ha caído sobre Europa este verano tiene poco que ver con los buenos viejos calores de los que nosotros, en la Argentina, nos acostumbramos a gozar. Digo que los gozamos y no que los sufrimos porque los nuestros son calores auténticos, naturales y, que yo sepa, nada mortales: uno transpira, se apantalla, tira baldazos en el patio y, cuando no aguanta el colchón, se acuesta sobre las baldosas. Es obvio que me refiero al que tiene la suerte de vivir en una casa medianamente aceptable, de las que no tienen techo de chapa ni canilla común para todo el vecindario. En el otro extremo del muestrario está el que, no contento con baldear, enciende la refrigeración. Ese deberá tener en cuenta que está provocando fresco para hoy y un calorazo inauténtico, antinatural y mortal para mañana. Un calorazo que atacará por igual a todos los habitantes de la Tierra.
En efecto, si el sistema de refrigeración absorbe el calor de adentro es porque lo manda afuera, es decir, a la atmósfera. De ese modo agrava la contaminación, que recalienta el planeta, etcétera. Ultimo descubrimiento relacionado con esa maravilla tecnológica creadora de círculos viciosos: la climatización puede producir una enfermedad microbiana llamada legionelosis. En Francia ya ha habido este verano algún caso mortal provocado por esa dolencia cuyo nombre parecería venir de legión y que, por tanto, evoca -ojalá sólo sea asociación libre- la cantidad numerosa.
Es que en este infernal estío francés nos estamos acostumbrando a las cifras abultadas: el martes 12 de este mes, cien personas murieron por el calor. Y desde el comienzo de la hecatombe se calculan tres mil en toda Francia. Los hospitales no dan abasto, las morgues tampoco. Han tenido que recurrir a la Cruz Roja para ayudar a atender a los centenares de viejitos deshidratados, y a morgues especiales para catástrofes cuando las familias no están dispuestas a guardar al muerto en casa hasta el día del entierro.
Volviendo a los maleficios de la climatización, la moraleja sería que los ventiladores resultan menos riesgosos, a menos que se ceda al vértigo infantil de ir a meter el dedo entre las aspas. Ahora bien, ¿qué mayor infantilismo que endilgarnos sermones sobre los trastornos que le causamos a la atmósfera con nuestros humildes aparatos domésticos, inofensivos en comparación con los grandes culpables del efecto de invernadero?
Por suerte, buena parte de la prensa francesa está empezando a sermonear a quien corresponde, diciéndolo con todas sus letras: las que resecan la tierra y recalientan la atmósfera son las centrales nucleares. Las de EDF, las que producen la electricidad. Esas centrales funcionan sacando el agua de los ríos. Cuando se recalientan hay que enfriarlas, y no precisamente a baldazos. El agua utilizada vuelve a ser vertida en la fuente de donde procedía, pero hirviente, lo que entre otras cosas hace proliferar una ameba que causa meningitis. Este verano han muerto, además de muchos ancianos, muchos pececitos. Porque los ríos están secos, y porque el agua, amén de escasa, tiene una temperatura y una falta de oxigenación muy poco propicias para la vida. Sólo se entiende la teoría cuando se ve la realidad de cerca. La prédica de los ecologistas, de una evidencia absoluta, nunca me ha inspirado el menor reparo. Pero conocer en carne propia el calor inauténtico, antinatural y mortal le confiere a la prédica muy otra dimensión. Por eso mismo es difícil transmitir la sensación malsana suscitada por esta canícula artificial, esta falsa canícula que impide respirar, que reseca la piel y hace caminar a los tumbos. Encontrar por la calle a gente que choca contra las paredes por pérdida del equilibrio, o trabajar sentada frente a una computadora sobre la que se podría freír un buñuelo, con la cabeza envuelta en una toalla mojada como Marat en la bañera minutos antes de ser asesinado por Charlotte Corday, han sido para mí experiencias inéditas. La impresión de estar viviendo en plena ciencia ficción se acrecienta al observar que en mitad del verano, las hojas lucen ese tono rojizo que tan bonito queda cuando el otoño es real. Además, hay que tener cuidado: ciertos árboles sufren de embolia. La savia no consigue irrigar las ramas, que de repente se desploman sin previo aviso, puede que sobre el desprevenido viandante, demasiado atontado como para verlo venir.
El azar ha querido que la multitudinaria manifestación de los ecologistas del 25 y 26 de agosto, en la histórica planicie de Larzac, coincidiera con esta triste ilustración de lo que ellos siempre han sostenido. En 1973, Larzac fue el escenario de un enfrentamiento entre los campesinos y el gobierno, que planeaba extender las instalaciones de un gran campamento militar en esas tierras ásperas y orgullosas, tradicionalmente dedicadas a la cría de ovejas. En 2003, los cien mil antiglobalistas que ocuparon la planicie durante dos días se han propuesto al menos dos objetivos: festejar la victoria de aquellos campesinos que lograron quedarse con sus tierras y demostrar la fuerza creciente de un movimiento verde que en Francia ya ha encontrado a su líder: José Bové.
El militante antiglobalista de los bigotes de oro, célebre por sus acciones contundentes que lo han llevado a cumplir algunos meses de condena (Bové se especializa en arrancar de muy mal modo los cultivos transgénicos y en atacar locales de McDonalds), ha logrado reunir en Larzac a uno de esos conglomerados de contestatarios de variado pelaje que cada año se reúne también en Porto Alegre. Pero si los motivos de la protesta de cada uno pueden variar (desde los actores a los que este gobierno acaba de quitarles el subsidio por desocupación, hasta los jubilados, los profesores, los ex hippies y los defensores del verdadero queso Roquefort), el enemigo común cabe en dos siglas: los OGM (organismos genéticamente modificados) y la OMC (Organización Mundial del Comercio).
Los seguidores de José Bové no vacilan en poner en la misma bolsa la OMC junto con el BM (Banco Mundial) y con el FMI. Una sigla, esta última, que en nuestro país ni vale la pena aclarar. "Las prescripciones económicas de las grandes organizaciones internacionales como, en primer lugar, la OMC -declaró justamente al diario Libération un militante de Attac, mientras levantaba su carpa bajo un solazo de fuego, preparándose para dos días con sus noches de inolvidables conciertos y discursos- producen crisis económicas como la de la Argentina, que, con una mezcla de mal gobierno y de apertura económica, se hunde cada vez más en la miseria."
Mientras tanto, en Europa, donde los campesinos portugueses, italianos o franceses han perdido miles y miles de hectáreas de bosques en los incendios, y de cosechas debido a la falta de agua, la gente, ésa que no milita en nada y que hasta hoy creía eterno y en ascenso el período de vacas gordas, se pregunta cómo es posible tener la canícula y la sequía en casa. Estas cosas sólo parecían suceder en el Nordeste brasileño, o en esos países africanos desertificados por la tala salvaje de los bosques; obra, por otra parte, de la colonización europea. Que la recesión económica amenazara, o que ya fuera una realidad cotidiana, lo sabían muy bien: no pasa día sin que se cierren fábricas, sin que se echen obreros. Pero que la fingida, la nada inocente ceguera de los gobiernos y de las grandes empresas haya impedido prever una catástrofe como la de este verano, eso es difícil de aceptar. La gente simple siempre tiende a pensar que los responsables saben lo que hacen.
Y lo extraordinario consiste en que a veces es cierto. Raras, muy raras veces. Pero sepamos aprovechar la sensación térmica deliciosa cuando ésta nos acaricia la piel. Aparte de la toalla mojada en la cabeza, de la jarra con limonada casera puesta en el congelador, de las celosías cerradas para impedir no sólo el paso de la luz sino, peor aún, el de la contaminación que en estos días ha superado todos los límites humanamente soportables, mi propio método durante la canícula ha consistido en instalarme nomás frente al horno de la computadora, para conectarme con Internet y refrescarme leyendo los diarios argentinos.
Cuando, el miércoles 13 de agosto de 2003, apareció en la pantalla la noticia esperada -nuestro Congreso había derogado las leyes que impedían juzgar a los criminales de la dictadura- la canícula se volvió primaveral. "No todos son incendios -me dije masticando pensativa un trocito de hielo-. En la planicie de Larzac parecería soplar un buen viento. En la Argentina también." Y me asomé a la ventana, con la loca esperanza de ver reverdecer los árboles quemados.