Messi, Almeyda y la Argentina que ya ni deja ayudar
El populismo no solo combate el mérito: también parece haber declarado una guerra contra la solidaridad; la única ayuda que se concibe es el asistencialismo estatal
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Hay una Argentina que quiere ayudar y no la dejan. El populismo no solo combate el mérito: también parece haber declarado una guerra sorda contra la solidaridad. La única ayuda que se concibe es la del asistencialismo estatal, la que tiene a la política de intermediaria y en la que el poder saca siempre su tajada. Cuando alguien intenta canalizar una ayuda por fuera de ese circuito, el Estado pone en marcha su fenomenal máquina de impedir.
En las últimas semanas, dos famosos futbolistas se han encargado, sin quererlo, de exponer esta telaraña que desalienta el aporte solidario cuando surge de la iniciativa privada. Son ejemplos conocidos: Matías Almeyda quiso donar vacunas para todos los ciudadanos de Azul: no lo dejaron. Messi donó cincuenta respiradores para Rosario: quedaron varados en el laberinto de la burocracia. No solo se perdieron vacunas y aparatos que hubieran ayudado en la emergencia; incluso salvado vidas. Se perdió, también, la posibilidad de estimular la solidaridad, de exhibirlos como ejemplos inspiradores y alentar a otros a hacer contribuciones similares. Lo que dejan estas experiencias –en cambio– es la idea de que intentar ayudar no solo te enfrenta con la máquina de impedir, sino que también te expone al escarnio de la política: Almeyda terminó, injustamente, sometido a la hoguera de las redes y señalado por el fanatismo militante. El mensaje que esconden estos episodios es claro: el único que puede ayudar es el Estado; el “aporte solidario” solo se imagina a través de un nuevo impuesto; la iniciativa siempre debe ser de la política, lo mismo que el manejo de los recursos. Cuando el impulso viene del privado se lo boicotea. Es un Estado que saca, pero no deja poner; que sospecha y obstaculiza cuando alguien quiere dar, pero hace la vista gorda cuando otros se la llevan. Cree que la solidaridad es algo que se impone desde el poder; no algo que se gesta en la sociedad.
Los casos de Messi y Almeyda son algo más que situaciones anecdóticas: desnudan una mentalidad y un sistema de valores que han colonizado el poder en la Argentina. Se trata de un ideologismo simplón, que siempre pone al sector privado bajo sospecha, que desconfía del que da a cambio de nada y que prefiere socializar el sufrimiento antes que esforzarse por mejorar las oportunidades y equilibrar la balanza. La desigualdad, desde esta perspectiva, se combate con más desigualdad. Es la misma mentalidad que estigmatiza al que tiene éxito, que exalta las supuestas virtudes del “pobrismo” y que condena al que se va a vacunar afuera, mientras la política maneja con discrecionalidad y acomodos la escasez de dosis en el país. Es el ideologismo que exalta la vacuna “de Putin” y estigmatiza a la de Pfizer: una nos salva la vida; la otra se quiere quedar con los glaciares. Así se construye un relato que distorsiona y acomoda la realidad al molde de los eslóganes y prejuicios ideológicos, sin importar que ese relato cueste vidas.
Lo que encubren, en definitiva, los casos de Almeyda y Messi es la idea perversa de la nivelación hacia abajo. No es justo que Azul se vacune por tener un “hijo pródigo”; que sufra igual que el pueblo vecino por la falta de vacunas. Esa es la idea que subyace, aunque la argumentación también incluya impedimentos legales y trabas de otra naturaleza. El Estado, en lugar de ser facilitador, se regodea en su condición de obstáculo. Si la política no aparece en la foto, los respiradores de Messi no llegan a ningún lado. Si no hay un intendente, un gobernador o un diputado que saque tajada, aunque sea simbólica, la solidaridad deberá rendir examen ante una impiadosa burocracia que siempre encontrará la forma de fundamentar trabas y dificultades.
En lugar de estimular el apoyo de los privados, el Estado hace todo para desalentarlos. Ya no solo espanta las inversiones, sino también los aportes solidarios. No alienta los negocios, pero tampoco el altruismo. Aunque la palabra solidaridad se pronuncia todo el tiempo en los discursos oficiales, la realidad muestra que se la usa como un concepto retórico, vacío de contenido. Los casos de Almeyda y Messi muestran que el “Estado presente” es, en verdad, una fachada que esconde a un Estado indolente, que subordina el bienestar ciudadano al interés de la política.
Los países más avanzados ofrecen distintos modelos de articulación entre el sector público y el privado. Son fórmulas que permiten la cooperación y el desarrollo en diversos ámbitos. En la Argentina, sin embargo, parece imponerse un sistema desarticulado, en el que el Estado frena cualquier iniciativa que provenga del empresariado y de la sociedad civil. La vacunación es un ejemplo. Si bien la mayoría de los países ha decidido que sean los Estados los que monopolicen la compra de dosis, muchos han incorporado a los privados en la logística de la vacunación: así es como se aplican en farmacias o hasta en supermercados. En la Argentina, en cambio, no solo se han “estatizado” sino incluso partidizado los centros de vacunación: en lugar de clínicas o farmacias, se habilitan locales de La Cámpora. Quizá si Almeyda o Messi hubieran gestionado su ayuda a través de un dirigente de esa agrupación, el final habría sido otro.
El estatismo ha echado raíces sólidas en la Argentina y ha penetrado en nuestra mentalidad, más allá de la política. La pandemia ha funcionado como un argumento para potenciar esta concepción. El rol de la ciudadanía parece concebirse, desde el poder, como el de un rebaño obediente frente a un Estado protector, vigilante y omnipresente. En esa línea, cualquier iniciativa que no sea del Estado (incluso la de donar respiradores o vacunas) es vista casi como un acto de rebeldía peligrosa. Nada que escape al control y a la regulación estatal parece mirarse con buenos ojos.
En lugar de incentivar las donaciones privadas, como hacen muchos países, con beneficios impositivos, o al menos con reconocimiento social, la Argentina desalienta ese compromiso. El objetivo parecería ser el de debilitar la autonomía ciudadana, desalentar a cualquier benefactor que no sea el propio Estado y consolidar las redes de dependencia del ciudadano con la política. Al único que se le debe gratitud y reconocimiento es al partido, al caudillo, al puntero. Cualquier impulso que surja desde la propia ciudadanía (sea a través de fundaciones, ONG o en forma individual) chocará con obstáculos, trabas y exigencias burocráticas. A la hora de impedir, la creatividad y la eficacia estatal afloran sin limitaciones.
Hay, afortunadamente, una solidaridad que no necesita pedir permiso y que fluye espontáneamente en nuestra sociedad. La ayuda al prójimo está en el ADN de nuestra herencia cultural. La voracidad del Estado –sin embargo– ha llegado al extremo de combatir ese rasgo saludable. Es algo que sintoniza con un clima de época, en el que “lo público” se asocia dogmáticamente con “lo bueno”, y lo privado, con algo espurio. En el relato oficial, la solidaridad es estatal y el egoísmo es privado. No importa que detrás de esas simplificaciones haya un Estado que reproduce la pobreza y la desigualdad, al mismo tiempo que destruye la educación, la salud y la seguridad. En nombre de ese relato, se exaltan los planes y el asistencialismo en lugar de estimular y valorar la generación de empleo.
En esta misma línea debería interpretarse la intención del Gobierno de estatizar la cobertura sanitaria y asfixiar a la medicina prepaga. Otra vez: igualar hacia abajo; socializar las penurias. El “estatismo”, curiosamente, no propone mejorar las prestaciones del Estado, sino debilitar las energías del sector privado. Si hay escasez, que sea para todos. Los únicos privilegiados, como lo ha confesado Carlos Zannini, deben ser los que ostentan el poder.