Mentira las frases hechas
Odio las frases hechas. Si sucede, conviene. No hay mal que por bien no venga. Siempre que llovió paró. La tercera es la vencida. Las odio porque la gente las dice cuando no sabe qué decir, para sacarse una conversación de encima, para responder y ya, no dejar los huecos al aire. Al mal tiempo buena cara, más vale tarde que nunca, Dios aprieta pero no ahorca. Las odio porque son mentiras, pero se repiten tanto que hacen creer lo contrario, que eso pasa, que a todo el mundo le pasa. No hay mal que dure cien años, la fe mueve montañas, el tiempo lo cura todo, un clavo saca otro clavo. Qué furia. Podría romper algo con las manos. No es cierto. ¿Quién lo dijo primero?
Los problemas no dejan de doler. Y si los del pasado no duelen tanto, no abruman ni desvelan, es porque llegan otros y los reemplazan, no porque estén curados. Los clavos se acumulan. Si alguien pasa años enamorada de un compañero de colegio, uno de ojos verdes que nunca corresponde ese amor, nunca una mirada, nunca un beso, ni en toda la escuela primaria, ni en toda la escuela secundaria (y eso que por esos tiempos él daba tantos besos) no olvida. Lo recuerda y duele. Puede palpar la pena de ese primer gran no. Puede releer en los diarios íntimos de color rosa y con candado enchastrados de esa angustia, que sigue allí pero está tapada. Eso es lo que pasa con los problemas que no se resuelven. Se tapan con nuevos. Porque después de ese compañero de colegio de ojos verdes seguro llegaron otros, de ojos negros, de ojos marrones, que lastimaron y lastimaron más y entre tanto entonces ni espacio para pensar en el primero, en el de los ojos del color de la uva clara, en su cabello lacio, largo, rubio.
Yo, por ejemplo, no sé si resolví el hecho de que durante años uno de los chicos de mi clase me insultó y me ofendió y se rio de mí con toda la maldad y la creatividad que un pibe de 13 puede tener por esas épocas en que las hormonas le hacen pegar pósteres de mujeres en ropa interior en los techos de su cuarto pero también mirar Dragon Ball Z en la televisión. Lo que sí sé es que después empecé a estudiar en la facultad y él ya no formaba parte de mi vida y la ausencia ayuda.
Los problemas no son iguales y cuando están juntos los más grandes acaparan el lugar sin respetar la historia. Con la altanería de aparecer y ya, primar. Cuando un padre se enferma y tiene que hacer quimioterapia el amor a los 25 no es prioridad. El trabajo que ya no se aguanta no es prioridad, ni esa pelea con una amiga con la que no se vuelve a hablar, ni la salud de la abuela, ni las discusiones con un hermano, tampoco cualquier minidrama ni cada uno de los arrepentimientos que se cargan desde siempre. Ahí estaban todos, se siente cada cual, pero encima les cae una piedra de mil kilos. Después el padre se cura, eso, lo bueno también ocurre, se empieza a mover como si nada hubiera sido cierto, con una lozanía que tal vez ni siquiera a los 74 quiere soltar, y a quien sea los problemas le regresan en un segundo, uno encima del otro, con el vigor de un relámpago que apunta y no falla.
Así es que avanzan los años. Se podrían contar los clavos en los veintis, en los treintis, en adelante, las idas y venidas con un novio, las penas, las muertes, la soledad, la pandemia, el encierro, el miedo a enfermar, la ansiedad, los fracasos, las frustraciones, las pérdidas y el resto. Año a año. Uno se despierta y se vuelve a dormir con cada uno de los problemas que tuvo y que no pudo solucionar. Es costumbre. Desde la fascinación por cualquier compañero de los ojos que sean hasta acá, hasta este punto, algunos ya se sienten como láminas bien delgadas por el peso de lo que vino luego pero ahí están, en algún rincón, no desaparecen. Se recuerdan y vuelven, con sus dolores. Quizá sea por eso que a veces o por estos días de diciembre sentirme triste es algo fácil para mí. Porque me estoy llenando.