Mentir no cuesta nada
Ya sé que es obvio. Pero ese es precisamente el problema. Durante las últimas dos décadas hemos presenciado, con más o menos indignación, que mentir no cuesta nada. Que no tiene ningún costo. Puede parecer asunto menor. ¿Acaso estoy planteando prohibir la mentira por ley? No, para nada; sería demasiado complicado. Pero cuando mentir no tiene costo, se produce un desequilibrio –digamos– termodinámico.
Puesto que nadie miente sin buscar un beneficio y puesto que la verdad es lo que es (parafraseando al Aristóteles de la Metafísica, Libro IV, Parte 7), es decir que no se gana nada con pronunciarla, la mentira sin penalización desequilibra este sistema cerrado al que podemos considerar una comunidad. Traducido: si matamos a la verdad, si mentir no tiene ninguna consecuencia, entonces siempre gana el pillo. ¿Les suena? Otras sociedades son –a pesar de las campañas orquestadas por facciones inmorales y amplificadas mediante internet– más severas al condenar la mentira. Aquí, no. Un político miente y no pasa nada. Así que se me ocurre que, dado que faltan dólares y sobran patrañas, no estaría nada mal que la aseveración altisonante, de alto impacto, pero por completo falsa, pague un impuesto. Una idea inocente, tal vez. Pero equilibraría la ecuación.
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