Mensaje para tiempos difíciles
Si algo hay que agradecerle a Cristina Kirchner es su sinceridad. Ante el pleno del Congreso explayó sus fobias más que sus simpatías. Sus adversarios de los próximos tiempos serán los gremios y el sistema financiero. Tal vez también una parte del empresariado, al que llamó el "club devaluador". Los tiempos difíciles por venir, que ella explicitó por primera vez (aunque los atribuyó sólo a la crisis internacional), necesitarán de la disciplina de esos dos sectores de la vida económica del país.
Acordonó, también por primera vez, el derecho de huelga (no debe significar chantaje ni extorsión, disparó) y les recordó a los peronistas que la Constitución de Perón de 1949 no establecía el derecho de huelga. Nunca fue menos peronista que en ese instante de su discurso de ayer, cuando sermoneó la memoria del creador del peronismo. Los ritos no se detienen en los detalles y los peronistas cantaron la marcha peronista al final del acto. Marcha modificada por la juventud peronista, que mezcló en cuatro nuevos versos improbables resistencias en los 90, retorno con los Kirchner de no se sabe dónde y una invocación a la PJ setentista. Todo en la misma ensalada. Nunca antes, de todos modos, un rito pareció tan vacío después de la reprimenda de la Presidenta a la memoria de Perón.
Si la historia de Perón merece una reescritura, ¿qué puede esperar Hugo Moyano? Si los hasta ahora intocables gremios docentes cayeron bajo la amonestación presidencial, ¿qué podrían aguardar los camioneros, por ejemplo? El mensaje presidencial fue para todos los sindicatos (los calificó peyorativamente de "corporación"), pero en especial para Moyano. Chantaje y extorsión son calificativos que la Presidenta sólo se los dedica en los últimos tiempos al moyanismo y a su amplio círculo de influencia gremial, sobre todo a los sindicatos del transporte.
Cristina Kirchner tiene una vieja cuenta con los docentes santacruceños (factura que ayer les pasó, inevitable), pero ese era un gremio de amigos en el escenario nacional. Les recordó los salarios que cobran y los mandó a actualizarse. Sólo les faltó ordenarles que no le hicieran huelgas a Mauricio Macri, que es el último gobernante con el que los docentes se enfrentaron.
Aclaró de paso que la "sintonía fina" que ella promovió en la Unión Industrial comprende a los empresarios y también a los trabajadores. Un futuro conflicto estuvo en el subtexto del mensaje: el nivel de los aumentos salariales del próximo año. No habló de eso, pero eso estaba bajo el barniz de su diatriba.
Se sabía que su otra obsesión eran los bancos. La corporación financiera es, según ella, la culpable de cinco corridas bancarias. Los bancos son los responsables de sus padecimientos y también de los del mundo. El largo párrafo que le dedicó a la crisis internacional (motivo, deslizó, de sus próximos problemas) concluyó con el señalamiento sin condicionamiento a los bancos como autores del desastre. En fin, una indignada más.
No aclaró, eso sí, por qué el control de cambios se abatió sobre todo los argentinos si los culpables de la salida de capitales se encerraban sólo en un puñado de bancos. Crucificó a los bancos y habló muy poco del resto de los empresarios. En un discurso donde describió a sus adversarios, no haber estado en tales recordaciones es ya una señal de amistad.
Cristina es Cristina. Al final, no fueron Julio Cobos ni Amado Boudou ni Beatriz Rokjés de Alperovich. Fue su hija, Florencia, la encargada de colocarle la banda, uno de los dos símbolos del mando presidencial, sobre su vestido aún negro. El otro símbolo es el bastón, pero para aferrarse a él no necesita que la ayuden. Si el bastón representa el mando, Cristina Kirchner sabe cómo usarlo sin asistencia de nadie. El poder está definitivamente encerrado en su familia. No porque la Presidenta haya confiado siempre en las bondades de una dinastía gobernante, sino porque las deslealtades de la política (y su propia concepción conspirativa del poder) la han recluido sólo entre los afectos más cercanos y más confiables.
Cierto aire de soledad, en medio de eufóricas multitudes, de alegrías de legisladores kirchneristas y de ministros aplaudidores, parecía envolverla cuando no estaba con sus hijos. Una expresión fugaz en su rostro separaba su cabeza del lugar físico en que se encontraba su cuerpo, éste entre algarabías que a veces eran muy ajenas.
Los jóvenes, como Juan Manuel Abal Medina o Hernán Lorenzino, están para la vidriera de la renovación o para el relato de la innovación. El único ministro en serio, aunque de facto, que Cristina Kirchner nombró se llama Guillermo Moreno. No es joven y no ha innovado en nada; más bien les ha pasado el plumero a los manuales del peronismo de los años 40 y 50. La propia Presidenta es consciente del enorme poder que depositó en Moreno, porque su supersecretaría se convirtió en casi el único anuncio administrativo que hizo ante la Asamblea Legislativa durante un discurso de más de una hora. Moreno es leal -cómo negarlo- y comparte con Cristina el deslumbramiento para descubrir las conjuras reales, probables o inexistentes.
Pero hay algo más en esa relación inverosímil (Moreno no cumple con ninguno de los requisitos estéticos de la Presidenta): ella le cree al poderoso secretario de Comercio. Mientras el resto del gabinete desconfía por lo general de las aseveraciones de Moreno o de sus denuncias de intrigas antikirchneristas, Cristina Kirchner confía ciegamente en él. Moreno maltrata a los empresarios. Los empresarios se lo merecen, deduce la Presidenta. Moreno está a punto de enfadar a todo el mundo que le exporta a la Argentina. El mundo está lleno de avaricia y de egoísmo, concluye Cristina. La Presidenta inauguró su segundo mandato fortaleciendo el ala más dura y populista de su administración.
Existe un atenuante para el secretario de Comercio. Sus métodos son violentos y sus recetas son arcaicas, pero no resbala en la frivolidad que frecuenta el flamante vicepresidente, Amado Boudou, supuesto cerebro de la economía kirchnerista hasta ayer. En la ceremonia más solemne de una democracia (la asunción de un presidente ante los representantes del pueblo), Boudou parecía estar en una fiesta de fin de curso. Julián tiene hambre , se desubicó cuando el presidente de la Cámara de Diputados activó involuntariamente la campana de llamada o de orden del cuerpo. Esa campana no se usa nunca para dar por cerrada una sesión, si es eso lo que interpretó Boudou. ¡La famosa campanita existe! , exclamó también, no bien hurgó entre los enseres que están en el estrado de la Cámara.
Una vieja leyenda dice que, al fin y al cabo, al vicepresidente sólo le cabe tocar la campanita de orden del Senado. Será la exclusiva compañera de Boudou, tal como vienen las cosas. Ni siquiera es importante ya la designación de su delfín en el Ministerio de Economía, Lorenzino, aunque éste tiene desde hace rato un vínculo directo con la Presidenta. Rodeado por Moreno como supersecretario y por el camporista Axel Kicillof como viceministro, los espacios propios de acción de Lorenzino serán muy escasos. En resumidas cuentas, se dedicará a hacer lo que hacía antes (el relacionamiento con el mundo financiero internacional) con un cargo más ampuloso.
La jefa de la conducción económica soy yo , notificó al Parlamento la Presidenta, aunque usó una frase más indirecta. Por una razón o por otra, una novedad de ayer es que Boudou abandonó cualquier influencia en la futura administración de la economía. Dentro del estilo presidencial, la notificación vino también con el gesto: no le dio un beso a Boudou cuando éste la recibió en el Congreso. El esquivo beso presidencial fue para pocos y precisos destinatarios.
No se guíen por la letra de molde , se despachó con otra de sus clásicas fobias: los medios periodísticos. Si bien guardó cierta moderación cuando se refirió a este asunto, varias veces dio vuelta sobre el debate abierto con el periodismo a secas. Su guerra continuará, aunque la haya disimulado ayer. Esa actitud forma parte de una decisión política (reiniciar la ofensiva contra la prensa), pero también de la necesidad presidencial de exhibir el poder como una carga amarga y heroica. Ese trazo de su discurso fue el único que careció de sinceridad: Cristina Kirchner es una mujer de poder, segura y sólida entre tanta victoria.