Menos mesianismo, más institucionalidad
Los argentinos que trabajan dignamente están enojados. Los jóvenes que ven diluido su futuro en un país que no encuentra el rumbo, también. El hartazgo hacia la dirigencia es generalizado. Todo eso crea el campo propicio para que aparezcan nuevos mesianismos en la Argentina. Esa peligrosa alternativa en el fondo facilista se contrapone al camino de fortalecer las instituciones sobre todo personalismo, el único que lleva a la evolución positiva de un país y al mayor bienestar de su gente.
La experiencia demuestra que el mesianismo es el estilo político propio de las sociedades inmaduras mientras que la sólida institucionalidad es la característica primordial de las más evolucionadas. Pero el grado de evolución de una sociedad poco tiene que ver con su antigüedad cronológica, sino que más bien depende de su capacidad de aprender de los errores. Las sociedades que caen bajo los influjos del mesianismo reniegan voluntariamente de esa capacidad y se entregan al pensamiento mágico, al cortoplacismo, en la creencia que los problemas los solucionará una sola persona, un iluminado, un salvador a quien se sigue con devoción religiosa. Pero la complejidad de los problemas a resolver no condice con el simplismo y la falta de realismo del mesías.
Del salvador se minimizan las faltas y se niegan las contradicciones, aunque sean evidentes, a la vez que se amplifica al infinito la demonización de los adversarios, que así adquieren la categoría de enemigos.
El mesianismo de cualquier color político es, en el fondo, y aunque se autodenomine democrático, antítesis de la libertad, ya que anula el pensamiento crítico y lleva a los pueblos al fanatismo, a la intolerancia, al rechazo de la disidencia constructiva y a la profundización de las antinomias. Todo se subordina a los caprichos del autócrata.
La memoria histórica está plagada de ejemplos de iluminados que en un principio enamoraron a pueblos desencantados, sembrando esperanzas ilusorias, para luego embarcarlos en aventuras temerarias con desastroso final, tanto material como moral.
La propensión de la sociedad argentina a abrazar mesianismos políticos viene de lejos. Basta destacar que el primer peronismo fue profundamente mesiánico: endiosó, adoctrinó, estableció verdades únicas, persiguió e instaló la dádiva demagógica y sembró esa semilla que aún persiste. Así y todo, y a la luz de lo que vino después, hoy algunos desde la nostalgia luchan por mantener vivo el mito y rescatar algunos aspectos potables de aquellas viejas épocas.
A partir de ahí corrió mucha agua bajo el puente y la degradación de los sucesivos gobiernos y de la dirigencia se dio en paralelo al profundo deterioro de valores esenciales de la sociedad.
Han sido años de malos ejemplos, pésimas prácticas, de injusticias, de ilusiones rotas y de resonantes fracasos los que han destruido la confianza. Los resultados del gobierno actual y la constante falta de respeto a los ciudadanos durante la pandemia fueron las gotas que rebalsaron el vaso.
En medio del derrumbe de la esperanza emerge una vez más la narrativa seudorevolucionaria de los aspirantes a mesías, con propuestas cada vez más ilusorias e irracionales, plagadas de agresividad en el fondo y en las formas. Sin embargo, es claro que para salir adelante el país necesita transitar un camino estratégico diferente. La verdadera revolución que sería un salto adelante en la madurez política de nuestro país es dejar de lado los mesianismos y trabajar mancomunados en el fortalecimiento de las instituciones y en la recuperación de los valores republicanos de la sociedad.
Las instituciones fuertes, funcionando como corresponden son ordenadoras de la sociedad, dan previsibilidad. Los mesianismos navegan en la arbitrariedad, prometen lo que no pueden cumplir y manejan a sus adoradores a su antojo. Las instituciones fuertes llevan a los países al progreso y los mesías los llevan al desastre.
Los beneficios de una institucionalidad sólida saltan a la vista. Un país atractivo, democrático, estable, con gobernabilidad, continuidad en su plan estratégico, seguridad jurídica, confiable, con dirigentes honestos y sensatos, con condiciones que posibilitan el trabajo digno, una mayor educación, una mejor calidad de vida y seguridad para su gente, es respetado en el mundo y atrae inversiones genuinas, en un círculo virtuoso de bienestar y prosperidad.
A las instituciones de la República hay que protegerlas y depurarlas hasta su máxima eficiencia. También adoptar con valentía un conjunto de medidas que tocan muchos intereses, medidas antipáticas como reducir los costos de la política y del Estado, transformar planes en trabajo, ignorancia en educación, acomodo en mérito, así como recuperar la justicia, abandonar el apoyo a toda dictadura y apuntar a la reinserción en el mundo.
Esas ideas que son compartidas por amplísimos sectores de la sociedad no tienen dueños, ya que provienen de una mirada realista y sensata de la situación y de las experiencias de los países exitosos. Se trata de construir colectivamente el valor y ponerlas en práctica. Es claro que la única intolerancia válida debe ser con la deshonestidad, la impunidad, el pensamiento único, el fundamentalismo y con la falta de firmeza para hacer lo correcto para el país. Por eso la grieta es moral y no se debe cerrar.
El riesgo de ir una vez más por atajos mesiánicos interpela tanto a la estructura política de la oposición como a los ciudadanos. En el primer caso y poniendo el foco en la coalición opositora mayoritaria, se trata de desplegar todo su potencial sin mezquindades internas. En ese sentido, las fallas del oficialismo no deberían ser una tranquilidad con miras a 2023. Se debería trabajar en mantener la unidad y en desarrollar liderazgos positivos y respetados, pero sobre todo en lograr más temprano que tarde un plan estratégico de país y reglas consensuadas para la toma de decisiones, temas que aparentemente aún están pendientes.
En cuanto a nosotros los ciudadanos, es importante tomar conciencia que la situación de hoy es la culminación de un proceso de décadas de malas decisiones de los argentinos a la hora de elegir a sus representantes más que nada por la resistencia de la sociedad a tomar la responsabilidad de participar en los asuntos públicos de manera más constante, desinteresada y crítica. Aunque hoy se opera un cambio positivo en ese sentido, es necesario consolidar esa tendencia.
Hoy nuestro país camina por el filo de la navaja. Nuevos errores llevarían a una situación sin retorno. Y en este punto se abre una gran disyuntiva: mesianismo o institucionalidad. Por la vía de fortalecer las instituciones avanzan los países que lograron superar sus taras del pasado y que privilegian el bien común. Un dato mayúsculo a la hora de replantear nuestro rol como ciudadanos.
Analista de política nacional e internacional