Menos autos en Buenos Aires
Los habitantes de esta ciudad pretenden llegar de la cama al escritorio en automóvil, y esto es absurdo". Así me dijo, poco más o menos, un brillante colega catalán, el arquitecto Oriol Bohigas, durante una caminata por el centro de la ciudad en ocasión de la Bienal Internacional de Arquitectura realizada hace años en el teatro Coliseo. Tenía razón. Ya por entonces el acceso de autos particulares a las áreas centrales de grandes conjuntos urbanos de otras sociedades era limitado con severidad.
Los clásicos atascamientos en ciudades como México o San Pablo no sólo contribuyen a la alta contaminación aérea de esas urbes; afectan también la psiquis de sus habitantes, tanto de los caminantes como de los automovilistas, por las dificultades para moverse con agilidad en sus arterias y por el efecto negativo que tienen para el paisaje urbano los vehículos estacionados a lo largo de las calles. Sobre estos temas se ha expedido La Ville en Mouvement, un ente creado en Francia que estudia a fondo la cuestión invocada en su rótulo: La ciudad en movimiento.
El sociólogo norteamericano Lewis Mumford (1895-1990) fascinó con sus libros y reflexiones a estudiantes de arquitectura y urbanismo en la segunda mitad del siglo pasado. Basta nombrar La cultura de las ciudades y Técnica y civilización. Con la óptica que se abría ante el avance del automóvil en los años 30, Mumford sentenció que el auto era el último síntoma de libertad para un ciudadano de ese siglo, pues dependía sólo del conductor la dirección a tomar. Esto no sucede con quien viaje en tren o en otro medio público, obligado a desplazarse por itinerarios predeterminados.
Con el paso de los años, aquella afirmación axiomática se nos presenta como un sarcasmo cuando uno ve las largas caravanas de automóviles que se mueven a paso de hombre durante las horas pico en los accesos a las áreas centrales de las ciudades. Esto origina muchos accidentes y provoca en nuestro país una cifra de muertes que debiera alarmar a los gobiernos.
El desarrollo en Silicon Valley del automóvil sin conductor con modelos ya presentados por marcas prestigiosas introducirá un cambio tan profundo en un futuro próximo que diseñar hoy una ciudad plantea un panorama por completo distinto al que enfrentaron, por ejemplo, los autores de Brasilia a mediados del siglo pasado. El original artefacto inventado hace pocos años es un genuino automóvil, si nos atenemos al origen etimológico del vocablo. Por eso pienso que el automóvil piloteado tiene los días contados y que los vehículos de transporte colectivo, cada vez más confortables y frecuentes, darán por su parte respuesta a las necesidades de movilidad urbana y periférica.
La política aplicada en la ciudad de Buenos Aires en esta materia permite abrigar la esperanza de un futuro promisorio. El programa Prioridad-Peatón, que incluye ya buena parte del microcentro porteño, va en esa dirección. La atención puesta en mejorar el transporte público, sus enlaces y sus frecuencias hará realidad aquí un diálogo que tuve en Nueva York con algunos amigos radicados allí. Cuando les preguntaba si tenían auto, la respuesta invariable era: "¿Para qué?".
Esos amigos también me advertían: "No uses auto en Nueva York, mejor movilízate con transporte público o en taxi". He agradecido tal sugerencia. Además de las dificultades para moverse, el problema es estacionar: si los costos de dejar el auto por horas en Buenos Aires es prohibitivo (equivale a 3 dólares promedio), los gastos colaterales son cada vez mayores. Peor aún en Manhattan, donde se llega a pedir un millón de dólares por una cochera en una flamante torre de lujo. Con el advenimiento del auto sin conductor, todas estas especulaciones pasarán al olvido. Como seguramente nadie recordará las controversias, hoy tan vigentes, sobre el transporte compartido y el sistema Uber.
Los que asistimos a los seminarios dictados en la Usina del Arte por prestigiosos científicos de Silicon Valley ratificamos una convicción que alumbrábamos en nuestro fuero íntimo: las ciudades son seguramente los espacios más fecundos para poner con mayor celeridad los desarrollos tecnológicos al servicio de la humanidad. Así lo confirma la experiencia.
Está claro que las ciudades serán más sustentables en la medida en que se liberen de la contaminación del aire provocada por la quema de combustibles fósiles y se avance en adoptar energías limpias; cuando se multipliquen las áreas vegetales en las terrazas y muros opacos de los edificios y se expanda la agricultura urbana. También cuando vuelvan a diseñarse edificios que, sin abjurar de formas novedosas, sean orientados para el mejor aprovechamiento de la luz solar con el menor consumo de energía.
Por eso, si los gobiernos municipales mantienen, sin pausa ni retroceso, el mejoramiento real de los servicios de autobuses, subterráneos y trenes urbanos y suburbanos (sin omitir la posible adopción de ese medio aún no valorado entre nosotros: el monorriel elevado), es posible que en pocos años más pueda recrearse en Buenos Aires el comentario neoyorquino sobre el valor de usar un automóvil en la ciudad. Pienso en la multiplicación de escenas gratificantes como las que presentan, a escalas diversas, la calle Reconquista, el pasaje Tres Sargentos o la Diagonal Norte entre Cerrito y Libertad.
En "Atardeceres", uno de sus escritos juveniles, Borges exalta "la calle abierta como un ancho sueño hacia cualquier azar". Y al hablar de la querida Buenos Aires alude a "calles deleitables y dulces en la gustación del recuerdo... calles donde camina la esperanza que es la memoria de lo que vendrá... calles enclavadas y firmes tan para siempre en mi querer".
Ha pasado casi un siglo, pero el valor de la calle como sustento del escenario de la vida urbana sigue siendo primordial para la expresión cabal de una ciudad a la que debemos cuidar como al cristal.
El autor es arquitecto