Mejorar las democracias que tenemos
Hay que ser sensibles a la “temperatura” de la relación entre poder político y periodismo; las experiencias en Rusia y China encienden una luz de alerta
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A la guerra fría actual con China y Rusia se la llama, en forma degradada, competencia sistémica. Se habla de un conflicto con “occidente”, pero es esta una palabra envejecida porque, hoy, la democracia es una fuerza global, con bases en Asia, África y América Latina, y no apenas en el cuarto noroccidental del planisferio. Por eso atrasa hablar de “occidente” y también retrasa y debilita la defensa de la democracia, pues esta tiene una fuerza universal y no solo “occidental”. Hay que sacar la defensa de las libertades de esa prisión geográfica.
En esa competencia sistémica la prensa es una diferencia esencial. Basta ver cómo les va a los periodistas bajo Putin y Xi Jinping.
En 2021 ganó el Premio Nobel de la Paz un editor ruso, de cuya Novaya Gazeta asesinaron a seis colegas, y ahora al riesgo de asesinato le suma ser considerado un “agente extranjero”, recurso que frecuentan los autócratas de nuestra América.
Y China ratifica su visión del periodismo sometiendo a la prensa de Hong Kong con cierres y encarcelamientos, y más acoso a los corresponsales extranjeros. Hasta julio de 2020 nada menos que The New York Times conducía desde allí su operación nocturna, pero escapó a Seúl. Si en 2001 Hong Kong aparecía en el ranking de libertad de prensa de Reporteros sin Fronteras en el puesto 18, ahora cayó al 80 en 2021, mientras la Rusia de Putin está en el 150. Ya es obvio que el pacman chino aprovecha la pandemia para comerse a Hong Kong, y se alista contra la prensa de Taiwán.
Ray Bradbury describió una sociedad autocrática donde los bomberos desaparecían libros con lanzallamas. Su impactante novela de 1953 lleva el nombre de Fahrenheit 451: la temperatura a la que los libros arden. De la misma forma, estos sistemas contra los cuales compiten las democracias superan la temperatura a partir de la cual el periodismo desaparece.
Ya queda claro que se pasó ese grado de calor cuando la dictadura habla a través de los periodistas principales de una comunidad. El fin del periodismo independiente se da cuando son resignificados o silenciados los hechos de sangre que las dictaduras acometieron para controlar las protestas interiores. Cada vez más en la prensa hongkonesa se tiende a olvidar la masacre de Tiananmen de 1989; en Siria se reinterpreta como un acto de autodefensa nacional la violencia brutal de Bashar Háfez al-Assad, y lo mismo ocurre con las brutales represiones venezolanas de abril de 2017 y las nicaragüenses de abril y mayo de 2018. La última novela del escritor nicaragüense Sergio Ramírez, Tongolele no sabía bailar, describe muy bien el manual de estas autocracias: balas y mentiras.
En las democracias la relación entre la política y el periodismo tiene también altos grados de calor. El día a día de los políticos depende mucho de cómo el periodismo presenta la información, por lo tanto siempre quieren incidir. No llega a la temperatura de la desaparición, pero puede ponerse en la antesala de un cambio de reglas de juego. Por eso hay que ser sensible frente a los cambios del termómetro en relación con la prensa.
En Israel, el ex primer ministro Benjamin Netanyahu tuvo dos de las tres imputaciones durante su mandato por dar favores corporativos a empresas periodísticas para buscar cobertura favorable. En Sudáfrica acaba de salir un reporte oficial con el muy adecuado nombre de “Informe sobre captura del Estado” que describe las relaciones del poder político con un grupo de medios. Incluso en democracias sofisticadas también hay represalias: en el Reino Unido la propuesta de eliminar la tasa al televisor para financiar a la BBC puede ser tomada como una forma de incidir en su cobertura política.
En la Argentina, a pesar de las casi cuatro décadas de democracia sin pausa, los servicios de inteligencia posiblemente nunca dejaron de espiar a periodistas, con o sin cobertura judicial. Entre sus últimas víctimas estuvieron Hugo Alconada Mon y Rodis Recalt.
También hubo ataques al más alto nivel para destruir la reputación de periodistas críticos. En julio de 2020, por ejemplo, voceros importantes del oficialismo recorrieron los medios afines acusando al periodista Luis Majul de formar parte de una asociación ilícita, incitando a su detención, al mismo tiempo que el juez de la causa allanaba una redacción para pedir unas escuchas que simplemente se las hubieran dado si las pedía, pues estas ya habían sido difundidas. Mientras, uno de los grupos más poderosos del país, el sindicato de camioneros, pegaba carteles contra Majul donde decía, intimidante: “Repudiá y recordá esta cara”. Majul mismo hizo gran parte de la indagación para detectar quiénes eran sus acosadores.
Lo mismo hizo Daniel Santoro, a quien involucraron durante dos años en una causa ajena. En su último libro, La batalla final de Cristina, Santoro describe el diseño de la operación Puf para voltear la causa de los cuadernos. Comenzó con una denuncia “espontánea” de un supuesto “productor agropecuario jubilado”, en la que se acusó a Santoro de formar una asociación ilícita con alguien que era su fuente y la de muchos periodistas.
Hoy ya sabemos sobre la nula espontaneidad que tuvo esa denuncia. El denunciante conocía a más integrantes de la asociación ilícita de Marcelo D’Alessio que Santoro, pero el juez procesó a Santoro por formar parte de esa asociación ilícita; el denunciante había estado asociado en un feedlot con D’Alessio; había tenido una empresa de seguridad con otro de los miembros de la asociación ilícita; tenía una denuncia por vender crédito falso de la AFIP; del estudio de abogados que lo asesoraba antes de su denuncia, uno de los dos abogados trabajaba con Julio De Vido y el otro estaba en el gabinete de Oscar Parrilli en la AFI, y además tenía una denuncia por reducción a la servidumbre de trabajadores rurales, en la que fue preso su hijo, quien casualmente coincidió en la prisión con Roberto Baratta, el acusado más expuesto en la causa de los cuadernos. Con estos antecedentes, no se me ocurre un denunciante menos espontáneo.
En las provincias hay más desamparo. A los periodistas de investigación Daniel Enz, en Entre Ríos, e Irene Benito, en Tucumán, los voceros y abogados de los funcionarios los acosan construyendo un coro de difamación, intentando destruir la honra de esos profesionales.
Por supuesto, el peor enemigo de estos periodistas hostigados no son los malos jueces ni los abogados sin ética, sino su prensa megáfono que amplifica esas ficciones jurídicas y contribuye como nada a la destrucción de la reputación de sus colegas. Los propios voceadores de estas campañas saben que la vida jurídica de sus inventos es limitada, pero les basta para frecuentar los medios propios para escrachar la reputación de los periodistas de investigación o amedrentar testigos.
Así, las dictaduras controlan a los medios para fijar una narrativa que oculte las violaciones de los derechos más básicos, mientras que en las democracias el esfuerzo de algunos políticos es para ocultar corrupciones diversas y lograr coberturas favorables.
La mejor forma de ser fuerte en esta competencia sistémica con China y Rusia es mejorar las democracias que tenemos. Para eso, es necesario ser sensibles a la temperatura de la relación entre poder político y periodismo. Cuando llegan los bomberos con los lanzallamas ya es tarde.
Profesor de Periodismo y Democracia de la Universidad Austral