Meditaciones de la cuarentena: identidad personal y cambio social
¿Quién soy? ¿Cuál es el fundamento que permite que toda nuestra vida nos reconozcamos como la misma persona?
Estas preguntas plantean la inquietante cuestión de la identidad personal. ¿Reposa la identidad personal en nuestra capacidad de recordar? No lo parece. Si nuestra identidad personal dependiera de nuestra memoria sería evanescente. El problema está en que el remedio que suelen encontrar los filósofos es peor que la enfermedad: apelan a algún tipo misterioso de sustancia metafísica inmutable que garantiza la continuidad de nuestra identidad, pese a todas las contingencias y avatares de la vida. La sustancia es el deus ex machine metafísico que fundamenta toda realidad, incluida la personal. No luce convincente.
Una mejor respuesta parte de sostener que nuestra identidad personal reposa básicamente en la actividad neuronal y que en el cerebro existe un núcleo de configuraciones neuronales estables que nos otorgan sentido de identidad. Este núcleo no debe entenderse como una entidad separada, como una conciencia sustantiva, sino como el resultado de millones de intersecciones de impulsos neuronales que se mantienen esencialmente constantes. Dicho en otras palabras, nuestra identidad personal sería el fruto maduro de millones de interacciones celulares que conforman un centro estable de personalidad. Un símil muy tosco e infinitamente alejado de la riqueza de nuestro cerebro, pero que puede resultar didáctico, compararía la identidad personal que se materializa mediante las facultades interactivas del cerebro con la plástica unidad de la imagen cinematográfica, surgida a partir de la sucesión de fotogramas con mínimas diferencias: pese a que cada fotograma contiene variaciones del motivo principal, la unidad está asegurada aunque formalmente no exista ninguna realidad que denominemos "imagen" (o mente, si aplicamos el ejemplo al cerebro). Si no es esto, es el alma de las religiones.
Presentado el fundamento de nuestra identidad personal a nivel de cada individuo, aparece el segundo elemento que la modela: la sociedad.
Ortega Y Gasset nos enseñó que la sociedad en la que nos descubrimos viviendo, y en la que debemos orientar nuestra vida de cara al futuro, contiene ideas y creencias, en cuya génesis no hemos colaborado, que se han internalizado en nosotros desde la infancia. Literalmente somos esas creencias, accedemos a esas ideas y, por sobre todo, participamos de las fisuras del sistema social. Cuando las fisuras de la sociedad son de tal gravedad que nos sumergen en un estado de incertidumbre casi permanente, nuestra identidad personal también es jaqueada.
¿Cuál es la causa de las fisuras en las ideas y creencias de la sociedad actual? Una certeza se abre paso: la crisis que la sociedad provoca en nuestra identidad personal no se debe tanto a la pérdida de Dios, anunciada por el nihilismo del siglo XIX, sino al enquistamiento del cambio en nuestras vidas como aluvión histórico que destruye todos los fundamentos y principios de estabilidad y continuidad.
Siempre han existido épocas de cambio en la historia pero, como todo lo humano, su incidencia en la vida de las personas ha sido una cuestión de grado. No tiene la misma influencia sobre la estabilidad emocional del hombre un cambio de creencias fundamentales, que lleva siglos de maduración, que la omnipresencia del cambio como modalidad permanente. Y esta es precisamente nuestra situación. Aún más, no solo el cambio es permanente sino que su aceleración exponencial introduce un factor cualitativo, un nuevo orden de magnitudes que inaugura una época de conmociones constantes, en la cual ningún principio tiene el tiempo necesario para consolidarse e imponer una vigencia colectiva perdurable. El cambio que se sucede más a prisa que el ciclo del día y la noche. El cambio que nace, se desarrolla y se devora a sí mismo en un ritual de antropofagia espiritual incesante. El cambio como devenir infinito que transforma a la estructura de la historia en una masa informe. El cambio, cuya potencia avasallante hace que nuestra cultura olvide sus raíces y asista impávida a la desaparición del futuro.
Debido a la velocidad de los cambios y a los vertiginosos avances tecnológicos, el hombre contemporáneo presiente que toda hipótesis sobre el futuro está siempre al alcance de su mano. No interesa cual sea la figura del futuro que imaginemos, lo esencial es que está actuando en nuestro presente como si ya lo hubiéramos alcanzado. Desembocamos así en una paradoja del tiempo humano jamás conocida: tenemos absoluta conciencia del pasado pero no vemos el presente como viniendo de él. Y a fuerza de creer que el futuro está vigente en nuestro presente, nos despreocupamos de imaginarlo. Los enormes logros del presente y las fantásticas promesas del futuro nos parecen un hecho tan natural y perenne como la lluvia o el viento. El hombre contemporáneo ha perdido el sentido de la historia. Nuestro tiempo es un puro presente, efímero e insustancial; no viene del pasado ni se proyecta al futuro.
Tentados por el demonio del cambio "todo lo que pudieres desear cambiará", hemos penosamente renunciado a pensar en el futuro y a buscar lo fijo e inmutable que constituye la riqueza de nuestra identidad personal. Nos hemos convencido como quería Heráclito de que no nos podemos bañar dos veces en el mismo río; ergo, contemplamos el paso de las aguas sin intentar averiguar de donde vienen ni discernir a donde conducen. Tan solo nos bañamos y estimamos que eso es suficiente.
En una sociedad infectada por el cambio como modus vivendi cotidiano, la vida individual se torna altamente inestable y sometida a fortísimas presiones morales y emocionales. Por la incertidumbre abierta en nosotros por el cambio irrefrenable, no contamos con normas del pasado que nos ayuden a encarrilar nuestra vida. La aceleración inaudita del cambio genera una trama sociológica cuyo resultado inevitable es la pérdida completa de principios más o menos inmutables capaces de entroncar la vida de generaciones sucesivas.
En el pasado, el hombre ha podido tolerar crisis de pérdidas de fe religiosa a condición de que otros valores se mantuvieran inalterables. La historia avanzaba sabiamente sin que se produjeran discontinuidades profundas en el sistema de las creencias colectivas. Aún en las épocas de mayores cambios, las fisuras del mundo nunca se presentaban de modo generalizado. El testimonio de las creencias fundamentales se entregaba de generación en generación ordenadamente, como en una carrera de postas en la que los participantes conocían de antemano su posición de relevo. Muy distinta es nuestra situación. El cambio social acelerado es el motor que impulsa el avance de la incertidumbre en nuestro mundo. El que arrasa con la identidad de las sociedades y, junto con ello, con la identidad de las personas.
Lanzado a la aventura de vivir y de ser libre para forjar su propia identidad, el hombre ansía alcanzar su cenit de riqueza personal. Estremecido por las olas embravecidas de mundos antagónicos y por el mar de fondo del cambio, su consigna parece muy simple: que su identidad personal transcurra con la mayor cuota de felicidad. ¿Lo habrá de conseguir sin detener el insoportable vértigo del cambio?
Miembro del Club Político Argentino