Medios y extremismos. El dilema de dar o no dar voz
La polémica por una fallida entrevista de The New Yorker al ultraderechista Steve Bannon reveló los riesgos de la autocensura y el poder de las redes
Semanas atrás, la prestigiosa revista The New Yorker se vio envuelta en una polémica que reavivó el debate sobre el rol de la prensa y los retos que enfrentan los medios a la hora de cubrir mensajes extremistas, especialmente en contextos de fuerte polarización como el que vive Estados Unidos desde la llegada de Donald Trump a la Casa Blanca.
Todo comenzó tras conocerse que uno de los invitados al próximo festival de la revista -un evento que se celebra cada otoño desde 1999 y que incluye conversaciones abiertas en diversos teatros de Manhattan con políticos, escritores y artistas- sería el ultraderechista Steve Bannon. La idea era que el jefe de campaña de Trump durante el último tramo de las elecciones en 2016 y máximo asesor hasta agosto del año pasado fuese entrevistado públicamente por David Remnick, director de The New Yorker, para analizar la ideología del trumpismo. Para eso, nadie mejor que Bannon.
Ante la ola de repudio, Remnick argumentó en un comunicado que entrevistar no significa apoyar a alguien, y aseguró que planeaba hacerle "preguntas difíciles" a Bannon en una "conversación seria y combativa". Pero no alcanzó. Las amenazas de boicot por parte del resto de los panelistas, junto con la reacción de colegas y lectores que pusieron el grito en el cielo tuitero, lo obligaron a dar marcha atrás. "Cobarde", le dijo Bannon tras enterarse de la cancelación de la cita. Una de las críticas más repetidas era que con su invitación, el editor había regalado un espacio valioso a un fascista. Tal vez ignoraban que Bannon iba a ser cuestionado en vivo y en directo -sin off the record ni vías de escape- por alguien de la talla de Remnick, uno de los periodistas más lúcidos y críticos con el gobierno de Trump. "Posiblemente nos perdimos la mejor entrevista que se le hubiera hecho jamás a Steve Bannon", dijo la periodista Ana Prieto ante la consulta de la nacion. "Bannon existe. Sus admiradores existen. Y aunque ya no esté en la cartera de Donald Trump, sigue teniendo mucho poder. ¿Por qué no entrevistar a alguien con ese poder?".
Discusión abierta
En mayo de este año, el Instituto de Investigación Data & Society de Nueva York publicó el documento El oxígeno de la amplificación: buenas prácticas para informar sobre extremistas, antagonistas y manipuladores online. Basado en entrevistas a periodistas realizadas por la académica Whitney Phillips, el informe busca mostrar cómo los medios deben enfrentarse a lo que llama "la ambivalencia fundamental de la amplificación".
El episodio de The New Yorker puede enmarcarse dentro de este dilema asociado a la función social de la prensa. El centro del debate radica en la pregunta sobre el lugar que deben dar los medios a exponentes de ideas extremistas, sean xenófobas, racistas o incluso antidemocráticas. Al respecto, hay dos posturas enfrentadas: mientras algunos sostienen que el oxígeno alimenta el fuego, otros consideran que una cobertura seria ayuda a desinfectar el discurso, exponiendo y confrontando los mensajes de odio. "Cuanto más sepamos, mejor", sostiene Adriana Amado, tras alertar sobre los peligros de silenciar ciertos mensajes: "Cuando exacerban el discurso políticamente correcto, los medios terminan generando una burbuja, una ilusión de la sociedad que no se corresponde con la realidad", apunta la docente e investigadora especializada en comunicación política y medios. Según su razonamiento, mostrar el pensamiento divergente, no importa cuál sea, permite empezar a integrarlo, a construir consenso y a propiciar cambios sociales. "Silenciarlo o hacer como que no existe ratifica la burbuja de lo que me da la razón y genera segregación. La burbuja te hace sentir más seguro frente a la amenaza, pero no te permite combatirla, te encierra", advierte Amado.
El mismo criterio suscribe el profesor de Periodismo y Democracia de la Universidad Austral, Fernando Ruiz: "La cobertura periodística tiene que ser permanente sobre todo el escenario público, sin excepciones. El periodismo debe visitar los extremismos, conocerlos, intentar comprenderlos. Negarlos siempre es peligroso". Sin embargo, subraya la necesidad de que esa visibilidad mediática esté cuidada, a fin de "evitar una licencia plena para contaminar la discusión pública y generar odio, instalando simplificaciones peligrosas. Lo peor es un periodismo que solo sea micrófono", apunta.
Ana Prieto sugiere que el mejor aporte por parte de la prensa para confrontar mensajes extremistas consiste en producir material bien informado, bien chequeado y, desde luego, conocer al extremista al que se van a referir. "Para eso no queda otra que acercársele. Y acercársele no es defenderlo; darle espacio no es respaldarlo", dice.
En algunos casos, la línea entre información y propaganda puede ser muy tenue. Esto se ve claramente en el debate sobre qué lugar darle al terrorismo, qué constituye per se un acto de propaganda. "Cuando los medios se limitan a repetir una y otra vez escenas de un atentado, están cumpliendo, sin proponérselo, con uno de los objetivos de quienes lo perpetraron: expandir el terror", ilustra Prieto.
Si bien el dilema entre cubrir o no determinados temas no es nuevo, las plataformas digitales y el actual contexto de polarización política, con el resurgimiento de un movimiento de ultraderecha en Estados Unidos mentado por Bannon a través de Breitbart News, reflotaron un asunto con el que el periodismo históricamente ha tenido que lidiar.
Mayor visibilidad
"El proceso de decisión editorial siempre ha sido una caja negra", apunta Silvio Waisbord por teléfono desde Estados Unidos. Según el profesor de la Escuela de Medios y Asuntos Públicos de la Universidad George Washington, la participación de diferentes públicos en este tipo de decisiones -como entrevistar o no a Bannon- hace que hoy el proceso sea más transparente y quede más visibilizado. Así, deja de ser "una discusión cerrada en una mesa chica entre cuatro paredes para volverse objeto de decisión pública".
Pero el cálculo "cubrir o no cubrir" depende además de una serie de fuerzas externas que condicionan las decisiones editoriales. Una de ellas es lo que se conoce como "la tiranía del clic", esto es, la extendida adopción dentro de las salas de redacción de herramientas como Chartbeat y Google Analytics, que recogen con precisión datos sobre la popularidad de los artículos.
"Cuando un medio quiere maximizar la cantidad de lectores, termina escuchando lo que esos lectores le transmiten", dice Natalia Aruguete. Según la periodista y docente de la Universidad Nacional de Quilmes, los editores enfrentan a diario la tensión entre dar visibilidad a ciertos acontecimientos -según criterios profesionales de noticiabilidad- y escuchar las preferencias de sus lectores.
En un reciente estudio realizado junto con Ernesto Calvo y Tiago Ventura, analizaron la interacción de ciertos medios tradicionales y sus audiencias en redes sociales. Allí detectaron casos en los que, cuando un medio toma una posición ideológica explícita, la tasa de interacción con sus lectores cae.
Si bien el periodismo siempre tuvo una sensibilidad para no volverse contra sus propias audiencias, evitando exponerlos a ideas con las cuales no comulgan, existe la sospecha de que la actual crisis económica de las empresas periodísticas intensifique esa sensibilidad. "Eso es muy peligroso", advierte Waisbord.
Tras la polémica, el periodista Bret Stephens se descargó en su columna de The New York Times, que irónicamente tituló "Ahora Twitter edita The New Yorker". Allí alerta sobre la degradación gradual de la autoridad editorial, una "característica deprimente" de nuestra era digital. Según Stephens, las redes sociales no solo lograron una voz, sino que también ahora poseen "poder de veto", en alusión a las presiones sufridas por Remnick vía Twitter.
Audiencias con peso
Quizás la polémica de The New Yorker pueda explicarse en parte por esta nueva relación de poder entre medios y audiencias empoderadas. Son cada vez más las voces que advierten sobre las posibles consecuencias que esta ecuación puede acarrear para la calidad de un periodismo preocupado por cultivar una audiencia fiel. Ante la necesidad de sumar lectores, los medios pueden verse tentados de alimentar los prejuicios de su público, exponiéndolo solamente a ideas afines a sus simpatías ideológicas, actuando así en línea con la lógica sectaria propia de las redes sociales.
Finalmente, el episodio de The New Yorker terminó por avalar la opinión de los seguidores de Trump de que los medios de comunicación son un grupo de izquierdistas que, si no están vendiendo noticias falsas, están interesados en avanzar solo sobre sus propias verdades. En este sentido, la decisión de Remnick de cancelar la entrevista calzó como un guante para la narrativa del trumpismo sobre la censura liberal de la prensa.
No solo esto. La polémica sirvió para mantener durante días el nombre de Bannon en los titulares, convertido en una pobre víctima. Silenciar, a fin de cuentas, puede dar más publicidad. Y esto, Trump lo sabe bien.
El pluralismo informativo, en jaque
Hace algunos días, el diario The New York Times sorprendió con la publicación de un artículo anónimo titulado "Soy parte de la resistencia interna dentro del gobierno de Trump". El texto reveló la existencia de un grupo de personas que "trabajan diligentemente desde adentro" de la Casa Blanca para frustrar "parte de la agenda y las peores inclinaciones" del presidente, según escribió el funcionario incógnito.
La primera reacción de Trump fue calificar la publicación de "traición" y "cobardía"; luego, exigió al diario neoyorquino -con el que mantiene una abierta disputa- la entrega inmediata de su autor.
El episodio sacudió al mundo periodístico y suscitó el debate en torno a la ética periodística, puesta en juego con la decisión de darle crédito a un anónimo sin contrastar la veracidad de lo escrito, y sin darle lugar a ninguna contraparte. Reglas básicas del oficio.
El editor de la sección de opinión, Jim Dao, reconoció que, si bien publicar un artículo sin firma no es una práctica habitual del diario, no es la primera vez que lo hacen. El último antecedente es de junio pasado, cuando un solicitante de asilo salvadoreño publicó una carta sin revelar su nombre.
Sin embargo, mientras aquella nota pasó desapercibida, este caso generó un gran revuelo porque evidenció cómo el diario aprovechó la ocasión para sacar ventaja sobre Trump, reflejando la imagen de una presidencia caótica. Hecho destacable, además, por tratarse de una denuncia que no nació de una investigación propia.
El diario estadounidense experimentó así cierto deslizamiento desde la labor informativa al puro activismo; una extralimitación que alimenta la campaña de desprestigio contra la prensa orquestada por el mismo Trump, a la que acusa de ser "enemiga del pueblo".
El costo de ignorar las reglas por las que los ciudadanos aún distinguen entre informadores profesionales y propagandistas puede ser muy caro. En efecto, algunos analistas apuntaron que con esta decisión de The New York Times se estaba deteriorando la (ya reducida) confianza en los medios.
"La confianza en la prensa ya está fracturada por identidad partidaria en este país", advierte Silvio Waisbord, profesor de la Escuela de Medios y Asuntos Públicos de la Universidad George Washington, para quien este episodio no cambia la ecuación porque "ya no existe tal cosa como un público en general".
"En una sociedad crecientemente polarizada políticamente, se tensionan las nociones básicas de la profesión periodística -equidad y objetividad, entre otras- que garantizaban un espacio de pluralismo interno dentro de cada medio", explica Philip Kitzberger, profesor de la Universidad Torcuato Di Tella e investigador del Conicet.
"Si bien sigue habiendo un sistema de medios pluralistas, ese pluralismo hoy es externo", afirma Kitzberger. Es decir, la pluralidad de voces hoy sigue expresada en el conjunto de medios periodísticos, pero cada medio es portador de una postura identificada con uno de los campos políticos. "Ya no hay lugares de encuentro común", advierte.
El autor es periodista y profesor del departamento de Estudios Históricos y Sociales de la UTDT