Medicina y política: reglas diferentes ante expresiones similares
“Sobran diagnósticos pero faltan soluciones”. Es una frase que se repite constantemente en diferentes ámbitos de esta angustiante realidad argentina. Hay un estremecedor vacío argumentativo en nuestros líderes políticos. La administración irresponsable y el marketing político sin contenido tienen atrapada como rehén a una sociedad exhausta debido el estrés crónico de vivir en una incertidumbre agobiante.
La medicina y la política tienen varios aspectos en común: deben hacer diagnósticos y aplicar “tratamientos”; saber convivir con la incertidumbre y enfrentar problemas multifactoriales. La política utiliza frecuentemente expresiones médicas, pero se rige por reglas totalmente diferentes. Las declaraciones de los líderes políticos, en todo nivel y de todo color, habitualmente son una enumeración de diagnósticos de una obviedad exasperante o, peor, respuestas “coucheadas”, prefabricadas, que solo buscan un efímero efecto mediático.
En la política, por lo general nadie explica claramente qué tratamiento propone, y si alguien lo hace (parcialmente), no explica cómo va a resolver los previsibles efectos colaterales del tratamiento que propone. En medicina, permanentemente tenemos en cuenta las contraindicaciones y/o los efectos adversos de lo que prescribimos, y ante una cirugía explicamos nuestra propuesta terapéutica, sus posibles riesgos y los tratamientos alternativos.
Otro aspecto a destacar es que prácticamente ningún político nos explica en qué país se aplicó el “tratamiento” que nos propone y, en caso de que exista ese antecedente, qué resultados se obtuvieron con ese tratamiento. Es importante considerar los resultados a corto y largo plazo. En la década del 90 se generó una verdadera revolución en la estrategia para la toma de decisiones en medicina. Ese nuevo paradigma se denominó medicina basada en la evidencia (MBE). Se trata de un término acuñado por Gordon Guyatt en 1991; se define como el uso de la mejor evidencia científica disponible para tomar decisiones sobre los pacientes. Es decir que la toma de decisiones –a diferencia de muchas decisiones de la política– en la medicina es el resultado de revisiones sistemáticas de trabajos científicos controlados y randomizados, tal como lo impulsó el epidemiólogo británico Cochrane en la Universidad de Oxford.
A su vez, las conclusiones de esos estudios se deben luego contextualizar para cada paciente en particular y cada ámbito en el que el médico se desempeña, considerando la opinión del paciente (autonomía del paciente) y sus pautas socioculturales. La equivalencia para la política sería que no todo modelo externo se puede “copiar y pegar” en nuestro contexto sociocultural.
La medicina pasó de un modelo médico paternalista, verticalista, a otro más horizontal, que respeta la autonomía del paciente. En el primer modelo se asumía que el médico actuaba “como buen padre de familia”, de acuerdo con el principio bioético de la beneficencia. El médico decidía lo que se debía hacer en virtud de su experiencia, relegando al paciente a una posición pasiva.
Siguiendo con nuestro paralelismo argumental entre política y medicina, aquel superado modelo médico paternalista se podría homologar a los sistemas políticos basados en figuras mesiánicas que actúan como “buenos padres” de la sociedad y deciden, en soledad, qué es lo mejor para sus gobernados. En esos sistemas, el pueblo (el paciente) admite en forma acrítica todo lo que el líder decide.
Las ideologías cerradas condicionan y hacen perder perspectiva al pensamiento crítico. No todo es blanco o negro, salvo ciertos valores fundamentales (libertad o ausencia de libertad, república o ausencia de república). En la vida predominan los matices. Esto también tiene su equivalencia en la medicina, en la cual debemos estar abiertos al debate de ideas y fundamentos que muchas veces nos hacen cambiar de opinión, por ejemplo, en cuanto al enfoque terapéutico de muchas enfermedades. Los médicos hemos sido entrenados para escuchar al que piensa distinto. Así lo hacemos en nuestros ateneos hospitalarios, en los congresos de cada especialidad y en nuestra práctica cotidiana. Lo que muchas veces vemos en la política es la descalificación y, si es posible, la cancelación del que opina distinto.
En medicina es de gran importancia cuidar la integridad y estabilidad de las funciones del organismo. Esto lo denominamos homeostasis (conjunto de fenómenos de autorregulación). En política hemos asistido, desde hace mucho tiempo, a una desnaturalización de los organismos de control. En medicina son múltiples los principios y debates éticos que modelan nuestra conducta. Un principio básico de la medicina es la conocida locución latina primum non nocere (lo primero es no hacer daño). Este principio debería ser considerado antes de la implementación de toda decisión política. En medicina también nos guiamos por un enunciado que debería ser un axioma en la arena política: “no todo lo que se puede hacer se debe necesariamente hacer”. En nuestras decisiones médicas consideramos múltiples factores en el análisis de la toma de decisión antes de aplicar un tratamiento. Hay resultados que se muestran como positivos en nuevas terapias pero que no resisten el análisis crítico de su significación clínica.
Esto nos remite, en el plano político, a las propuestas de “experimentos” para, por ejemplo, “dinamitar” estructuras. Se trata de iniciativas que impactan por su audacia, pero que parecen no tener el aval de un análisis exhaustivo de sus consecuencias y la forma de resolver los previsibles daños colaterales.
Otra expresión médica utilizada en política surge cuando se propone “cirugía mayor”. En medicina, toda cirugía mayor requiere, en el posoperatorio, ubicar al paciente en cuidados intensivos. Esto no siempre se contempla en política. No parece razonable hacer cirugía mayor en forma ambulatoria. Una expresión utilizada en ambos ámbitos es la “mala praxis”. Está muy claro que no genera las mismas consecuencias en política que en medicina. Las demandas por responsabilidad profesional generan, tanto por la vía penal como por la civil, consecuencias importantes a los médicos.
En política, la mala praxis no genera consecuencias. Personajes que han fracasado reiteradamente cuando les tocó gestionar alguna área se “reciclan” mágicamente y reaparecen como el ave Fénix. Ni siquiera hay una condena social. Lo mismo ocurre con el compromiso con la verdad. Con la posverdad como instrumento de comunicación política, mentir rinde rédito y no genera mayores consecuencias. Así como a la medicina se le exigen elevados estándares de calidad para seguridad de los pacientes, los ciudadanos debemos ser más exigentes con nuestros políticos para lograr, algún día, una oferta electoral de calidad. Esa exigencia cívica será el resultado de una educación pública de calidad. Sin este insumo (la educación) o con ese insumo claramente deteriorado, estaremos condenadas a un círculo vicioso crónico en el cual todo se seguirá nivelando hacia abajo, dado que nuestros políticos seguirán surgiendo de una sociedad cada vez menos exigente, y eso nos remitirá a épocas pretéritas en las que se compraban “espejitos de colores”. Félix Lonigro expresa al final de un excelente artículo (La Nación, 26 de abril de 2023) lo siguiente: “Se necesita imperiosamente en esta materia [la cultura cívica] que aparezca un nuevo Sarmiento”.
No se trata, el presente texto, de una proclama de la antipolítica. Todo lo contrario. Es una expresión del deseo de disponer de la mejor calidad política posible. Es expresión también de la orfandad política que sienten muchos argentinos desalentados y cansados de votar el mal menor. Está claro que el futuro de los proyectos personales y los sueños colectivos de una sociedad argentina en terapia intensiva dependerá de la calidad de las decisiones “terapéuticas” de nuestros políticos.
Profesor adjunto de la cátedra de Oftalmología de la Facultad de Medicina de la UBA; doctor en Medicina (UBA)