Máximo, el oficialista vergonzante
CFK ya dio a entender en su última carta que prefiere el dedo a la lapicera; Alberto Fernández acepta el juego, pero es probable que le cueste más digerir las reacciones del hijo
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Es altamente probable que el Presidente hubiera estado mirando televisión en ese momento. O que alguien le hubiera avisado. El debate se había puesto interesante. Esa noche, hace dos domingos, en la pantalla de C5N, la diputada del PTS Myriam Bregman y el productor agropecuario Eduardo Buzzi, asesor del oficialismo, discutían por varios temas: el acto del 10 de diciembre en la Plaza de Mayo, la CGT, el acuerdo con el FMI. Buzzi respaldaba la gestión del Gobierno y Bregman lo corría por izquierda. “En lugar de defender a los aliados, sos funcional al macrismo”, protestó el exruralista. “¡Funcional a la derecha es marchar con la Sociedad Rural, no me digas esas frases hechas de Twitter!”, le contestó Bregman. “Ya fui al psicólogo, ya está resuelto: eso prescribió”, terminó Buzzi. En ese momento, al exintegrante de la Mesa de Enlace le llegó un WhatsApp de Alberto Fernández. Lo felicitaba y le agradecía.
El Presidente quisiera tener más defensores así. Acalorados. No es una suposición: es lo que admite en conversaciones privadas en que sale, por ejemplo, el tema del acuerdo con el FMI. ¿Por qué sus funcionarios no se exponen con la energía de Buzzi para explicar que, sin entendimiento con el organismo multilateral, resultará impensable una salida económica? La respuesta es bastante obvia: hace rato que en la Argentina pocos se inmolan por lo políticamente incorrecto.
Esta preocupación por quién apuntala la gestión se percibe en realidad de todo el peronismo. En los gobernadores, por lo pronto, y especialmente en los intendentes más cercanos a la Casa Rosada. Es cierto que algunos de ellos son también bastante críticos con el Presidente. Creen que la necesidad de que aparezcan referentes que lo apoyen en público parte en primer lugar de los errores que, cada tanto, él mismo comete como orador. Pero quisieran ver, por ejemplo, al jefe de Gabinete, Juan Manzur, en esa función. “Por algún motivo, Juan no lo hace y tampoco lo coordina”, explicó un líder comunal que recomienda una agenda diaria o semanal diseñada por la Secretaría de Medios: qué funcionario hablará con qué dirigente, a qué programa de televisión podría ir o con qué radio hablar. Hay una verdad incómoda detrás de estas quejas: en el fondo, estos peronistas extrañan a Cristina Kirchner. “Es cierto –admitió uno a este diario–. Esas dos horas en las que marcaba los temas y se explayaba. Pero ella también saturaba: no es tan fácil”.
La vicepresidenta ha decidido tomar distancia. “Mira desde afuera, con el dedito en alto, para ver qué hacen los demás”, describió un funcionario que advierte en la actitud ventajas y desventajas. “Que la vea de afuera es positivo, pero sería mejor que lo del dedito no fuera en público: eso desgasta”, agregó. Todo no se puede: la jefa ya dio a entender en su última carta que prefiere el dedo a la lapicera.
Alberto Fernández acepta el juego. Entiende que ella necesita mantener esa porción del electorado sobre la que ha construido un histórico liderazgo. Es probable, con todo, que le cueste más digerir las reacciones del hijo, Máximo. ¿Era necesario empezar la semana cuestionando al FMI en plena negociación? ¿Por qué la terminó ayer detonando el proyecto de presupuesto y, tal vez, la confianza del FMI? ¿Lo hizo a propósito? ¿Es al lugar donde lo llevó, sin querer, el instinto kirchnerista? El diputado habla a veces como un opositor. O peor: como oficialista vergonzante. Su discurso parece con frecuencia menos cercano al de Buzzi que al de Myriam Bregman. Un psicólogo diría que esa es su zona de confort. Por eso hay inquietud sobre lo que dirá hoy, en San Vicente, cuando asuma finalmente como jefe del peronismo bonaerense. En el Frente Renovador dicen que será un acto chico. “No hay mucho para festejar”, advirtieron ahí. Los camporistas prometen en cambio una gran celebración. El miércoles, en comunicación con radio El Destape, Máximo Kirchner cuestionó al FMI por “goloso”, aunque dijo estar seguro de que el Gobierno llegaría a un entendimiento: “Si hay algo seguro respecto de cuando llegue el acuerdo es que tiene 116 votos seguros de Cambiemos”. He ahí la contradicción: ¿Martín Guzmán debería confiar más en la oposición que en sus propios compañeros? ¿Y pasará lo mismo cuando se vuelva a discutir el presupuesto?
Es cierto que Juntos por el Cambio no es una fuerza uniforme. Pero el respaldo de algunos opositores parece a veces más evidente y genuino que el del Instituto Patria. Rodríguez Larreta, por ejemplo, ejerce la moderación por supervivencia: suele decir que, como pasó en 2001 con Duhalde y en 1989 con Cafiero, las grandes crisis pueden llevarse puestos no solo a los gobiernos, sino también a referentes de la oposición. Un habitual relevamiento del politólogo Patricio Hernández sobre 1,5 millones de reacciones en Instagram, Facebook y Twitter fue demoledor en diciembre: más del 70% de los usuarios tiene una percepción negativa de su dirigencia. El 32% considera a los políticos como una “casta repleta de privilegios”, el 17,5% cree que son “empleados públicos que trabajan para su beneficio”, el 16,2% los ve como “oportunistas” y un 6,3% los vincula con la corrupción. Apenas 27,9% los considera “servidores públicos que trabajan para alcanzar el bienestar general”.
¿Supondrán los kirchneristas que las críticas por izquierda no afectan la relación con el Fondo? Fue la vicepresidenta la primera que entendió hace un mes y medio, después de la reunión que Alberto Fernández y el ministro de Economía tuvieron en Roma con Kristalina Georgieva, la urgencia de acordar. Desde entonces, lo aceptaron todos. Massa refuerza esa necesidad en privado: esta semana, cuando ni se sospechaba que sería Máximo Kirchner quien tumbaría finalmente el diálogo con macristas y radicales, planteó que la no aprobación del presupuesto minaría la negociación con el organismo y responsabilizó por eso a la oposición.
Es cierto que el FMI no es el único problema que tiene la Argentina. Pero reencauzar esa relación muestra un rumbo de racionalidad económica. Anteayer, en el seminario que organiza todos los años con proveedores, y mientras compartía escenario con Manzur, Paolo Rocca definió como “importantísimo” ese acuerdo para lograr estabilidad y visión de futuro. Parecía optimista. “No es el momento de dejar la Argentina –dijo–. Porque hay muchos que lo hacen; todos ustedes habrán tenido alguno que dice: ‘Yo me voy, me voy a buscar un trabajo en otro país, me voy a mover mi empresa a otro lugar’… Han sido años difíciles; la pandemia no ha ayudado”. Pero el líder de Techint condicionó las oportunidades de negocios a una normalización macroeconómica. “Una vez que se encamine una dinámica de largo plazo, porque es muy difícil hacer hoy sin saber cuáles son los términos en los cuales la Argentina va a estar en los próximos cuatro meses”, explicó.
Momentos después, cuando el jefe de Gabinete contestaba a una pregunta de José Luis Andrin, presidente de la proveedora Sijam, sobre la carga impositiva, e insistía con la relevancia del rol del Estado en la pandemia, Rocca interrumpió: “Un comentario, me parece muy importante: yo estoy de acuerdo con que el rol del Estado es muy importante. Necesitamos un Estado presente. Pero no podemos tener un sector privado ausente. Al final, el crecimiento viene del sector privado. Es el motor. Podemos tener el coche pero, si no tenemos el motor, no vamos a resolver la pobreza del país”.
Manzur se movía en la silla. “Es correcto eso. Pero también tiene que haber un Estado que sea normativo y que proteja a los sectores más vulnerables. De eso hablo cuando digo Estado presente”, contestó. El dilema es demasiado complejo para conciliarlo en palabras. Los recursos son escasos, la inflación supera el 50% anual, el gasto crece y el salario real está en el nivel más bajo de los últimos 16 años. No alcanza ni con 20 voceros ni 100 felicitaciones por WhatsApp.