Matar por una causa: nada más horrible, nada más humano
Israel: no es fácil ensayar palabras inteligentes cuando irrumpe lo peor de nosotros; la neutralidad de los biempensantes ante el fanatismo no es una opción, porque está en juego nuestra vida en común
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En un pasaje de Todo fluye, una de la novelas más conmovedoras sobre fanatismo que se hayan escrito en la era contemporánea, el escritor soviético de origen judío Vasili Grossman pinta a un comunista cabal de los tiempos estalinistas. Y demuestra, contra lo que suele afirmarse, que nada hay más humano que la crueldad de una persona imbuida de convicciones: las llamamos bestias, monstruos, las animalizamos para no hacernos cargo de que el crimen es un deseo que, si no se reprime y castiga, vuelve una y otra vez a escena porque anida en nuestra esencia.
“El futuro reino mundial le parecía infinitamente bello y por eso Merkel estaba dispuesto a utilizar la más despiadada violencia”, escribe Grossman. “Era bueno por naturaleza, nunca había aplastado con la palma de la mano a un mosquito que le chupara la sangre, sino que lo habría apartado con un delicado golpecito de la mano. Si sorprendía a una chinche en la escena del delito, la envolvía con un trozo de papel y la sacaba fuera, a la calle.
“Su dedicación al bien y a la Revolución estuvo marcada con la sangre, la ausencia de piedad hacia el sufrimiento.
“Coherente con los principios revolucionarios –continúa– había enviado a la cárcel a su propio padre, había testificado contra él en el tribunal de la Cheka (policía secreta del régimen) regional. Cruel y sombrío le había dado la espalda a su hermana cuando fue a suplicarle que intercediera por su marido, acusado de saboteador.
“Dulce como era, se había mostrado despiadado con aquellos que tenían ideas diferentes. La Revolución le parecía un ser indefenso, infantilmente confiado, rodeado de traiciones, de la crueldad de los malhechores, del lodo de los corruptores.
“Y él era despiadado (solo) con los enemigos de la Revolución”.
No es fácil ensayar palabras inteligentes cuando irrumpe lo peor de nosotros, como ha sucedido en la reciente masacre terrorista desatada desde la Franja de Gaza. No habrá, todos lo sabemos, una buena solución para la tragedia que se ha desencadenado. Ignoramos si habrá paz alguna vez, pero sí sabemos que no la habrá por ahora y que veremos todavía mucha sangre correr.
Porque somos lo que somos, una vez que se desata la ira, solo la ira parecería aliviar el desgarramiento más absurdo, el dolor menos imaginado. Niños, mujeres, hombres de trabajo, familias enteras reducidas a recuerdos prematuros, convertidos en presas de otros seres humanos que han decidido golpear y poner en jaque nuestra condición de animales pensantes. ¿Cómo soportarlo?
Hemos escuchado en estos días de angustia infinita calificar a los terroristas de Hamas de monstruos o bestias. Quizá sea un recurso retórico necesario para no sentirnos pares de quienes han sido capaces de cometer actos tan crueles y aberrantes. Es probable que no sea este el momento para poner los adjetivos en su lugar. Sin embargo, no creo que se trate de monstruos, sino –como la criatura de Grossman– de fanáticos, en todo caso una de las peores cualidades inherentes a la condición humana. Personas que, invocando una causa, siempre están dispuestas a exterminar a todas aquellas que no quieran someterse a sus designios, a aceptar sus verdades excluyentes. Por eso matan y torturan. Como seres humanos, no como animales.
Al bestializarlos, lo único que logramos es atenuar también la responsabilidad de quienes salen a su encuentro para relativizar la responsabilidad de sus acciones, a los cultores del “sí, pero”, amantes de las buenas causas en abstracto, idealistas de gabinete, pacifistas de Perogrullo. Hay en esa actitud una tácita justificación de lo imperdonable: los terroristas habrían perdido su condición humana como resultado de ciertas premisas que los llevaron a actuar como actuaron.
Lo hemos visto en la reacción de gobernantes y dirigentes políticos que se sienten compelidos a condenar los crímenes, anteponiendo un rezo exculpatorio: “yo condeno, pero no olvido sus padecimientos ni la injusticia que sufren”. Amén.
La “bestialización” del terrorismo (permítaseme el neologismo) es una excusa, asimismo, para atenuar otros deseos: ponerlos por fuera nos allana el camino para la venganza. Como se trata de bestias, actuaremos como bestias. No, los terroristas no son bestias, sino que se comportan como tales, que es algo muy distinto. Solo los seres humanos somos capaces de abrazar fundamentalismos, de eliminar al distinto, porque naturalmente tendemos a la uniformidad y a la dominación. Como enseñaba Amos Oz, autor de una pequeña joya titulada “Contra el fanatismo”, se trata de una condición que, para inhibirla, debemos, primero, ser conscientes de que la llevamos adherida a la piel. Solo si la expulsamos, seremos capaces de actuar en consecuencia.
Diferenciarse de los fanáticos es una tarea irredimible. Quienes queremos convivir entre distintos, estamos dispuestos a soportar matices, renunciamos al uso de la fuerza bruta para imponernos ante los demás, aborrecemos la idea de que el fin justifica los medios. Aceptamos el reino de la ley. Vamos, incluso contra nuestros propios instintos.
La retórica de ciertos sectores identificados con el progresismo, que se excusan de manifestar su rechazo a los criminales, resulta también abominable. Ofende nuestra inteligencia. Negar la condena explícita o equiparar padecimientos es, en definitiva, una de las caras de la complacencia. Será, en todo caso, una buena razón para conformarnos con lo que somos. También sabemos que se derramará ahora más sangre, porque la venganza –otra exclusividad puramente humana– calma la sed. Pero es imprescindible que dejemos a los animales y a las bestias en su sitio. Cuanto antes reconozcamos nuestra fragilidad, más probabilidades tenemos de expulsar los vicios en el purgatorio.
Así como en la Argentina una parte de sus ciudadanos no aceptó las aberraciones cometidas en nombre de la pacificación o de la supuesta peligrosidad del extremismo de izquierda –y unieron sus voces en el Nunca Más–, quien hoy mira a Israel entristecida no puede enjuagarse la boca con brebajes relativistas.
Lo que veremos de ahora en más –aunque pueda brindar el alivio momentáneo que otorga la venganza– no nos devolverá felicidad, sino que lo aceptaremos como una rémora de lo que no pudimos evitar. Será otra de las consecuencias de nuestro fracaso. No intentaremos, como lo hacen quienes atenúan la responsabilidad del terrorismo, justificar lo injustificable. No hay guerras buenas. En todo caso, hay guerras que no pueden evitarse. Pero toda guerra es una tragedia, una rémora de lo peor de nuestra especie.
Estamos ante lo irremediable. No es el momento de empezar por las conclusiones. Israel sufrió una agresión que constituye una afrenta a la humanidad, que pone en peligro la paz mundial y que tiene responsables claramente identificados: el terrorismo internacional, alentado por la teocracia iraní. Ya habrá tiempo de analizar muchas de las causas que confluyeron en esta sangría, incluido el comportamiento de los líderes del país agredido, sus apetencias de perpetuación y hegemonismo. Pero en esta hora solo nos cabe condenar a quienes han acribillado y mutilado a ciudadanos inertes, apoyar a los sobrevivientes en su justo reclamo de justicia, acompañarlos en su dolor y en el espanto. Aceptar que allí, en el límite de Gaza, nos han degradado y reducido a nuestra peor condición.
Los argentinos, que hemos padecido dos atentados brutales que aún permanecen impunes, sabemos de qué se trata. También sabemos que la paz es imposible sin justicia. Por eso, cuando Israel sufre y se defiende, nuestro lugar está junto a su pueblo, como su pueblo estuvo junto a nosotros cuando fuimos perseguidos por el terrorismo estatal.
Nos han declarado la guerra. La neutralidad no es una opción porque está en juego nuestra vida en común.
Periodista. Miembro del Club Político Argentino