¿Más universidades o más calidad universitaria?
El Gobierno refuerza, en todos los órdenes, la cultura del facilismo y alienta la idea de que las cosas no se conquistan ni se ganan con esfuerzo, sino que se conceden desde el Estado “ampliando derechos”
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“Joven argentino: no te esfuerces por llegar a la universidad; la universidad te la hará más fácil y se ocupará de llegar a vos”. Este eslogan podría sumarse, en cualquier momento, a las costosas campañas de propaganda oficial. El Gobierno refuerza, en todos los órdenes, la cultura del facilismo. Y alienta la idea de que las cosas no se conquistan ni se ganan por la vía del esfuerzo, sino que se otorgan y se conceden desde el Estado a través de “la ampliación de derechos”. Nunca falta la retórica del falso progresismo para disfrazar la simple y llana demagogia.
Un párrafo del farragoso discurso presidencial ante la Asamblea Legislativa debería tomarse como una confesión reveladora: “Nosotros queremos asegurar que cada día sea más fácil acceder a la educación universitaria… la universidad debe acercarse al alumno que quiera estudiar”. El objetivo, entonces, no es que los jóvenes accedan a la universidad, sino que la universidad acceda a los jóvenes: una idea que condensa la trampa del facilismo que ha debilitado los cimientos del sistema universitario y de la educación en general. Es un concepto reñido, incluso, con las ideologías de izquierda a las que el populismo no representa ni interpreta, y se presume que tampoco ha leído: “No se trata de llevar el arte al nivel del pueblo, sino el pueblo al nivel del arte”, decía Lenin, el teórico del marxismo.
Las nociones de exigencia, selección y mérito han sido estigmatizadas por el poder y confinadas a un diccionario maldito. Representan “la exclusión”, “la Argentina para unos pocos” y “la eliminación de tus derechos (y derechas)”. Esta cultura, que el oficialismo ha explotado y exacerbado, pero no inventado, ha hecho que el sistema universitario confunda “democratización” con facilismo. La mayoría de las facultades han eliminado los exámenes de ingreso y flexibilizado al máximo las condiciones de regularidad. Esto significa que ni siquiera se exige aprobar un mínimo de materias por año para mantener la condición de estudiante regular. Es un modelo que no existe en ningún país del mundo, ni siquiera en los admirados por el populismo argentino. ¿O era “fácil” ingresar a la universidad pública de Chuquisaca en la Bolivia de Evo Morales?
Esta es la clave para entender datos que hoy resultan asombrosos: la mitad de los ingresantes a la Facultad de Medicina de La Plata son extranjeros. ¿Vienen atraídos por el prestigio científico y académico? No, vienen “porque es fácil” y porque lo paga otro. No se les toma examen, no se les exige un promedio destacado ni un ritmo intenso de estudio; tampoco una contraprestación después de graduarse. En muchos casos, ni siquiera se les pide que vayan a la facultad. Medicina, en La Plata, se ha convertido casi en una carrera virtual después de haber descubierto, con la pandemia, el confort de la enseñanza remota.
Pero el Presidente quiere “asegurar que cada día sea más fácil” acceder a la enseñanza superior. Impulsa, entonces, la creación de ocho nuevas universidades nacionales de un plumazo. En algún caso, se trata de la conversión en nacional de universidades provinciales (como la de Ezeiza) con el evidente afán de cooptarlas políticamente. Otros responden a la ambición de intendentes o caciques que buscan crear más burocracia, más resortes de poder y, de paso, más centros de militancia y adoctrinamiento partidario.
¿El país necesita expandir su sistema público de enseñanza universitaria? ¿Con qué sentido estratégico? ¿Para fomentar qué carreras o especialidades y para responder a qué demanda? ¿Cuáles son las prioridades del Estado en materia educativa? ¿Hay que multiplicar la enorme oferta de carreras de grado o garantizar la educación inicial, reforzar la escuela primaria y bajar la deserción en el nivel medio? El debate en torno de estas preguntas brilla por su ausencia. No hay datos ni diagnósticos rigurosos que avalen esas iniciativas. Se apela a la retórica ampulosa de “la educación para todos”, mientras se esconde bajo la alfombra un sistema cada vez más desigual: la mitad de los adolescentes argentinos no terminan la escuela secundaria, pero sí financian una universidad a la que nunca llegarán. Los resultados de las pruebas Aprender muestran indicadores dramáticos: la mayoría egresa de la primaria sin herramientas para comprender un texto elemental y sin poder resolver operaciones básicas de matemática.
¿Dónde están las prioridades? La Argentina tiene un grave déficit de jardines de infantes y en el conurbano se desmorona la infraestructura escolar. La doble jornada parece un objetivo lejano y los recursos destinados a la formación de maestros y profesores se escurren en los oscuros laberintos del sindicalismo docente. Sin embargo, durante los gobiernos kirchneristas se crearon 17 universidades nacionales (ya hay 58 en todo el país, muy por encima del estándar internacional en relación con la población) y a algunas de las que tenían antigüedad y prestigio les asignaron cajas millonarias a cambio de alineamiento y disciplina política. Un caso típico es el de La Plata: convirtieron a la universidad en una gran empresa estatal, que hasta construyó un hotel, una línea ferroviaria y un canal de televisión propios. Todo fue tan llamativo que el diario El Día puso la lupa sobre las declaraciones patrimoniales de autoridades del rectorado.
Asistimos, entonces, a un doble propósito: crear una mayor burocracia universitaria (más cargos, más militancia rentada, más cotos propios y estructuras de negocios) y acentuar, al mismo tiempo, el populismo universitario. No sería extraño que, por este camino, se llegue a la entrega de títulos profesionales sin exigir la aprobación de toda la carrera. Haría juego con la ideología que subyace detrás de la última moratoria previsional: si hay jubilaciones sin aportes, ¿por qué no podría haber títulos universitarios sin cursadas aprobadas? Ya lo propuso Kicillof: que se prohíba repetir y sea más fácil pasar de año, mientras se regalan viajes de egresados. Es toda una arquitectura ideológica que tributa a un principio troncal, también citado por el Presidente en la apertura de sesiones: “Donde hay una necesidad, hay un derecho”. ¿Y donde hay un derecho no hay una obligación? ¿Qué es una necesidad en la era de la autopercepción? El populismo hace silencio. Se desentiende de las consecuencias y del futuro: alguien lo pagará. Cuando estalle el sistema jubilatorio (si es que ya no estalló), se le echará la culpa a otro. Cuando los pacientes sean atendidos por médicos sin formación, nadie se acordará del alegato de Alberto Fernández a favor del facilismo universitario ni unirá los cabos sueltos de la tragedia argentina.
¿Las universidades deben florecer en todos lados, como sí deberían hacerlo los colegios, los jardines de infantes y las escuelas de oficios? La creación indiscriminada de casas de altos estudios implica, inexorablemente, una devaluación del sistema. La idea de “llegar” a la universidad supuso, históricamente, el sacrificio y la experiencia enriquecedora de cierto desarraigo. Eso generaba movilidad social e integración cultural. Ayudaba a forjar el carácter de los jóvenes y el sentido del esfuerzo y la responsabilidad. Consolidaba, además, el espíritu cosmopolita y vibrante de las ciudades universitarias. La distancia no era, necesariamente, una barrera económica. Las pensiones, albergues y comedores universitarios fueron siempre muy accesibles y propiciaban la convivencia policlasista. El esfuerzo del Estado, en todo caso, podría dirigirse al otorgamiento de becas que deberían ganarse con otra palabra maldita: mérito.
Varios presidentes de la democracia son un ejemplo de esa saludable movilidad: Alfonsín vino de Chascomús a estudiar a la UBA; Menem fue de La Rioja a la Universidad de Córdoba, y Kirchner vino de la Patagonia a La Plata. No eran hijos de familias ricas. Tampoco perdieron la pertenencia a su terruño. ¿De dónde sale la idea de que las universidades deben acercarse a los jóvenes y no los jóvenes a las universidades? En la respuesta se conjugan intereses políticos e ideas paternalistas de gobiernos que conciben al ciudadano como cliente y al Estado como un barril sin fondo.
Por supuesto que puede haber una expansión territorial de la oferta universitaria, y en muchos casos garantizará una evolución. Tal vez la Patagonia necesite una mayor cercanía para formar ingenieros en petróleo, y el norte, una mayor oferta en carreras vinculadas a la explotación del litio o las energías renovables. Pero cada proyecto debería ser el resultado de planificaciones estratégicas y debates profundos, además de una cuidadosa evaluación de costos. ¿El país necesita más abogados y psicólogos? Crear universidades a pedido de los intendentes, en apurados “paquetes” legislativos, se parece más a un revoleo irresponsable de “cajas” y facilidades que a una política universitaria consistente y con visión de largo plazo. ¿Necesitamos más universidades o más calidad y más transparencia en las universidades que tenemos? ¿Necesitamos más burocracia o más becas? Es un debate que no se resuelve con eslóganes y oportunismo, sino con responsabilidad y visión de futuro.