Más transparencia y control de la presidencia como institución
Los escándalos que involucran al expresidente Alberto Fernández, tanto los de la causa de los seguros como las denuncias de abuso de poder y violencia de género por parte de Fabiola Yañez con sus múltiples derivaciones, obligan a pensar e identificar posibles mecanismos jurídicos y burocráticos que desalienten o impidan que vuelvan a ocurrir estos graves hechos que se imputan y que deberá investigar la Justicia. ¿Es factible crear salvaguardas o dispositivos institucionales específicos para jefes de Estado o figuras políticas relevantes (ministros, secretarios de Estado, etc.) que anulen los descomunales umbrales de discrecionalidad, desidia e impunidad con los que pudo haber actuado quien desempeñó la máxima magistratura que establece nuestra Constitución?
El clima de época no favorece este debate, en especial a partir del reciente fallo de la Corte Suprema de los Estados Unidos (Trump vs. United States) que, según los críticos, otorga a su presidente un amplísimo margen de inmunidad en la toma de decisiones, similar al de una monarquía absoluta. La mayoría de jueces conservadores que respaldaron esta interpretación no consideran que implique poner a los presidentes por encima ni al margen de la ley, pero la minoría de magistrados de inclinación más “liberal” (“progresista”, en nuestros términos) alertaron que pone en peligro el futuro de la democracia. En nuestro entorno, Roberto Dromi y Miguel Pichetto se manifestaron a favor de una concepción similar, mientras Javier Milei reivindica la Constitución de 1853, que, según la propia concepción alberdiana, creaba la figura de un rey por seis años como titular del Poder Ejecutivo. Vale decir, reniega de los evidentes y valiosos esfuerzos de los constituyentes de 1994 por mitigar los elementos más hiperpresidencialistas de nuestra carta magna.
En el mismo sentido, o tal vez incluso peor, durante su reciente visita a la Ciudad de México, Cristina Fernández de Kirchner alabó a su jefe de gobierno interino, Martí Batres Guadarrama (“casi casi me lo llevo de candidato a la Argentina”, dijo en su cuenta de X): un hombre que rescató la Constitución peronista de 1949, con componentes corporativistas y contraria a la tradición liberal-republicana, y la asoció con la Constitución mexicana de 1917, que luego de la violenta etapa revolucionaria que vivió ese país contribuyó a lograr, en especial a partir de 1930, una larga etapa de orden y estabilidad política con un esquema hiperpresidencialista sin reelección, definido por Mario Vargas Llosa como “la dictadura perfecta”.
En el kirchnerismo duro, la versión de 1949 siempre fue considerada un paradigma conceptual a contemplarse a la hora de revisar los fundamentos ideológicos de nuestro ordenamiento institucional, alucinación que algunos pocos creyeron posible durante la breve utopía de “Cristina eterna” (2012-2013): una influencia política rápidamente despilfarrada gracias a los innumerables errores no forzados de esa época, como el pacto con Irán, el caso Ciccone, la radicalización de la guerra contra los medios independientes, el desastre energético (incluyendo la malhadada nacionalización de YPF) y la manipulación de las estadísticas del Indec.
A pesar de estos sombríos precedentes, es fundamental mejorar los dispositivos institucionales orientados a transparentar el proceso de toma de decisiones públicas, en particular en el corazón del Poder Ejecutivo, para evitar la discrecionalidad, el clientelismo, la desidia o el mal uso de recursos de los contribuyentes (sobre todo mediante el empleo público) para fines partidarios o personales. Se destaca en ese sentido la figura del inspector general, instaurada en los EE.UU. en 1978 como parte de los esfuerzos posteriores al escándalo de Watergate y que incluyó otras leyes similares, como los Sunshine Acts (“Gobiernos a la luz del sol”), tanto a nivel federal como estadual (evita la opacidad de las agendas de actividades de los principales funcionarios y obliga a reportar el contenido de sus reuniones, más aún cuando involucran intereses privados o la asignación o ejecución de gasto público), y las leyes de libre acceso a la información pública (FOIA, Freedom of Information Act), que nuestro país aprobó en 2016 (ley 27.275, tal vez el legado institucional más relevante del gobierno de Cambiemos). Recordemos también la importancia de regular el lobby que dispone la Lobbing Disclosure Act de 1995.
El inspector general está autorizado a participar sin previo aviso de cualquier reunión que se realice en una oficina pública. Tiene acceso permanente a las computadoras personales de los funcionarios y puede revisar oficinas, escritorios y archivos. Es como un policía que permanentemente vigila que se cumpla con las normas de transparencia que rigen en la administración pública y que impiden, por ejemplo, designar familiares o amigos en cargos relevantes, incluyendo asesores o apoyo secretarial. De hecho, el Ejecutivo puede designar un máximo de 4000 funcionarios que abandonan su cargo al final del mandato, 1200 de los cuales requieren la conformidad del Senado, como ocurre en nuestro país, por ejemplo, con la designación de embajadores y los ascensos militares. Podría incluso considerarse la obligación de registrar en audio y video todas las reuniones de los funcionarios públicos de alta jerarquía para, en caso de que exista alguna denuncia, revisar su contenido y descartar cualquier tipo de comportamiento inadecuado o ilegal.
Algunos especialistas estiman oportuno considerar que aceptar un cargo de alta jerarquía en el aparato del Estado (en los tres poderes o a nivel provincial y municipal) debería ser un agravante significativo a la hora de definir potenciales penalidades ante delitos o infracciones a los códigos de ética. Para predicar con el ejemplo y revertir el manto de sospecha que existe a menudo sobre el funcionamiento de la cosa pública, estos deben ser rigurosos; los funcionarios deben comprometerse a respetarlos cuando juran o asumen y deben quedar establecidas las mejores prácticas que regirán la administración pública. La cultura de la integridad y el cumplimiento de la ley no tiene hasta ahora un lugar de privilegio en nuestro acervo de valores y costumbres. Es necesario fijar estándares muy estrictos, en especial en este contexto de animus societatis transformacional que se ha generado en la Argentina.
Se discute también la obligatoriedad de realizar concursos por oposición y antecedentes para ocupar cargos en la administración pública, algo que el país debió haber implementado hace mucho tiempo. Sin embargo, debería considerarse una visión más ambiciosa que incluya un exigente régimen nacional del servicio civil, con muy claras pautas que regulen la contratación de personal en el sector público, incluyendo el temporal o mediante convenios con organismos internacionales, universidades y organizaciones del tercer sector. Ese régimen debe incluir un plan estratégico de fortalecimiento del personal administrativo del Estado, con mecanismos apropiados de selección, promoción y calificación permanente de sus integrantes.
Puede argumentarse que estos dispositivos institucionales no serían suficientemente eficaces para evitar comportamientos aberrantes como los que presumiblemente pudieron haber ocurrido recientemente en nuestro país. Pero sin duda contribuirían a conformar un sistema mucho más transparente y riguroso y a mejorar los estándares de integridad, como ocurrió en las principales empresas con los criterios contemporáneos de compliance.ß