Más que un año, una época
Parece una eternidad, pero solo han pasado 365 días desde que Javier Milei pronunció su primer discurso presidencial, bajo el cielo abierto de Montserrat, de espaldas al Congreso y de cara a miles de seguidores. Fueron doce meses intensos; sí, rocambolescos, potentes, inéditos, neokitsch, vertiginosos, impredecibles. Tan cargados de sentido que, por momentos, sentimos que estamos pisando otra época. “El Estado te cuida”, las filminas de Alberto Fernández, “Quédate en casa”, vacunas, el caso Chocolate, el Covid-19 suenan como ecos lejanos.
En cierta medida, la fusión entre las comunicaciones electoral y gubernamental del mileísmo explica esta percepción de cambio de era. Dicha amalgama tiene nombre: batalla cultural. Desde aquella primera aparición titubeante en Hora Clave, en abril de 2015, Milei buscó que su imaginario se convirtiera en sentido común. En la calle, la radio, los podcasts, en TikTok, en (X), en universidades y en documentales, siempre mantuvo los dedos en el enchufe, entendiendo que la verdadera victoria no reside en hacerse con el poder, sino en generar un consenso social que responda a su sistema de valores.
Milei atravesó el bullying del macrismo en sus horas altas y el invierno kirchnerista cumpliendo con los tres mandatos que el sociólogo alemán Hartmurt Rosa caracteriza a la tardomodernidad: crecimiento, innovación y rapidez. En términos comunicacionales, esto significa una producción continua y a gran escala de mensajes; ruptura estética y sustantiva con el menú político tradicional; y velocidad para instalar -sin culpa ni eufemismos- agendas que la derecha vernácula tenía empolvadas.
Precisamente, la agilidad del libertarismo es un diferencial con respecto a otro colectivo que comprendió el poder simbólico y moral en el ajedrez político: el kirchnerismo. Este fue un dispositivo cultural hegemónico de la teledemocracia. Tristán Bauer, 6,7 y 8, las cadenas nacionales, Pakapaka, la telegenia de Cristina y su oratoria de largo aliento, Grupo 23, todo estaba diseñado para la comunicación de masas. Un paradigma más lento que el actual, con infraestructura pesada -programación, rating, horarios fijos, cortes comerciales, recursos humanos, estudios, grandes máquinas, etc.-, temporalidad intermitente y flujo vertical descendente (de las élites a la ciudadanía).
En otra dirección, la batalla cultural del actual oficialismo se libra en el éter de las redes sociales. El relato denso, setentista, orgánico y curado del kirchnerismo, hoy es sustituido por microrrelatos espontáneos, veloces (pero ideologizados), individuales, compactos y listos para circular en un reel de 35 segundos.
Cristina intentaba configurar en soledad el debate público. De ella dependían los plot twist de su fuerza política. Sin su verbo, el campo nacional y popular estaba mudo. El tejido libertario, en cambio, está descentralizado. Si bien la comunicación puede nacer, y así sucede en muchas ocasiones a través del celular del presidente, también es común que cualquiera de sus líderes de emoción pública encienda la llama. Puede ser Agustín Laje, Nicolás Marquez, @TommyShelby_30 o comunidades virtuales como La Derecha Diario o Agarrá la Pala. Hay un rey, pero también un enjambre activo.
Esta mecánica reticular es lo que le permite al gobierno actual centralizar fácilmente la discusión política. Al ser un relato coral, en el cual todos pueden (o deben) aportar su dosis diaria de significado, su capacidad viral y escalatoria es elevada. Casa Rosada distribuye, pero también recolecta mensajes. Como mínimo, los actores no gubernamentales comparten el contenido disruptivo producido por las principales autoridades de sentido; como máximo, lo generan ellos mismos y alcanzan el sueño del pibe libertario: que Javier Milei circule un posteo suyo y le preste por un rato el trono del trending topic. Incentivo suficiente para tener todo el día los dedos pegados al teléfono.
Además, si no está inspirada la colmena digital libertaria, está la opción internacional. El triunfo de Trump, la portada The Economist o un mimo de Elon Musk: todo sirve para estructurar la realidad con las temáticas y el vocabulario propios. Este es el motor de la batalla cultural: definir el entorno con nuestras palabras, no con las del rival.
Más que un calendario, hemos cruzado un portal hacia otra época. Justamente, la batalla cultural consiste en pasar la página de la historia sin que la sociedad se dé cuenta. Que si, hace unos años, decíamos en un asado con amigos, casi orgullosos, el término “Estado”, hoy nos tapamos la boca antes de pronunciarlo. Aunque este triunfo lingüístico no es solo mérito de Milei. La actual oposición, en su totalidad, también tiene responsabilidad. Ellos fueron el prólogo. Los que no cuidaron palabras esenciales como “política” o “servicios públicos”. Como decía un anarquista genuino, Pietr Kropotkin: “La tempestad tiene origen en el pasado, en las regiones lejanas. La bruma fría y el aire cálido lucharon durante mucho tiempo antes de que la gran ruptura del equilibrio -la tempestad- se formara”.
Director del Máster en comunicación política de la Universidad Camilo José Cela y del Laboratorio Digital de Narrativas Políticas.