Más que planes sociales
Por razones muy comprensibles- y lamentables- los planes sociales están en el centro de la discusión política. Lo que fue concebido como una herramienta para ayudar a la transición hacia una vida más digna, se ha convertido en una foto no solo de la decadencia argentina, sino -y sobre todo- de los peores vicios de la mala política. Usados como excusa populista para mostrar” sensibilidad” mientras se destruían todas las herramientas que podrían permitir la generación de trabajo y bienestar, acabaron siendo instrumentos de acumulación política territorial por métodos deleznables, rayanos en la esclavitud de los “beneficiarios”.
La tolerancia social ha llegado a un límite y es esencial resolver este tema con una perspectiva estructural, que vaya más allá de oportunismos coyunturales y de negociaciones puntuales con las organizaciones.
En lo que hace a los planes mismos, hay decisiones políticas elementales en aras de la transparencia , como el control de su focalización, para descartar abusos y aun carencias; y la definición de un programa ordenado de contraprestaciones eficientes que establezcan obligaciones, necesarias por razones éticas pero también de mejor impacto sobre la vida de las personas.
Pero es esencial que este tema no ocupe todo el espacio intelectual y político necesario para revertir la espantosa cronificación de la pobreza que condena a millones de personas. Y para ello, debemos ante todo ganar una batalla política y aun cultural acerca de las causas profundas de este drama, y que consiste en desterrar a la disociación que el populismo ha impuesto entre economía y pobreza, negando la importancia de la estabilidad macroeconómica y sus incentivos naturales para la creación de empleos de calidad. Baste ver que en la última década el sector privado no generó empleos de esa índole.
Dicho esto, que ya suena como muy elemental, cabe entonces remarcar la cantidad de dimensiones que deberemos afrontar si es que pretendemos revertir el drama. Una mirada estructural sobre el tema pobreza nos lleva a campos que son obvios y a otros menos evidentes, en una perspectiva que combine acciones de corto, mediano y largo plazo.
El Estado es un actor esencial- que ha sido prostituido por el mismo progresismo que lo ensalza-; que requiere una profunda transformación conceptual: ponerse operativamente al servicio de los derechos de los ciudadanos, en especial los más pobres. Hoy es un ámbito de privilegios que no tiene ninguna obligación objetiva de lograr ni mostrar resultados. Por ello, se impone una agenda que vaya desde los criterios básicos de administración de los recursos- incluyendo la obligación de la evaluación obligatoria de impacto-, hasta una nueva discusión del rol del Estado nacional vis a vis las administraciones descentralizadas. Y, obviamente, una decisión política muy resuelta acerca de los derechos y obligaciones de los empleados públicos, comenzando por los de la educación; donde el sistema político debe llegar hasta donde sea necesario para defender los derechos de los más pobres; sin descartar algún mecanismo plebiscitario que consolide definitivamente las reformas. Cabe preguntarse en este punto por qué los movimientos sociales son tan complacientes con quienes en definitiva protegen sus excesivos derechos en detrimento de las personas que ellos dicen representar. Afortunadamente se están desarrollando propuestas creativas sobre la reforma educativa integral que generan muchas esperanzas.
La misma perspectiva social deberá informar las discusiones acerca de las trabas que existen para la generación de empleos de calidad. El actual sistema es definitivamente oligárquico: protege a los que están adentro en detrimento de quienes quieren entrar. Mucho se ha escrito y se está avanzando en este campo; así como en el del sistema previsional. Serán decisiones complejas pero inevitables que deberán tomarse en el primer día del nuevo gobierno si- insisto- las ponemos en una perspectiva sistémica del problema de la pobreza y la exclusión.
Un tema especialmente crítico es el de la niñez y adolescencia, que cada vez más se han convertido en el factor de reproducción irrecuperable de la pobreza; aumentado por el impacto del Covid. Las evidencias que brinda regularmente ODSA-UCA muestran que se necesita no solo una acción genérica- como el sustento alimentario- sino integral , que cubra en el territorio cada uno de los dramas; y que van desde la nutrición hasta el abandono escolar. Resolver este drama es de una enorme complejidad; y solo se puede lograr con visión clara, capacidad administrativa y decisión política; ya que abarca campos como el trabajo comunitario ( hoy dominado por la política); las técnicas de intervención y sobre todo un acuerdo federal que haga que queden claras las responsabilidades y objetivos. Las actuales diferencias territoriales son inaceptables; y en su mayoría están basadas en politización e ineficiencia.
En el corto plazo, debería iniciarse un programa masivo de recuperación de las capacidades perdidas por el Covid para evitar que se sigan cronificando sus efectos. Hay numerosas experiencias internacionales que pueden discutirse y aplicarse, si se dejan de lado los frenos ideológicos y operativos que han caracterizado al populismo.
Visto desde cualquier perspectiva objetiva, el populismo se ha convertido no solo en el mayor generador de pobreza de nuestra historia sino que -peor aún- ha comprometido de modo irreversible el futuro de millones de personas. Al derruir la educación en lo cuantitativo, cualitativo y valorativo; restringir la generación de y accesos a empleos de calidad; impedir un futuro sustentable basado en la previsibilidad económica; y apropiarse de la dignidad de las personas con la politización de lo social, ha generado heridas muy difíciles de cerrar en corto plazo.
Por ello es que además de las profundas reformas económicas e institucionales que hemos de implementar, debemos integrar este tema en la agenda con una perspectiva sistémica que va mucho más allá de los perversos planes.