Más que 13 razones para decir basta
Empecé a ver la segunda temporada de 13 razones porque ( 13 Reasons Why ) en estado de alerta.
La historia gira otra vez en torno a Hannah, la chica que se corta las venas en el baño de su casa después de haber sido víctima de una violación y de sobrellevar cotidianamente los sobresaltos de un bullying escolar impiadoso: las mujeres son "zorras", los populares abusan de los nerds y los machitos persiguen desviaciones. La serie de Netflix recrea el lado oscuro de la experiencia adolescente a través de las historias de un grupo de chicos de una escuela secundaria de California. La violencia, la soledad, el machismo, el miedo a la discriminación, junto con la indolencia o el desconcierto de los adultos, son el paisaje mismo de la vida cotidiana. Nadie alza una voz, más allá del lamento solitario de las víctimas, nadie dice que es posible hacer algo para que la vida sea diferente.
Podría decirse que aun con sus estereotipos y sus evidentes golpes bajos (incluida una escena de violencia escolar de una brutalidad incomprensible y un cierre que cede a los bajos instintos del rating), la segunda temporada corrige algunos errores (por ejemplo, se cuida de embellecer o idealizar el suicidio), promueve que los padres vean la serie con los hijos porque a veces es una buena manera de empezar a hablar y retrata con sensibilidad un estado de cosas naturalizado hasta hace muy poco tiempo: el sexismo en la vida escolar, la vulnerabilidad de las mujeres, la opresión de la norma heterosexual, la amenaza de las armas cuando están en manos tan jóvenes, la ley del más fuerte que también acorrala a los varones.
Pero hay un momento en particular en que esta temporada parece dar una vuelta de tuerca. Jess, víctima de una violación por parte de un compañero, pide la palabra ante el tribunal que debe juzgarlo. Les pide a los jueces que haya condena para que su agresor y todos los demás aprendan y para que ellas sientan que a alguien le importa, que su historia importa. Pero, de pronto, la que habla no es Jess, sino su madre o Hannah, o una de sus compañeras, o la madre de otra, el rostro de todas esas otras mujeres de la serie que, como en una cinta sin fin, van dando también su testimonio, situaciones de acoso de cuando eran niñas, o más grandes, en la calle o en la casa, con un tío, con un pastor de la iglesia o en el trabajo, como si la experiencia de tantas mujeres de distintas edades, razas y orígenes pudiera hilvanarse hasta formar una memoria común.
Imposible no escuchar los ecos del #MeToo en esa catarsis. "A mí también me pasó, a mí también me pasó", dicen las mujeres de 13 Reasons Why, y no solo las adolescentes.
Hasta ese momento, los peores abusos se sucedían sin romper el cerco de la tragedia individual, sin que ningún personaje levantara la voz, una voz pública, para cambiar las cosas. Nada sugería en el guion que lo personal es político.
Pensé en los chicos de Atlanta que después del último ataque con armas en una escuela decidieron intervenir en la discusión política. En defensa propia, decidieron pasar a la acción. Y pensé si hay en la vida -en la vida privada y en la vida social- un gesto más saludable que ese, pasar a la acción. Pensé en la marcha de hoy y en las anteriores. Pensé en el último escándalo de un conductor de la televisión barata y en lo rápido que se escucharon las reacciones. Pensé en una nota de la BBC durante la primera gran manifestación de 2015: "Más de 660.000 tuits de #NiUnaMenos. La indignación argentina que trascendió fronteras". Pensé en la nota que publicó hace unas semanas The New York Times: "La victoria del activismo feminista en la Argentina". Pensé en el valor de los aprendizajes sociales. Y en que, como siempre, la acción ciudadana marca el camino.