Cultura: más guías, menos gurúes. La crítica se reinventa
Ante el avance de booktubers y los poderosos algoritmos de Facebook o Google, la tradicional tarea de orientar los consumos culturales debate su nuevo lugar
"Le tengo más temor al Hombre de Letras (así, con mayúscula), al Señor Culto (ídem), que a los chicos que andan por YouTube hablando sobre libros con amor y desprejuicio." Quien así habla no es, justamente, un abanderado de la tabula rasa digital. Escritor, traductor y editor, Damián Tabarovsky es de los que aman los libros. Los libros en papel. Pero también es alguien que se sabe inmerso en una época donde, si bien los libros parecen a salvo de su tan proclamada "muerte", no ocurre lo mismo con algunas prácticas culturales que siempre les fueron afines. Por caso, la crítica: alguna vez intocable terreno del canon y la orientación de los consumos culturales, hoy instancia cada vez más desplazada por booktubers, foristas y los algoritmos con los que Netflix, Facebook, Amazon, Spotify o Google seleccionan información y dirigen la navegación en las inabarcables aguas de Internet.
Pero la de Tabarovsky no es una mirada ingenua: "Me parece que la crítica cultural, o más aún, la mirada crítica en general, se encuentra amenazada de muchas formas, no sólo por el auge de lo digital, sino por un clima de época profundamente antiintelectual y reaccionario". Para este editor, la lógica de lo digital supone un doble reto; por un lado, la puesta en discusión de los mecanismos de control social que anidan en redes sociales, celulares y cámaras. Y, por el otro, "el desafío de poder acceder a la experiencia de lo digital, ingresar por sus intersticios y usarla para reconfigurar la capacidad crítica".
Cambio de época
Efectivamente, el estatus tradicional de la crítica está amenazado. Su principal oponente no tiene rostro ni voz humana; es un dispositivo digital e inesperadamente polémico: el algoritmo de búsqueda. Es decir, los programas que, gracias a un cálculo matemático, detectan las preferencias de consumo de los internautas y, basados en esos historiales y estadísticas, seleccionan los contenidos que cada cual ve en la pantalla. Entre otras cosas, el algoritmo se traduce en los "también te podría interesar" que asoman cuando uno se detiene en algún material subido a una red social, una publicación digital o un servicio de streaming. Sus defensores sostienen que, en medio de la desbordante marea de contenidos que inunda la Web, los algoritmos, veloces y precisos, son herramientas imprescindibles para organizar la navegación. Incluso académicos como Franco Moretti, integrante del Literary Lab de la Universidad de Stanford (litlab.stanford.edu), están incorporando programas y algoritmos como herramientas para el análisis literario. "En un mundo donde por primera vez el conocimiento total del presente parece posible a través del Big Data, una mente, por más sagaz que sea, no puede abarcar casi nada -reflexiona Franco Bozini, editor de la publicación digital Informe Escaleno-. Pero cada mente, cada persona, puede hacer las preguntas que desee y acceder a experiencias que el algoritmo le propone. Los consejos de música, lugares de vacaciones, libros que nos sugiere el algoritmo salen desde lo más oculto de un archivo al cual jamás tendríamos acceso. De alguna manera los algoritmos son la revancha de los perdedores." Ése, quizás, es uno de los grandes puntos: la decadencia de una dinámica marcada por las jerarquías, las voces selectas y el trato asimétrico, y su posible sustitución por modos horizontales y alérgicos a cualquier noción de aristocracia cultural. Pero no hay paraíso sin sombras. "Los algoritmos también tienen su riesgo -alerta Bronzini-, porque vale la pena recordar que al menos en el corto plazo aún son manipulados."
Con algo de esto se desayunaron, el mes pasado, muchos usuarios de Facebook. El escritor noruego Tom Egeland publicó en su muro una de las más estremecedoras piezas de la historia de la fotografía: aquella que el norteamericano Nick Ut tomó, a principios de los años 70, en Vietnam. Un grupo de niños aterrados, huyendo de los estragos del napalm y, en el centro, una niña desnuda. Alguien o algo (¿el algoritmo?) interpretó esa desnudez como pornografía infantil. Al ritmo frenético con que estas cosas ocurren en las redes, la cuenta de Egeland fue cerrada, y censuradas las de los medios o personalidades que, en solidaridad con el noruego, decidieron subir la misma foto. No parecía haber modo de que alguien -o algo-, en el seno de una de las más poderosas redes sociales, entendiera que la dimensión "perspectiva histórica" puede ser un elemento decisivo en la organización del flujo de datos.
"Mark: contratá editores", escribió la periodista Hinde Pomeraniec, en este diario, en relación con el affaire Egeland. "Tiene que incorporar smart curators", podría haber pensado el periodista y escritor francés Frédéric Martel. Autor del provocativo artículo "La crítica cultural ha muerto. ¡Viva la smart curation!", Martel celebra lo que considera el fin de los veredictos autorizados. Pero considera que con eso no basta. "La smart curation ofrece una solución alternativa -explica-. Es un doble filtro que permite sumar el poder del Big Data y la intervención humana; será hecha por quienes utilizan las palabras y quienes se sirven de las cifras." Es decir, un nuevo tipo de especialista, provisto tanto de datos numéricos como de conocimiento de la trama cultural, que se ocupe de seleccionar contenidos en la Web.
Burbujas
"Un horrible error en el algoritmo de Facebook provoca la exposición a nuevas ideas." El titular encabeza una de las últimas ediciones del diario satírico The Onion. "Como los mejores titulares de The Onion, podría ser cierto", señala, por su parte el periodista Jaime Rubio Hancock en Verne. Porque la broma apunta uno de los grandes riesgos del reinado algorítmico: la posibilidad de que cada internauta viva sumido en una "burbuja de filtros" confortable y eternamente igual a sí misma. "El conjunto de contenidos sobre el que preferimos navegar habitualmente (sexo, chismes o información relevante en términos muy personales) no equivale al conjunto de contenidos que necesitamos conocer", asegura el activista digital Eli Pariser en BrainPickings.org, el blog de la escritora y crítica Maria Popova. En esta línea, Caitilin Dewy, crítica del Washington Post especializada en cultura digital, alerta: "Los algoritmos son cajas negras. Ni Facebook ni Google ni Pinterest explican las complejidades de su código".
¿La discusión sobre el algoritmo es, también, una discusión política? El sociólogo francés Dominique Cardon, autor de A quoi rêvent les algorithmes, piensa que sí. "Los algoritmos producen mundos, pero si los hacemos funcionar de otro modo, pueden producir otros mundos", comentó a Télérama. "Al individualizar la jerarquía de la información, el algoritmo reenvía la responsabilidad sobre la elección del internauta. Le dice: ?Si sos curioso, te volveré más curioso. Si no lo sos, peor para vos'." Pero esta suerte de "toma de control" subjetiva supone un problema, señala Cardon: de modo similar a lo que ocurre fuera de la Web, la riqueza o pobreza de los consumos digitales finalmente dependen del capital social y cultural con que cuenta cada internauta. Lo que actualiza la discusión sobre el factor humano en el acceso a la información digital.
"Los algoritmos no son una amenaza, sino una herramienta. Y el uso revela que las herramientas no compiten entre sí -comenta Axel Cherniavsky, doctor en Filosofía por la UBA y la Universidad de París-. Gracias a los algoritmos, la crítica puede volverse un lujo, un arte, una ciencia, quién sabe. El tiempo dirá." Por su parte, Bronzini augura que, más que extinguirse, los críticos modificarán su función en la dinámica cultural: "Serán guías, y no gurúes; propondrán ideas en lugar de crear canones".