Más allá del arte de la identificación
Leo libros escritos por mujeres; ahora mismo, quiero decir, todos los que están en mi mesa de luz lo son. No es intencional. Es más, si me pongo a pensar rápidamente hasta creería que mis escritores favoritos son hombres, pero no lo sé. ¿Qué pregunta es esa? Fue la casualidad lo que encendió esta suspicacia cuando la otra noche estaba a punto de dormir y un ojo miope se entretuvo en escanear los lomos de esa pila desprolija que se va formando al costado de la cama.
Leo historias y reflexiones en estos días. Vuelvo sobre Apegos feroces, de Vivian Gornick, feminista de medio siglo (el primer ensayo de otro libro, Mirarse de frente, traducido al español y publicado por Sexto Piso, cuenta cómo el feminismo la salvó en los 70). Pero Apegos... es, principalmente, sobre el vínculo con su madre y sus vecinas del edificio donde creció, que fue su escuela, y también sobre su historia y la de otras familias judías del Bronx. Y sobre esas tres relaciones amorosas que marcaron su vida desde que a los 24 se casó con un pintor y pensó que había resuelto el asunto: tenía un marido y una mesa de trabajo a la que sentarse a escribir. Sin embargo, a los 35 ya era una divorciada que vagaba por Nueva York, gran ciudad que retrata de forma extraordinaria.
Qué placer será tener "cerca" a Gornick en la próxima edición del festival de literatura Filba, aunque a esta altura todos hemos sacado ya conclusiones sobre la balanza de lo que nos da y lo que nos quita esta virtualidad de la pandemia. Me gusta pensar que ella, con su cabello recogido y la mirada trasparente de la foto de solapa, se conectará cerca de una ventana como las que ilustran las tapas de sus libros, tal vez desde el Lower Manhattan, de donde salieron tantas caminatas compartidas.
Como escribe Jonathan Lethem (orgulloso de ser un hombre prologando ahora las memorias que Gornick escribió en 1987 y que vuelven a imprimirse como un "clásico"), la identificación es un fuerte de este volumen autobiográfico. Pero aclara que no se refiere a la "identificación facilona que supone la condición de mujer", que no la creería yo tan "facilona", si se me permite dialogar: no da para citar la cantidad de libros de mujeres en los que no encontré ni atisbo de correspondencia. Es más, podría ser que en ese arte de conseguir hacer eco esté la razón de tener tantos ejemplares de autoras en la mesa de luz.
No sabemos a ciencia cierta que Elena Ferrante sea una mujer; en un momento –antes de coquetear con la idea más divulgada, que su identidad se esconde detrás de su traductora– se llegó a decir que la mente que creó la saga de las Dos amigas podría ser varón. Durará menos el misterio marketinero que el que sostiene su última novela, La vida mentirosa de los adultos (Lumen), desde el comienzo alimentada por un secreto familiar que desespera a una adolescente que también indaga en su identidad. ¿Quién no ha hurgado entre viejas fotos preguntándose por esos pedacitos de papel que les faltan a algunas así como la protagonista de esta historia, que intenta con cuidado sacar las capas de indeleble que cubren el rostro de un personaje familiar? Yo sí, si me disculpan tan "facilona identificación", que no empaña tampoco en este caso los verdaderos méritos de la novela.
De vínculos y secretos está hecha también La mujer poco probable (El Ateneo), otra novedad editorial de estos días, que Tatiana Goransky escribió alternando los puntos de vista de sus personajes. Si estuviésemos a punto de morir, ¿cómo veríamos nuestras acciones, qué pensaríamos? La leí de dos tirones, yendo de la cama a la estufa, rebotando entre las confesiones de Leo y de Martina, y de sus padres y abuelos, y de sus hijos y los de más allá. Mientras tanto, en el margen de esa trama ágil y atrapante que se va armando como un cubo Rubik, creí ver –tal vez por lo generacional, quizá por la danza que allí se baila o porque la escritura (aun la ajena) es un espejo donde podemos encontrarnos– la silueta de una mujer escribiendo un libro.