Martín Kohan y Carlos Gamerro: la Argentina, una violenta invención de la literatura
Ficción y realidad. Ambos escritores reconocen el poder de la narrativa para modelar una identidad nacional, la de este país, marcado aún por la falsa opción entre civilización y barbarie
Ambos tenemos un fervor por la literatura y una confianza, contra toda empiria, en la potencia de formación de imaginarios que tiene." Así describe Martín Kohan el impulso en el que coincide con Carlos Gamerro y que los lleva a ejercer la crítica literaria como una práctica que excede, sin desdeñar, los problemas puramente estéticos. Narradores de ficciones en las que la historia argentina suele aparecer revisada y parodiada, también cultivan en el ensayo la discusión política, señalando problemas que muchas veces sólo la literatura puede iluminar. Gamerro acaba de publicar Facundo o Martín Fierro (Sudamericana), un libro en el que, desde el clásico de Sarmiento hasta los autores del siglo XXI, analiza las imágenes e ideas ficcionales que le dieron forma a nuestra idiosincrasia nacional. En El país de la guerra (Eterna Cadencia), Kohan examina momentos clave de la historiografía argentina y ficciones para explicarse por qué la historia de la patria sólo suele contarse en clave bélica y guerrera. En este diálogo discuten algunos de los textos y mitos a partir de los que solemos imaginar la identidad argentina.
LN–¿Por qué sigue siendo un lugar común de nuestro pensamiento recurrir a la oposición de civilización y barbarie sarmientina?
MK– Es una oposición fascinante porque no funciona, es problemática ya en Sarmiento. Si funcionase sería fácil de refutar: de un lado la civilización, del otro la barbarie, una avanza sobre la otra hasta anularla. El corte tajante y límpido se empieza a enrevesar, a contaminarse y tener traspasos, por eso perdura. Noé Jitrik muestra cómo falla la oposición cuando el objeto deja de ser Facundo Quiroga y empieza a ser Rosas. En el debate de Alberdi con Sarmiento, Alberdi dice: "Usted escribe sobre la civilización como un bárbaro". Maristella Svampa sigue la historia de la dicotomía y muestra que lo más pobre que se ha hecho es invertirla: el revisionismo histórico le creyó a rajatabla a Sarmiento y lo dio vuelta, pero con las mismas divisiones. La oposición nos convoca porque es fascinante cómo la civilización se barbariza todo el tiempo, y también, como en el caso de Lucio V. Mansilla, cuando el civilizado acude al rancho de la barbarie y encuentra civilización.
CG– A partir del libro de Martín, pensaba que Sarmiento quiere construir una lógica de guerra para todo, la guerra y la política. Necesita ejércitos enfrentados donde de cada lado no haya sólo ideologías sino también individuos, uno dispuesto a aniquilar al otro, un modo de pensar que llega hasta la última dictadura. Pero su objetivo imposible es alinear los ejes de las divisiones sociales. Si pensamos en Estados Unidos, una sociedad que Sarmiento conocía bien, en el eje religioso están los protestantes y los católicos, pero el eje racial no está alineado con aquél, porque los negros son protestantes y los italoamericanos y los irlandeses, blancos, son católicos. En toda sociedad las diferencias significativas están cruzadas. Sarmiento se vuelve cada vez más radical en su esquema hasta que, en Conflicto y armonías de la razas en América, sólo existen blancos e indios: al indio se lo aniquila y queda una sociedad homogénea. Pero desde el Facundo el ideólogo también está en discusión con el novelista, y la veta iluminista con la romántica. Su fascinación con la barbarie se lee en cada oración. El peligro es la barbarie que se apropia del lenguaje. Como les pasa a Echeverría y a Ascasubi, en "La Refalosa", donde, al tratar de denunciar al federal le dan la voz, y ésta genera un exceso que, además de aterrorizar, fascina. Los mazorqueros de Echeverría terminan ocupando el espacio que el narrador pierde.
MK– A Sarmiento lo espanta que la barbarie pueda sistematizarse como organización estatal. En El matadero la barbarie está regulada: es un espacio definido, hay un juez, hay cobro de impuestos. En Martín Fierro hay un momento en que Fierro y Cruz asisten a la organización de un malón. ¿A qué le llamamos barbarie entonces? A una organización que no podemos ver.
LN– Ambos trabajan con Una excursión a los indios ranqueles, de Mansilla, y toman La guerra del Malón, de Manuel Prado. Son textos en los que se ve con mucha precisión la complejidad de la cultura indígena. ¿Por qué creen que no terminan de formar parte de la discusión sobre la identidad nacional?
MK– Lo que señalás es un ejemplo poderoso de cómo los imaginarios se construyen sin atender a la realidad: la Argentina se imagina "sin indios". En una recapitulación histórica aparecerían, pero en términos discursivos no se los ve. Lo "negro" de la expresión "cabecita negra", ¿qué es? Se suprime un tipo de identidad sobre condiciones sociales presentes. Es un efecto de la Campaña del Desierto, pero no sólo del discurso roquista –"la patria se constituye cuando se acaba con los indios"– sino también del discurso que denuncia el genocidio, que sin duda lo fue, pero que colabora con la idea falsa de que a los indios los mataron a todos. ¿Cómo introducimos este matiz de modo que no parezca una disculpa a Roca? La pura denuncia sin matices impide filiar la persistencia de un pasado indígena en el presente. También en la centralidad del Martín Fierro: el mito del gaucho incluye el hecho de que mata al indio. Los indios fueron masacrados y humillados en todos lados, en México también, aunque su identidad incluye una memoria indígena. Aquí construimos una memoria popular del gaucho matando al indio y al negro.
CG– El pasaporte de Fierro para volver de la frontera es matar al indio. En Indios, ejército y frontera, David Viñas lo señala como un momento casi psicoanalítico: está exorcizando al indio que tiene adentro, recién después puede volver.
MK– "Se me salió el indio", es una frase que todavía se usa (risas).
CG– La literatura permite ver, pero también invisibiliza. En el siglo XIX hay un discurso racista que se continúa hasta Leopoldo Lugones. El payador tiene momentos muy racistas que hoy ningún escritor podría escribir. Ese discurso se atenúa hasta la Segunda Guerra, con la crisis de los racismos europeos. Desde ese momento se convierte en una serie de prácticas sin discurso organizado, y siempre el racista es el otro. Por eso me gusta Cortázar cuando escribe "Las puertas del cielo", no desde lo políticamente correcto, sino desde la confesión: "Los negros me dan asco".
MK– Podría haber dicho "es el narrador", pero dijo "soy yo".
CG– Lo asume cuando lo entrevista Paco Urondo. En ese sentido me parece buenísima la frase de Oscar Masotta: "Soy un nudo de repugnancias que yo no he puesto en mí". Vivir en una sociedad racista sin discurso racial hace que esto circule como comportamientos y sentimientos; y al mismo tiempo nos pensamos como una sociedad sin prejuicios: "Mirá las cosas terribles que dicen los europeos". Y es interesante ver que esta estigmatización está en el autor popular del siglo XIX, José Hernández, mientras que el que critica el estereotipo del indio es el dandi cajetilla, Lucio Victorio Mansilla.
LN– ¿Como analizan la apropiación popular de un poema político como el Martín Fierro?
MK– No estamos detrás de ninguna identidad real popular o nacional, sino que la literatura nos permite ver cómo se inventa. Los trabajos de Josefina Ludmer y Julio Schvartzman sobre la gauchesca son muy reveladores. Por ejemplo: el hecho de que se pongan en boca de Martín Fierro frases que dice el Viejo Vizcacha. La voz de la "viveza criolla" y la del consejo moral están claramente diferenciadas en el poema, es el filtro popular el que las une. Para uno, que no es populista, es interesante volver al texto y ver a qué precio se genera el mito, por ejemplo, el borramiento de los indios y los negros.
CG– Un punto clave es la polémica que entabla Borges con Lugones. Si como quiere Lugones, el Martín Fierro es un poema épico, el personaje tiene que ser un dechado de virtudes a imitar. Lugones se las ve complicada para hacer de Fierro un paladín, porque su único acto caballeresco es matar al indio para defender a la cautiva. Martín Fierro convierte esa fabricación sobre el salvajismo de los indios en algo poderoso, creíble y eficaz. En cambio, si como plantea Borges el Martín Fierro es una novela, el protagonista pasa a ser un cúmulo de defectos, virtudes y contradicciones. Para mí sería ideal dar el texto en las escuelas y decir: "Nuestro poema nacional es un texto profundamente racista, ¿qué hacemos con esto?" Si decimos que es una novela, entonces no tiene que ser ni modelo ni ejemplo, pasa a ser un registro de nuestras posibilidades e imposibilidades. Martín Fierro funciona como un despliegue de posibilidades que la historia se encargó de actualizar: cuando veo los testimonios de la guerra de Malvinas, todos están copiando el poema. Dicen lo mismo que Fierro y Picardía: las trampas, los uniformes de verano para usar en invierno, el maltrato y la tortura. Por ejemplo, el estaqueamiento. Hubo otras torturas, lo hablé con los excombatientes, pero ésa es la que vemos como una imagen cierta. Es lo que la literatura vuelve visible.
LN– Los dos leen en clave literaria los libros de Ernesto Guevara, sobre todo toman los Diarios de motocicleta, Pasajes de la guerra revolucionaria: Congo y el Diario del Che en Bolivia. ¿Cómo piensan que fue posible construir un mito para la militancia con un personaje que tiene también sus rasgos trágicos de fracaso?
CG– Coincidimos en destacar un rasgo "beatnik" en el Guevara de Diarios de motocicleta. Luego viene la epopeya guerrillera, y después la tragedia, o mejor dicho la Pasión cristiana. El Che, con el ejemplo de su vida y sus escritos, quiere multiplicar las epopeyas victoriosas, pero salvo en Cuba la mayoría de los movimientos revolucionarios siguieron la línea heroico sacrificial o terminaron en ella. Esto puede leerse también en Juan Moreira, de Leonardo Favio: en su momento se vió como manifiesto político peronista-revolucionario, pero incluso entonces tenía mucho más de drama religioso-sacrificial. La apropiación marquetinera del Che no me interesa tanto, lo pop es así. Pero sí me interesa el tránsito de lo político a lo religioso.
MK– Ese cruce de imágenes Cristo-Moreira-Guevara es muy notable. Hay una impronta de orden sacerdotal en la figura del guerrillero.
CG– Me fascina la cosa quijotesca de Guevara de querer transmitirles las prácticas ascéticas revolucionarias a los ruandeses y congoleños, que no tienen esa moral ni en su historia ni en sus estructuras tribales.
MK– El fracaso del Che Guevara no fue en el combate sino en no poder combatir. Le pasa en el Congo, pero sobre todo en Bolivia, donde hay más trayectos que lucha. Ahí tiene una forma de encierro paulatino hacia la asfixia. En Guevara se destaca un gusto por el combate, por eso no sólo sale de Cuba por disidencias ideológicas, no quería ser un burócrata de la revolución. En África, como ya era "el Che Guevara", lo ponen en la cuarta línea, y él quiere combatir. Su fracaso es que no lo logra. Esta imposibilidad pasa a la figura mítica del Che, no sólo despolitizada, sino también vaciada de acción guerrillera: en un curso de cuarto año del secundario en el que daba clases vi a un estudiante con dos colgantes, uno del símbolo de la paz y otro del Che. ¿Qué pasa en ese cuello? Es un caso sintomático: el Che Guevara, por vía de Tango feroz, no ya beatnik sino hippie. Un desplazamiento pacifista muy extraño en un personaje netamente guerrero.
CG– Ricardo Piglia, en El último lector, destaca la influencia que la literatura tuvo en el propio Ernesto Guevara, un imaginario de la aventura que no lo abandonó nunca y que resultó nefasto, como pude verse en el Congo. Es evidente que él no tiene que estar ahí. Los líderes africanos se vuelven locos cuando lo ven. Hay un hecho incontrovertible: él es blanco, todos los demás cubanos son negros. El problema que tiene en el Congo es que tiene que hacer que combatan los africanos.
MK– En tu libro hay una imagen genial sobre el Congo: queda atrapado entre El corazón de las tinieblas, de Conrad, y Bananas, de Woody Allen.
CG– Cuando se encuentra con Nasser antes de ir al frente, éste le dice: "Vos viniste a hacer de Tarzán liderando a los nativos: no va a funcionar". Después se da cuenta de que el hecho de ser blanco anula todos los intentos de repetir el ejemplo de revolucionario modélico que funcionaba en Cuba. Lo ven como otro representante del colonialismo, aunque su signo político sea opuesto. Como Kurtz, el personaje de Conrad, sobre todo en la versión de Coppola en Apocalypse Now, se da cuenta de que su propia construcción imaginaria de lo que es un combatiente revolucionario está equivocada. Por eso llega de Cuba a Bolivia a partir del Congo; o tiraba la toalla o volvía a creer de nuevo. En el Congo no hay épica de la derrota, sólo hay disolución y fracaso.
MK– Pero sí en Bolivia. Si interrogamos a Sarmiento, su discurso en el Facundo triunfó y fracasó, también el General Paz triunfa y fracasa, y está el mito de Arlt como escritor fracasado. Es interesante esa tensión de los triunfos en el fracaso. El ejemplo del Che Guevara es la posición perfecta de la figura heroica que, habiendo triunfado, fracasa, y eso le suma a su imagen sin anular el triunfo.
CG– Todo esto que estamos hablando tiene sentido porque el Che escribe, podemos discutir sus textos como los de un escritor.
LN– En sus ensayos estudian distintas ficciones actuales sobre la política de los años setenta. Martín toma poemas de Fabián Casas y Ariel Schettini sobre la Masacre de Ezeiza, y Carlos revisa diversos relatos que asumen el punto de vista de los hijos de desaparecidos, como Nicolás Prividera y Albertina Carri en el cine, o Mariana Eva Pérez y Felix Bruzzone en la literatura. ¿Qué cortes ven allí con respecto a los discursos habituales sobre esa época?
MK– Hay un punto que me interesa y que me trajo algún dolor de cabeza en el libro. Durante la década del 80, hasta el juicio a las juntas, la coartada de la represión "algo habrán hecho" sólo podía contrarrestarse con una imagen de víctima pasiva. Recuperar un sujeto militante activo era funcional a esa idea. También decir que en los setenta hubo una guerra fue una justificación de la represión de Estado, y para contrarrestarla había que negar que la hubiese habido. Juan Carlos Marín dio una discusión que sigue abierta: ¿existe la posibilidad de recuperar una memoria colectiva en clave de guerra que no sea funcional a la justificación de la dictadura? No hablar de guerra, ¿supone suprimir de la memoria colectiva un proyecto de transformación revolucionaria por medio de la lucha armada, que no era sino guerra? El caso del Che Guevara es significativo por contraste. Cuando hay un triunfo es más cómodo hablar de guerra. Guevara alimenta los dos mitos, la victoria heroica y el sacrificio en la derrota. Pero frente a la pura derrota de la militancia armada, ¿no producimos un olvido de acciones de guerra previos a la dictadura? Es una zona que apenas aparece en la literatura contemporánea, desde Rodolfo Walsh, excepto en casos como el de Casas y Schettini (su libro se llama La guerra civil). Lo que está muy presente es una elaboración particular sobre la herencia de los años 70. No sólo de los hijos "reales" de desaparecidos, porque Julián Lopez, autor de Una muchacha muy bella, no lo es, y construye de todos modos una ficción así. Él, Mariana Eva Pérez o Albertina Carri narran desde una desactivación del homenaje; no con un gesto cínico, pero es... no sé si displicente.
CG– Yo veo displicencia en Los rubios, pero la justifico.
MK– Sí, es cierto, tenemos diferencias de valoración pero vemos lo mismo. Es una recuperación que elude el homenaje despolitizado: se escribe desde la experiencia concreta, con tensiones, contradicciones, vaivenes, cambios de estados de ánimo. Sobre todo desde el humor. ¿Por qué no preguntarnos si hubo una guerra, aunque no en el sentido en que lo decía Massera, y qué posibilidades hay de reírnos sin cinismo? La literatura reciente permite indagar esto bien.
CG– Es interesante cómo la literatura interactúa con otros discursos y prácticas: políticas de estado, instancias judiciales… Pensaba en Política y/o violencia, de Pilar Calveiro. Allí pregunta si el accionar de la militancia habría provocado o acelerado el golpe de 1976, ¿podemos indagar eso ahora sin justificar la dictadura? Estos cambios de foco son fértiles en y para la ficción. Como ocurre con la literatura de los hijos de desaparecidos y de militantes perseguidos, como el de Laura Alcoba en La casa de los conejos. El ejemplo de Julián López es perfecto, porque marca el momento en que ya no importa quién enuncia, cualquiera puede escribir una novela del género "hijo de desaparecidos" porque se define por el tema y la forma y no por la experiencia del autor. La posibilidad de crear un discurso ficcional independiente al de los Derechos Humanos se abre cuando se anulan las leyes de punto final y obediencia debida, y el indulto. Cuando la política de derechos humanos y la Estatal confluyen, aunque no sean las mismas, liberan a la literatura para decir otra cosa. Por ejemplo, el relato poderosísimo de Mariana Eva Pérez, en Diario de una princesa montonera, del reencuentro con el hermano apropiado. Es el contrarrelato de la historia con final feliz de Estela de Carloto y su nieto. Paradójicamente, la aceptación para toda la sociedad del discurso de los derechos humanos es la que le impediría contar su experiencia: "me reencontré con mi hermano pero lo detesto, no lo reconozco como tal". Y es la literatura la que lo permite, desde su lugar desplazado. Por algo Mariana Eva dice "Volveré y seré ficciones".
MK– La imposibilidad de decir no necesita de una prohibición. La cristalización de cierto tipo de discursos con los que uno puede estar de acuerdo también funciona como un obstáculo. Otro fracaso de "civilización y barbarie", ¿de qué lado lo ponemos? Es que no hay sólo dos lados. Otro punto que se usa como impugnación de los discursos revolucionarios: "los derechos humanos no eran valores para la militancia". Se dice: "ahora vienen con los derechos humanos, pero cuando ponían bombas…". En eso hay una verdad, pero no es la que ese planteo pretende, porque los valores eran otros, hay que interrogar otras cosas. La sociedad que se deseaba a largo plazo era la de la plena realización de la condición humana y sus derechos, pero a corto plazo había guerra.
CG– Me preocupa menos la condena de estos temas que la invisibilización. Para volver al siglo XIX: cuando estaba trabajando con Sarmiento y Alberdi fue difícil no caer en la simplificación "Alberdi bueno, Sarmiento malo; aquél pacífico, este beligerante". Por suerte releí Una nación para el desierto argentino, de Halperín Donghi, donde señala que Sarmiento aprende en Estados Unidos que la democracia es la beligerancia constante, la prensa "bárbara", el tirarse a matar, así funciona. En cambio Alberdi propone que sin sumisión a una figura de autoridad no habrá orden; en realidad, un esquema de paz autocrática y dictatorial. El esquema de guerra permanente que propone Sarmiento es, finalmente, el más democrático.
QUIÉNES SON
CARLOS GAMERRO
Narrador, ensayista y traductor
Es licenciado en Letras de la UBA, donde dictó clases hasta 2002. Publicó, entre otras, las novelas Las Islas (1998), El sueño del Señor Juez (2000), La aventura de los bustos de Eva (2004) y Un yuppie en la columna del Che Guevara (2011), y los cuentos de El libro de los afectos raros (2005). Es autor de ensayos sobre literatura argentina y la obra de Joyce, y traductor de literatura en lengua inglesa. (foto: izquierda)
MARTÍN KOHAN
Narrador, ensayista y docente universitario
Doctor en Letras, enseña teoría literaria en las universidades de Buenos Aires y de la Patagonia. Entre otras novelas, publicó Dos veces junio (2002), Museo de la Revolución (2006) y Ciencias Morales (2007), y los libros de relatos Muero contento (1994) y Una pena extraordinaria (1998). Dedicó ensayos a la figuras de Eva Perón y San Martín, y a la obra de Walter Benjamin. (foto: derecha)