Marina Garcés."El presente es incierto, pero no hay que caer en la tentación del miedo reaccionario"
La pensadora catalana denuncia la "falta de imaginación política" que está llevando a visiones catastrofistas del futuro, y rescata el componente colectivo y ético del nuevo activismo ecologista
El fin de los años 90 la encontró en las calles de Barcelona, su ciudad, participando en movilizaciones que denunciaban que el sueño de la globalización escondía sombras que pocos por aquel momento querían ver. La filósofa catalana Marina Garcés tenía veintipocos, y en aquellas jornadas iniciáticas supo que trabajo, acción política y afectos siempre serían caminos confluyentes en su vida. Así lo cuenta en su último libro, Ciudad Princesa (Galaxia Gutenberg), suerte de racconto donde vivencias y problemas intelectuales marchan de la mano: del vértigo de las acciones callejeras al doctorado en Filosofía en la Universidad de Barcelona; de la docencia en la Universidad de Zaragoza a la creación del Espai en Blanc (apuesta a la experimentación y el pensamiento en la era de las redes); del activismo a la trabajosa convivencia entre profesión y maternidad.
De paso por Buenos Aires, Marina Garcés, que reconoce como maestros a Gilles Deleuze y Michel Foucault -pero que también indagó en el taoísmo- asegura que lo suyo pasa por reivindicar "la dignidad compartida de los seres que convivimos, humanos y no humanos". Y que, en una época marcada por la incertidumbre, el desafío está en recuperar una política a la medida del ciudadano de a pie, que "baje" a lo territorial y de allí ascienda a lo global, y no a la inversa.
Poco antes de Ciudad Princesa, publicó Nueva ilustración radical (Anagrama), pequeño libro donde está el núcleo de sus reflexiones más recientes; ante todo, una invitación a recuperar el lazo entre saber y emancipación que proponían los primeros iluministas. Que nuestras vidas sean realmente vivibles: en la aparente simplicidad de este precepto se basa su severo cuestionamiento al modelo económico y político del capitalismo actual. "El sentido común de nuestra época es mortífero -asegura, en relación con la serie de catástrofes (ambientales, civilizatorias, energéticas) que se han naturalizado como parte de un futuro inevitable-. La pregunta es cómo contrarrestarlo sin hacer la trampa inversa, que es prometer futuros maravillosos o simulacros de salvación".
Al comienzo de Ciudad Princesa puede leerse: "Sé que las ideas y las formas de vida en las que creo no triunfan, pero que tampoco están perdidas". ¿A qué se refiere?
Al tipo de ideas y creencias que tienen que ver con la dignidad compartida de los seres que convivimos, humanos y no humanos, porque la dignidad no es solo humana, es relacional: cómo nos relacionamos con lo que nos rodea, con aquello con lo cual tratamos, con aquellos con quienes convivimos. Muchas veces los relatos críticos, emancipatorios, tienen que justificarse con falsas promesas. Eso es lo que yo quería evitar, sin que hacerlo implicara adoptar una estética del fracaso o del victimismo. Se trata de estar en lo conseguido, pero también en lo inacabado de todos nuestros compromisos, vínculos, luchas, propósitos.
¿Aceptar la incertidumbre?
Exacto, hay una gestión emocional de la incertidumbre por parte de muchos tipos de poderes políticos, mediáticos, culturales, que hacen de la incertidumbre un caladero de miedos acerca de lo que no sabemos. Y si encima ese no saber está teñido de amenazas y conflictividad, es muy fácil cosechar impotencia y actitudes, tanto individuales como colectivas, a la defensiva. Hay que ver, entonces cómo estar en lo incierto, cómo estar en lo que quizás ahora no podemos imaginar en forma de futuros compartidos, sin caer en la tentación del miedo reaccionario.
¿La gran dificultad sería que carecemos de esos grandes relatos que, hace uno o dos siglos, anunciaban cómo iba a ser el mañana?
Se ha invertido la relación entre los grandes relatos y sus creadores. Y se está imponiendo un gran relato, que es el del apocalipsis. Sin un futuro claro y sin una imaginación política que apunte en una dirección clara, nuestra época comienza a estar condicionada por los relatos de un final. Cada cual lo viste a su modo: catástrofes ambientales, el final de una raza (desde posiciones racistas), el final de una civilización, el final de los recursos energéticos, la extinción. Es un imaginario muy potente, que está adquiriendo las características de un relato único. Si no hacemos un esfuerzo de contraimaginación política, a lo que tiende todo es a que nos imaginemos un futuro muy negro. Es el sentido común de nuestro tiempo. Y es muy potente, políticamente hablando, porque se basa en las pasiones más primarias del ser humano, que son la preservación y el miedo a extinguirse. La pregunta es cómo contrarrestar este tipo de nuevos catastrofismos sin hacer la trampa inversa, que es prometer futuros maravillosos o simulacros de salvación.
¿Qué ha quedado de consignas que en algún momento fueron muy convocantes, del "Otro mundo es posible" de la antiglobalización al "No nos representan" del movimientos de los indignados?
Pienso que los movimientos colectivos, o los momentos de creatividad social, no son lineales. Me imagino este tipo de procesos sociales como un mar que tiene olas, unas muy fuertes, otras suaves, que nos muestran el movimiento de las cosas, los ritmos de la vida colectiva. Un mar que también tiene corrientes que no son tan evidentes, que no tienen un lugar o un año de referencia, pero que van desplazando estados de conciencia, maneras de estar en relación con el mundo o los otros. Si hacemos esta lectura menos lineal, podemos ver que en los últimos 20 años ha habido un desplazamiento de la conciencia colectiva, que ha llevado a cierta deslegitimación del sistema capitalista global. Es decir, cierta deslegitimación de eso que a finales de los años 80 se presentaba como el único sistema posible tras la cancelación de la articulación bipolar del mundo (capitalismo y comunismo, en sus distintas versiones). En los 80 el capitalismo aparecía como hacedor de un mundo único, globalizado, que reunía a toda la humanidad en un proyecto único porque había demostrado ser, no el mejor en términos absolutos, pero sí el que prometía una vida mejor a mayor parte de la humanidad. En esa época, quienes no pensábamos así éramos o muy marginales, o muy radicales o muy románticos, o muy enfermos.
O muy punks.
[Se ríe] Sí, era el inconformismo, la rabia, las fugas estéticas. En mi caso, fue el gesto de irme a estudiar filosofía. Pero en estos 20 años hubo un desplazamiento de la conciencia respecto a eso frente a lo cual todo lo demás se consideraba una disidencia marginal. Los márgenes han crecido, han surgido otras prácticas, modos de producir, de alimentarse; maneras de amar, de compartir. Y cuando aparecen las crisis, cuando empiezan a estallar las burbujas financieras, cuando se ve que ese sistema único no promete una vida mejor, el concepto de desarrollo y de progreso entran en crisis.
¿Qué piensa de quienes opinan que, en realidad, tras la crisis financiera de 2008, no se movieron demasiadas estanterías políticas o económicas?
Tengo la sensación de que no solo cambiaron muchas cosas, sino también que ha sido muy grande el temor de los poderes establecidos, económicos, políticos, mediáticos, a la autoorganización, a la protesta, al hartazgo y a las posibilidades de cambio reales. Por eso la reacción es tan fuerte.
¿Por ejemplo?
En el caso de España, para ver por qué no sigue habiendo el mismo tipo de movilizaciones que en 2011 [aparición de los Indignados], hay que mirar el historial de represión. No es solo que hayan surgido nuevos partidos o que la falta de resultados agote los ciclos de protesta, sino que ha habido ciclos de represión importantísimos. En 2015 se aprobó la llamada ley mordaza, que tipifica como delitos penales toda una serie de acciones, desde fotografiar una intervención policial hasta colgar carteles de convocatorias o retuitear. Después del 15-M de 2011 se organizaron marchas por la dignidad, la plataforma de afectados por la hipoteca, acciones en defensa de la vivienda, cooperativismo, escraches a políticos e inmobiliarios; luego empezó una escalada represiva que apelaba a formas de penalización administrativa vía multas, judicialización de la vida activista, y hasta penas muy duras de cárcel. Los niveles de represión están ahí, con diferencias de país a país. Ese es un trabajo por hacer: develar cuáles son las historias de represión actual, y qué consecuencias tienen sobre la capacidad de movilización. La precarización de la vida es otra forma de represión.
¿Acciones globales como el paro de mujeres o los "Viernes por el futuro" impulsados por Greta Thunberg son indicios de un nuevo sentido de lo político?
Todas estas expresiones actuales, como el movimiento ecológico -que no es el ecologismo anterior, de preservación de algo intocado, sino que es realmente situarnos en un medio ambiente expuesto a sus propios límites-, no han hecho más que empezar. La crisis ambiental, que produce una parte importante de las migraciones, de las guerras, de los privilegios actuales (como vivir en zonas menos amenazadas o afectadas por el cambio climático) está generando respuestas colectivas, éticas, materiales: una geografía política que despertará nuevos actores.
En Barcelona surgió un movimiento contra la industria turística, cuyas críticas comparte. ¿Por qué?
Parte de la globalización ha sido un proceso de mercantilización del espacio público y del valor de las ciudades. Se van convirtiendo progresivamente en ciudades-empresa, que generan su propia marca y se insertan en el mercado global de las ciudades. Cotizan para los inversores, para el turismo, todo es un valor de marca que se ofrece a distintos mercados. Parte de la construcción de la llamada globalización tiene que ver con esto. Por eso nos olvidamos de la relevancia de los Estados nación; todo parecía estar en las ciudades, los flujos comerciales, las comunicaciones globales, todo ese mundo red cuyos nodos son las ciudades-marca y sus capacidades para atraer flujos de circulación de bienes, personas y capitales. En lo que hace a la vida en común, esto tiene consecuencias catastróficas. El capital inversor llega a una ciudad y luego desaparece, como si se tratara de la explotación de una mina: llega, la vacía y se va. La inversión turística hace lo mismo; descubre un nuevo paraíso o una nueva ciudad interesante, y desembarca con todo su potencial de activación y creación de actividad económica. Pero sus criterios son los del beneficio a corto plazo y la explotación intensiva y rápida de un solo recurso. Por eso hablo de extractivismo turístico, porque los criterios son los mismos; ver cuánto valor podemos extraer en el menor tiempo posible de algo que acabamos de descubrir. Todo eso forma parte de la globalización de las ciudades, que a veces se confunde con el municipalismo político. Justamente, creo que tendríamos que repensar las tradiciones municipalistas, ancladas en un lugar y en las relaciones entre lugares. Para hacer de los lugares verdaderos espacios de vida y de relación: dinámicos, abiertos, no impuestos desde arriba ni por un Estado ni por un mercado que nos dice cómo tenemos que vivir, a qué ritmo y a qué precio.
¿Podría mencionar algún caso de este tipo de experiencia?
En Cataluña hay una tradición municipalista antigua, que remite a la tradición de las ciudades-república renacentistas, las ciudades libres medievales, las ciudades-Estado griegas. Son tradiciones, cada una con sus características históricas, que en el caso peninsular han sido alternativas a ese Estado siempre fallido que es el Estado español. En la época republicana hubo propuestas municipalistas importantes, incluso el anarquismo tiene una vertiente municipalista, de autoorganización desde la base. Son tradiciones interesantes para actualizar hoy. Con la dificultad de que todo está tan conectado con todo, que es muy difícil sustraerse a la máquina de permanente movilización de vida, recursos, capitales, proyectos. Obviamente, la solución no es ponerse al margen y recrear la aldea de Astérix [sonríe]. Pero creo que hay que hacer bajar a la política, recuperar su condición de base, volver a ligarla a la vida, a los territorios. Y de ahí escalar y vincularla a los desafíos de una era que es planetaria. Cualquier acción hoy tiene efectos planetarios.
Y no hay fórmulas a mano.
Es que... ante quien pretenda darnos una formula, ¡terror! Mejor tener respuestas que fórmulas. Porque respuestas siempre podemos encontrar, pero tener la fórmula, ese es el sueño del poder.