Marginalidad, el hilo conductor de un enero trágico en la provincia
Cultura narcotumbera: el fenómeno experimentó una torsión notable desde el kirchnerismo, con su apología de ciertos sectores como víctimas del “sistema neoliberal”, y su contrapartida, el “pobrismo”
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El primer mes del año ha arrojado una serie de postales trágicas sutilmente enhebradas por un hilo conductor: la marginalidad y segmentos de jóvenes socializados en sus subculturas. El fenómeno, que no es nuevo y empezó a reconocerse desde hace aproximadamente dos décadas bajo diversas denominaciones –”pibes chorros”, “ni-ni”, “guachines”, “guachi turros”, etcétera– experimentó una torsión notable desde el kirchnerismo: su apología como víctimas del “sistema neoliberal”, y su contrapartida, el “pobrismo”.
Se trata de una construcción teórica no precisamente elaborada por los pobres, sino por intelectuales cuyas ideas han servido para simular su regimentación administrativa. Y que al exaltarla como un estado moralmente superior, la consagran como un modelo a imitar por el resto de una sociedad diezmada por el individualismo y la inequidad.
A una década de distancia, este recurso de seducción ha devenido deletéreo, sobre todo para los trabajadores convertidos en sus víctimas propiciatorias. Pero este discurso adulador no alcanza para abarcar la comprensión del mar de fondo social de la marginalidad, salvo en sus estribaciones jurídicas “abolicionistas”, que no han servido sino para consagrar la impunidad y la propagación de la cultura narcotumbera.
Resulta obvio que el estancamiento económico que ya lleva casi quince años promueve la disgregación social, con sus secuelas de malnutrición infantil, incapacidades cognitivas múltiples y desinhibición emocional atizadas por la deserción escolar heredada de la cuarentena. La falta de horizontes virtuosos es suplida por las “familiaridades” de las bandas en las que confluyen desde clanes que socializan a sus hijos en diversas variantes del delito hasta otros agregados autónomos refugiados en galpones abandonados o viviendas deshabitadas de parientes muertos o en prisión.
El día y la noche invierten su secuencia vital, y la alimentación carece de regularidad. No obstante, son observados cuidadosamente por explotadores en procura de fuerza laboral para sus negocios venales. Barras bravas, bandas diversas y narcos ponen allí la lupa a sabiendas de su baratura: se conforman con lo suficiente para sobrevivir lo poco que les queda consumiendo diversos cócteles de estupefacientes calmantes de sus padecimientos desde la infancia. Cada tragedia de enero último exhibe la sombra de esta pesada herencia cultural.
En primer lugar, el asesinato de un joven albañil de dieciocho años en Santa Teresita, en una reyerta con vendedores ambulantes playeros. Un régimen por el que todas las temporadas veraniegas acuden al Municipio Urbano de la Costa chicos del GBA a los que el distrito les exige la residencia para poder trabajar. Un ordenamiento necesario pero subvertido para organizar clientelas a las que se les cobra un peaje. El consumo y venta al menudeo de drogas que inunda las noches de violencia potencialmente homicida en todos los balnearios de ese municipio vienen por añadidura.
Luego, la denominada “masacre de González Catán” a raíz del desalojo de ciudadanos bolivianos de un asentamiento radicado en la localidad matancera de 20 de Junio. Siguiendo una trama clásica, los “ocupadores”, una vez consagrada la vecindad, “venden” los predios a diferentes agregados de compradores que establecen allí un conjunto de actividades ilegales bajo la excusa del déficit habitacional.
Ocurre que luego la zona sube de valor en el mercado inmobiliario informal, apetecible para otras bandas dispuestas a “recomprar” al doble del primigenio. Máxime si se ubica en un nodo estratégico de circunvalación, como la proyectada extensión de autopista Presidente Perón, que unirá a trece municipios del GBA.
Entonces empiezan las presiones para su expulsión, bajo la forma de gabelas por servicios públicos inexistentes, asaltos y amenazas por los séquitos de adolescentes “gatilleros”, o “tiradores” al servicio de los “delegados”. Son los antiguos “soldados”, “satélites” y “referentes territoriales” de un argot marginal en permanente mutación. Pero los estafados también se organizan exhibiendo su propio poder de fuego, atizando una espiral de violencia anómica de desenlace imprevisible.
¿Qué actividades se ponen en juego? Talleres textiles clandestinos, edificios de alquiler para el alojamiento de trabajadores –a veces reducidos a la servidumbre o la esclavitud del régimen de “cama caliente”– o de obreros de la construcción informales. Y adosados a estos negocios: la trata, la prostitución, el tráfico de armas y las “cocinas” narco.
Por último, el asesinato de una nena de nueve años en Villa Centenario, Lomas de Zamora. La administración de la miseria remite en este caso a otro rubro histórico comenzado en los 80: el robo de autos por bandas juveniles que responden a delincuentes profesionales. Estos intercambian las, hoy por hoy, treinta y seis partes “cortables” por drogas y dinero en un monto aproximado de 150.000 pesos por unidad para su reventa local o en Paraguay.
Se trata de un ecosistema complejo por el que los “desarmadores” los proveen de insumos básicos: alquiler de armas, aguantaderos en zonas alejadas, y una instrucción básica sobre cómo operar ostentando una implacabilidad asesina. Otra novedad subcultural de aporte tumbero tonificado por el consumo de drogas y de alcohol. Aunque también deliberado para quedar registrados en las cámaras y extender su temeridad, que cotiza alto en el estamento delictivo veterano.
Tres episodios a los que se les suman al menos cinco más. Y en todos ellos, la sombra chinesca del narco, que también en enero corroboró, en un allanamiento en Villa Fraga, aquello ya anticipado por la “masacre de Puerta 8″ hace dos años: la irrupción en la Argentina del fentanilo, un opioide que está haciendo estragos en México y en Estados Unidos.
Y la mayoría, en ese territorio anómico respecto del Estado de Derecho que es la provincia de Buenos Aires, sobre todo su superpoblado y subgobernado conurbano, regido al margen de la Constitución Nacional de 1994 –de hecho, los municipios carecen de autonomía según la reforma de la Constitución provincial del mismo año– caldo de cultivo para entramados mafiosos relacionados entre sí como vasos comunicantes. Muchos, de calado creciente y vinculaciones internacionales en las que mojan su pan varios de sus responsables políticos en los municipios, en el Poder Judicial y en la policía.
Urge ir más allá del coyunturalismo y repensar en profundidad la dinámica de este estado de cosas. Desde abajo, apostando a programas de reinserción intergeneracional que apunten a la primera infancia y a las condiciones de hábitat y salud y en la que participen funcionarios, universidades, empresarios, organizaciones sociales no gubernamentales. Y desde arriba, a una redefinición jurisdiccional de este conjunto metropolitano sin identidad y de tejidos sociales quebrados que puede arrastrar a una postración indefinida del país en su conjunto.
Miembro del Club Político Argentino y de Profesores Republicanos