Marcelo Birmajer: “Hubo en el país miles de chicos sin educación”
Con un nuevo libro de cuentos de amor, el autor de Historias de hombres casados expone su mirada crítica sobre la extensión de la cuarentena y explica por qué volvió a las fuentes, es decir, a la literatura
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A diferencia de algunos de sus colegas, para Marcelo Birmajer (Buenos Aires, 1966) el cuento no es un género agotado. “Los únicos que nos agotamos somos los escritores –dice, en su estudio del centro porteño–. Los géneros son inagotables, sabemos cuándo empezaron pero no cuándo van a terminar”. Hace diez años, el escritor recibió un llamado de dos editores de Clarín, que lo invitaban a escribir en el diario una vez por semana. Birmajer estaba en Barcelona y, aunque eran las dos de la mañana, respondió el llamado para cerrar el acuerdo: en vez de columnas, publicaría cuentos. “No soy bueno para los números pero debo haber escrito unos quinientos cuentos”, arriesga. Eligió, por sugerencia de su editor, una veintena de esos relatos para La mesa del olvido y otros cuentos de amor (Edhasa), publicado hacia el fin 2020, con prólogo de uno de sus grandes amigos, el escritor Pablo De Santis.
Hoy avanza en una novela juvenil (género por el que recibió el Konex 2004 como uno de los cinco mejores narradores en ese rubro), colabora en el desarrollo de una trama para una película y, como alguno de los personajes de sus cuentos, trabaja como escritor fantasma. “No es la primera vez que lo hago”, comenta. Contento con la primera traducción al japonés de uno de sus libros de cuentos, se prepara para dar su taller literario por octavo año consecutivo. “Este año va a ser también por Zoom, una modalidad que resultó muy exitosa”. Sobre esto, recibe consultas en Instagram.
¿Cómo te trató la pandemia en 2020?
En lo individual, para mí fue un año productivo. En relación con mis compatriotas, padecí muchísimo las dificultades del enorme porcentaje de la población que no pudo trabajar en forma remota o virtual. Saber que había gente que cerraba sus negocios, que no podía salir a trabajar en la calle o que perdía sus changas por estas restricciones que me parecen totalmente irracionales me dolió en el alma. Tanto en la Argentina como en el mundo se sobredimensionaron las restricciones en relación con el peligro. La única forma de enfrentar una enfermedad es la ciencia, pero la ciencia fue imprecisa. La Organización Mundial de la Salud (OMS) dio idas y vueltas; por ejemplo, acepta silenciosamente que en China haya solo cinco mil muertos por Covid-19, y en Estados Unidos, medio millón. Si la OMS no dice nada frente a esta desproporción, no es ciencia.
¿A qué lo atribuís?
A una histeria, a una dificultad para aceptar la resignación ante la muerte. Cómo enfrentamos esa enfermedad ya no es patrimonio exclusivo de la ciencia; está relacionado con la política, con la filosofía, con cómo queremos vivir. Si la amenaza no está poniendo en riesgo la continuidad de la especie humana, si hay evidencias indiscutibles de que la inmensa mayoría de los niños, de los adolescentes y los jóvenes no se enferman, ni siquiera levemente, ¿no es hora de que empecemos a pensar que hay un elemento de elección frente a cómo enfrentar la enfermedad, que tenemos derecho a decidir si queremos arriesgarnos a viajar, a continuar con los negocios tradicionales, pensar si las medidas que hemos tomado tal vez traigan más víctimas? Me pregunto si con estas medidas draconianas e irracionales que tomamos, el día de mañana no nos vamos a encontrar con analfabetos, con pobres, con muertos de hambre que hubiéramos podido evitar de haber tenido una posición más racional y científica.
¿Lo decís por la gestión de la pandemia en la Argentina?
En la Argentina llegamos al punto de que vamos a tener que averiguar si hay chicos analfabetos por la eliminación de las clases; literalmente, no hablo de clases presenciales o virtuales. Sin duda, hubo miles de niños que no tuvieron ningún tipo de educación durante un año. Nunca en la Argentina, por lo menos desde el siglo XX, vivimos la experiencia de que haya chicos que no hayan tenido acceso a la alfabetización tradicional como en 2020. No sabemos qué consecuencias va a traer eso. El Presidente ha hecho un culto de hacer todo lo contrario de lo que dice, no con diferencia de años, sino de minutos. Me acuerdo de que antes de que se declarara la cuarentena estricta, en una radio le preguntaron si iba a decretar una cuarentena, y él dijo que no, que se necesitaba “parar la Argentina por diez días”. La paró por un año. La educación es de vida o muerte, salva vidas, es salud, es productividad, democracia, civilización; no podemos renunciar a la educación. No hubo ningún tipo de intento de pensar cómo acercar la alfabetización a los chicos que no tenían conexión a internet. Es una de las cuentas pendientes más graves del gobierno de Alberto Fernández.
¿Pudiste escribir durante la cuarentena?
Escribí más que antes. Al no salir a la calle, al estar encerrado como un helecho, no sé si mejoró mi calidad, pero mejoró mi productividad. Aunque no alcanzó, porque sabía que la mayor parte de mis compatriotas no podían producir.
Hace un tiempo dijiste que no querías hacer más declaraciones políticas. ¿Por qué?
Tuve una intervención muy intensa durante el enfrentamiento electoral entre Macri y Fernández porque consideré que Cristina Kirchner era efectivamente culpable de los delitos de los que se la acusan. Por supuesto, hasta que la Justicia no lo determine no lo puedo aseverar, pero sí lo creo. La diferencia entre denunciar el pacto con Irán o reivindicarlo, o estar a favor de las democracias y apoyar la dictadura venezolana, tiene una influencia decisiva sobre mi vida cotidiana. Para mí no es lo mismo. Me resultaría indistinto vivir en un país socialdemócrata o liberal, con una primera magistratura o un sistema presidencial; ahora, dejar impunes a los asesinos del atentado contra la AMIA o juzgarlos no me parecía una coyuntura más. Macri definitivamente se alineó con las democracias y trató de juzgar a los sospechosos del atentado. Fernández, luego de haber considerado que el memorando de entendimiento con Irán era una ejecución de la impunidad, la prueba de la complicidad con los acusados, lo reivindicó. Dijo que era la menos mala de las soluciones. En esa coyuntura, no me podía quedar callado. Sin embargo, una vez que la mayor parte del pueblo argentino eligió este gobierno, teniendo delante de sus ojos las alternativas, las pruebas, las evidencias, hice lo que pude; como tengo que seguir trabajando, porque es mi único sustento, no me daban las fuerzas para activar en los dos órdenes. Cada una de mis intervenciones no solo no me trajo ningún rédito, sino que además ocasionaron un perjuicio.
¿En qué sentido?
Es muy difícil tener una posición no progresista en el mundo de la cultura. Se pagan costos por hablar contra el kirchnerismo o el progresismo. Además, en lo que hace a mi trabajo profesional, también necesitaba volver enteramente a la literatura. Cuando la política pasa a ser el tema hegemónico y la literatura un subtema, me dije que tenía que volver a las fuentes.
¿Qué significa tener una posición no progresista?
Estar a favor de las democracias liberales, de la propiedad privada, de la libertad de expresión; estar en contra de las dictaduras de Cuba, Venezuela, China y Corea del Norte, así de taxativo y rústico como suena, sigue siendo un problema. Pago el costo de no odiar a Estados Unidos, de estar a favor de la hegemonía estadounidense en el mundo; con esto me refiero a la derrota de los nazis en la Segunda Guerra Mundial y de la dictadura soviética con la Guerra Fría. Decir esto hoy, en pleno siglo XXI, sigue teniendo un costo.
Tu nuevo libro es una antología de cuentos. ¿Te costó elegirlos?
Se han cumplido diez años ininterrumpidos de publicar un cuento todos los sábados en el diario Clarín. Son unos quinientos cuentos hasta hoy. Mi editor, Fernando Fagnani, me sugirió elegir los mejores veinte cuentos de amor. Una excelente idea.
En los cuentos de amor de La mesa del olvido también aparecen ingredientes fantásticos y de humor.
Es como cuando iba a ver los ciclos de la Cinemateca Hebraica. En el ciclo “Coppola” proyectaban El Padrino; a la semana siguiente, en el ciclo “Películas de mafia”, proyectaban El Padrino; y a la siguiente, en “Cine ítaloamericano”, otra vez El Padrino. Muchos de los cuentos de amor son fantásticos y también tienen suspenso.
Algunos cuentos tienen un narrador que se parece un poco a vos y que transmite historias que otros le cuentan.
Este narrador es un invento magistral de Somerset Maugham, que lo usa en novelas como La luna y seis peniques, sobre la vida de Gauguin, o El filo de la navaja. Menciono muchas veces a Maugham en los relatos, al igual que a Singer y a Borges, que me van a seguir influyendo más allá de mi muerte. Maugham es uno de esos maestros que tiene la suerte de no saber que soy su alumno. Fue uno de los escritores más famosos y ricos de su tiempo. Uno de esos casos en que el éxito no contradice la calidad, aunque no sea tan elogiado por los críticos.
¿Cómo definirías tu literatura?
Cuando me preguntan cómo se me ocurren los cuentos, siempre digo: algo que leí, algo que escuché, algo que vi, algo que viví. Podría parafrasear a Julio César y decir: vine, vi, inventé. E inventé porque sabía que ya estaba perdido, que no podía vencer. A estas alturas de mi producción tengo que reconocer que invento a partir de la realidad. Ninguno de mis cuentos fue en la realidad como está contado, pero en todos hay algún elemento real. Estoy contaminado por la realidad y, a la vez, nunca dejo de acudir al free shop de la literatura, donde puedo inventar lugares, fechas, cifras. Busco cada vez menos en Google si lo que estoy diciendo tiene correlato con la realidad o no. Estoy en una edad en la que tengo derecho a inventar. Mi columna se llama “Se me hace cuento”, no “Es verdad, aunque usted no lo crea”.
Las historias están ambientadas en una época predigital.
Cien por cien. Son relatos de amor clásico del siglo XX, relatos de amor romántico donde un hombre considera que hay una mujer que es la única que lo puede hacer sentir completo, y una mujer considera que hay un hombre que es el único que la puede hacer sentir completa. Sigo leyendo con placer y con devoción las historias de amor del siglo XX, que son las que estoy capacitado para escribir.
¿Dirías que los vínculos amorosos están cambiando?
No lo sé. Sé que el tipo de amor que se conoció en el siglo XX sigue existiendo y no sé cuáles son las nuevas cepas. Desconozco si las tendencias como el poliamor son una moda. De lo que veo no saco ninguna conclusión y tampoco me interesa investigar.
La mayoría transcurre en tus escenarios habituales: los barrios de Once y Villa Crespo, los bares y las calles de Buenos Aires.
Dentro de los cuentos de amor, hago un canto de amor a Buenos Aires. Soy como Facundo Cabral, no soy de aquí ni soy de allá, y esta ciudad, a fuerza de genialidad, diversidad y hospitalidad, me ha terminado convirtiendo en un porteño. Vengo de la salida de Egipto, de la tragedia europea, soy apenas la segunda generación que habla español de mi familia. La ciudad de Buenos Aires es tan proteica que incluso yo puedo ser porteño. Y la retribuyo con cuentos de amor a Buenos Aires.
¿Leés a tus contemporáneos?
Leo a De Santis y leí con mucha admiración y mucho placer El mago, de César Aira. Ese mago omnipotente que para poder trabajar de mago tiene que renunciar a su omnipotencia me pareció una idea extraordinaria. Además, está escrito con ese falso costumbrismo magistral. Me pasó lo mismo que con Las noches de Flores, fue absolutamente estimulante; lo leés y te dan ganas de escribir. Aira tiene una insolencia que parece de una persona muy joven, una escritura muy fresca.
¿Cómo ves la actividad cultural en la Argentina?
La Argentina es una potencia cultural. Permanentemente estamos produciendo cineastas, actores, series, películas, música popular. El tango “Naranjo en flor” para mí está a la altura de cualquiera de las canciones de amor de Jacques Brel o Georges Brassens. Nuestra cultura popular está muy lejos de nuestra decadencia económica o política. Me siento muy agradecido de haber nacido en el país de Borges, Bioy Casares, Fontanarrosa. Desde la Argentina se puede entender el mundo. Nunca coincidí con esa idea de Cortázar de que desde París se puede ver mejor la Argentina. Nuestro país tiene un punto de vista muy comprensivo, muy abarcativo y muy cosmopolita.