Maradona: los fondos de la cuestión
Está por cumplir 37 años y dice que sólo juega por placer. Pero detrás de su vocación, la trama judicial en la que está involucrada, la propia cima del poder, parece esconder otras necesidades.
DIEGO MARADONA vuelve, eternamente vuelve, aunque para ello haga falta mover a un Presidente, un gobernador, un juez, clubes o empresas.
A la vista de todos, salta las barreras que a otros resultan infranqueables y obtiene lo que está vedado a los demás.
¿Son acaso la Justicia, los poderosos intereses económicos que sostienen al fútbol y aún el Ejecutivo instrumentos de un hombre que juega a la ruleta rusa con su destino? ¿O es una mosca atrapada en la telaraña de negocios que lo rodean?
No. Dirigentes, empresas, clubes y políticos respirarían más tranquilos si no tuvieran que sufrir el sobresalto permanente de un jugador que no respeta las reglas escritas y no escritas.
Pero la potencia económica y aun política de Maradona consigue para él lo que lo obsesiona y consume: vivir más allá de los límites que contienen al resto de los mortales.
El cielo con las manos
Ni siquiera Cóppola soporta tanto. En 1990, después de cinco años de tocar el cielo con las manos -años de éxito hasta la locura-, huyó de Nápoles donde reinaban Maradona y la Camorra.
"Ya no vive la vida de un deportista", dijo entonces, sin animarse a más. Un año después, el análisis antidoping descalificó por primera vez a Maradona por consumo de cocaína.
Por entonces habían alcanzado la cima, pero allí mismo empezaba el despeñadero. Cóppola había arrancado un contrato de 12 millones de dólares al Napoli en 1987, pero la condición era que Maradona jugase hasta 1993.
No era el único. Llovían: en 1991, año de su primer caída, tenía contratos por cuatro millones y medio de dólares a cambio de usar ropa y zapatillas Puma; más de cinco millones por cesión de su imagen a Aojama Enterprise; 1.100.000 de Fuji Xerox, 310.000 por cada partido exhibición en Japón y Arabia Saudita; 270.000 de la editorial española Figurine; 290.000 de la cadena de televisión Montecarlo, 1.800.000 de Alfajores Dieguito.
Según fuentes cercanas al jugador, Maradona llegó a acumular en ése, su momento de gloria, unos 30 millones de dólares. Apenas dos años antes había llorado con Claudia, su mujer, el robo de joyas exclusivas compradas para su casamiento, que la prensa italiana había valuado en más de un millón de dólares.
Pero Maradona violó reglas de juego no escritas y la misma ciudad que lo había cobijado lo castigó sin piedad. No era sólo el doping positivo: eran la expulsión y el destierro. Para ello, la contracara de su éxito, el retrato de Dorian Gray de los años dorados, fue dibujado en los tribunales, iniciando una serie que aún se mantiene.
Juicio tras juicio, su vida privada fue colgada en la tapa de los diarios: causas por drogas, relación con prostitutas, una paternidad no reconocida, lazos con la mafia.
Sólo cabía marcharse, pero ello tenía un costo altísimo. Y debió pagarlo: según las fuentes, no sólo perdió muchos de los contratos firmados, sino que debió pagar con creces el acuerdo de 12 millones de dólares no cumplido con el Napoli.
La lógica del poder
El no lo sabía, pero era la primera de una serie de caídas. Ese mismo año, la Policía Federal lo detuvo en Buenos Aires en posesión de unos gramos de cocaína. Aunque el proceso acabó con una simple obligación de someterse a un tratamiento, Maradona quedó convencido de que había sido víctima de una trampa del Gobierno, que pretendía tapar con su caso otros más apremiantes, como el Yomagate.
Se quejó amargamente, en público y en privado, de lo que interpretaba como ingratitud por parte del Presidente al que había servido de embajador y con el que había jugado un partido de fútbol a principios de su gestión.
Con la misma lógica denunció que le habían "cortado las piernas" cuando un nuevo análisis antidoping reveló que había consumido efedrina, un estimulante del rendimiento deportivo, antes de uno de los partidos del Mundial 94, del que fue excluido en el acto.
La FIFA, como antes la federación italiana, no aceptó otras razones que la prueba y la contraprueba. Inútiles fueron las sugerencias de Maradona de que no había cometido delito alguno.
Sólo el regreso de Cóppola a su lado lo convencería de que la mejor forma de tratar con el poder es plegarse a él, no enfrentarlo. Y así fue como Maradona, mediante las hábiles gestiones de su manager y del secretario presidencial Ramón Hernández, se convirtió en asiduo visitante de la quinta de Olivo, donde festejó la reelección de mayo de 1995. La muerte de Carlos Menem Jr., compañero de salidas de Guillote y Diegote, como se llaman mutuamente en la intimidad, había reforzado el vínculo con el padre desconsolado un par de meses antes.
Sentimientos aparte, Carlos Menem era sensible a la popularidad de Maradona. "Como es un bocón y se había pasado hablando contra el Gobierno, Menem hizo lo lógico: ponérselo al lado, para controlar lo que decía y tenerlo a favor", interpretó crudamente un ex miembro de la intimidad presidencial.
La sensación de impunidad que inevitablemente otorga la amistad de un jefe de Estado -especialmente en un régimen tan cuestionado por su modo de administrar la Justicia y controlar la corrupción- sólo podía disparar nuevamente el gatillo que lo había catapultado fuera de Nápoles.
No había más Camorra. Pero había menemismo.
Sol sin Droga
El efecto inmediato de esta relación fue la incorporación de Maradona a la campaña Sol sin Droga, comandada por el entonces flamante secretario de Programación para la Prevención de la Drogadicción y Lucha contra el Narcotráfico, Gustavo Green, en el verano 95-96.
Sol sin Droga fue inaugurada el 9 de enero de 1996 por Menem, Green, Maradona y un Cóppola exultante, que seguía a un costado, con el coordinador de la secretaría, Juan Carlos Mardones, la marcha del programa.
Las cuentas de Sol sin Droga no cerraron y aún hoy se investiga si hubo algún tipo de defraudación al Estado. Sin embargo, ni Maradona ni Cóppola resultaron tocados más que por las airadas declaraciones de Julio César Aráoz, sucesor de Green, quien se negó a pagar astronómicos gastos de viaje del jugador, presentados por su representante.
El gobernador bonaerense Eduardo Duhalde y su esposa, Hilda "Chiche" Duhalde, protestaron públicamente por esta asociación entre el tándem Maradona-Cóppola y el Presidente. En marzo de 1996, el juez federal de Dolores, Hernán Bernasconi, abrió el caso que llevaría a la detención de Cóppola y que tenía entre sus objetivos a Maradona.
Este acusó el golpe y señaló abiertamente al gobernador como responsable del proceso, que -la misma Justicia demostraría luego- había sido armado con pruebas fabricadas.
Cóppola salió de la cárcel en enero de 1997, con el convencimiento de que había pagado una cuenta política. Ello, con todo, obró en sentido diferente del esperable: lo acercó aún más al Presidente, por quien, entendía, había pagado meses de injusto encierro.
Gratitud
En cualquier caso, el Presidente se mostró más dispuesto que nunca hacia Maradona, en principio presionando a la familia Macri para que Boca Juniors aceptara, en abril de este año, renegociar el contrato del jugador, en un nuevo regreso de uno de sus tratamientos de rehabilitación.
No era fácil. ¿Quién podía creerle a un jugador que había abandonado a su equipo sin finalizar el campeonato, que se entrenaba según su voluntad y que había dado muestras de llevar una vida poco compatible con la disciplina deportiva?
Había, además, problemas económicos específicos. Maradona ni siquiera respetaba los contratos. En eso mantenía fidelidad a su carácter antieconómico de siempre. Pese a su avidez por el dinero, no duda en poner en peligro acuerdos millonarios por no mantener un mínimo orden.
Así, había puesto en peligro el contrato de 10 millones de dólares con el que Eduardo Eurnekian había adquirido su pase a Boca en 1996, al dejar de jugar tras un extraño caso de análisis antidoping, en el que el frasco de Maradona dio negativo y el de otro jugador, Martín Vargas de Deportivo Español, dio positivo.
También había problemas de incompatibilidad entre sponsors de Boca y del jugador, que fueron resueltos con la buena voluntad de los Macri, acicateada por Menem.
Al mismo tiempo, el presidente de Boca parecía convencido de que el jugador no podría cumplir las condiciones del contrato. Sólo cobraría 50.000 dólares por partido jugado -algunas fuentes del entorno del jugador sugieren que la suma sería superior, pero cobrada por otras vías-, lo que evitaba desembolsar dinero si Maradona no producía
El cálculo de Macri no era errado. El 24 de agosto, el sorteo determinó que Maradona se sometiera una vez más al análisis antidoping. Poco después trascendió que había dado positivo y Mauricio Macri se apresuró a anunciar que, por versiones de pasillo, se trataría otra vez de consumo de cocaína.
La suerte parecía echada y el jueves 28 de agosto, día en que se dio a conocer en forma oficial que el análisis había dado positivo, Cóppola prácticamente pedía comprensión para Diegote y éste permanecía encerrado en el departamento de Carlos Ferro Viera, un publicista y personaje de la noche de La Plata, detenido por el juez Bernasconi en enero de 1996 en un proceso lleno de irregularidades, pero que lo había llevado a la misma cárcel que Guillote, de quien se había hecho inseparable.
Maradona y Cóppola: ambos se necesitan
Ninguno de los intereses económicos que rodeaban al jugador operó en su favor en ese momento de desgracia. Según las fuentes cercanas a Maradona, Cóppola ni siquiera conseguía que Juan Cruz Avila, de Torneos y Competencias, le atendiera el teléfono, pese a que había de por medio un contrato de casi un millón y medio de dólares por el cual Maradona había abandonado a Eurnekián.
Puma, el otro sponsor del jugador, nada podía hacer. Oldemar Barreiros Laborda, cabeza de la compañía de seguridad automotor Lo Jack -una generosa fuente de ingresos de Maradona y Cóppola-, tampoco tenía un papel por hacer, pese a sus fluidos contactos con el gobierno nacional y la Policía Federal. Ni siquiera era el momento de, como había ocurrido antes con Cóppola, poner dinero para su defensa.
En Boca, Macri parecía el vocero de su desgracia y la Asociación de Fútbol Argentino (AFA), al fin y al cabo la posible interesada en colocar al jugador en el Mundial ´98 -objetivo último del Operativo Retorno- era la denunciante.
Otras empresas, hasta entonces interesadas en firmar nuevos contratos, cortaron las conversaciones de inmediato.
¿Para qué están los amigos?
Acorralado, Cóppola recurrió a los amigos seguros, según las fuentes consultadas, entre los cuales figura el Presidente. Ya no fue Ramón Hernández el puente, ya que se hallaba de viaje, sino Héctor Fernández, el otro secretario de Menem. Su propio caso le había enseñado que la Justicia y la política iban de la mano, y que allí tenían posibilidades de vencer.
Para ello, contaban con un antecedente a favor. Por consejo de Mariano Cúneo Libarona, su defensor ante Bernasconi, Cóppola y Maradona habían efectuado una denuncia alrededor de un mes antes por unas amenazas anónimas que habrían recibido.
Con el análisis de doping oficializado, retomaron aquella denuncia y se presentaron ante el juez federal Claudio Bonadío, ex funcionario del gobierno nacional, para sugerir que Maradona habría sido víctima de un complot.
De acuerdo con las fuentes, las gestiones de Cóppola lograron el efecto buscado: la AFA aceptó que la Justicia se inmiscuyera en el caso -algo que, según los reglamentos internacionales, debería haber ocasionado la separación definitiva del jugador- y Bonadío sacó de la galera una medida cautelar por la cual dejó sin efecto la suspensión dispuesta contra Maradona, mientras determinaba si existió un complot en su contra.
En el medio hubo solidaridad activa de Carlos Menem, Enrique Nosiglia y aun del propio Duhalde, quien, luego del fracaso del caso Cóppola y en medio de la campaña electoral, pareció volver sobre sus pasos al afirmar públicamente que alguien "excepcional" como Maradona merecía una solución igualmente "excepcional".
Tanto apoyo llevó a los estrategos del entorno de Maradona -que incluía los estudios de Mariano Cúneo Libarona y, en el plano más formal, de Luis Moreno Ocampo- a pensar en impulsar un cambio en la ley del doping, aún no reglamentada, o en conseguir que Futbolistas Agremiados presentara un recurso ante la justicia laboral para reforzar la medida de Bonadío.
Business are business
Al mismo tiempo, el mundo de los negocios del fútbol se plegó a la nueva realidad. Los contactos se reanudaron y la maquinaria se puso nuevamente en movimiento.
Ni siquiera Macri pudo protestar. Porque Maradona, mal que le pesara, sube las ganancias como nadie. Boca obtuvo 560.360 pesos en su partido con Newewll´s, mientras los otros nueve encuentros del fin de semana reunían, en conjunto, apenas 39.000 pesos más.
Como dijo Jorge Cyszterpiller, su primer representante: "En torno a Diego se mueve todo un país. Atrae la televisión, llena un estadio, levanta un pueblo".
Pero si los negocios necesitan a Maradona, él los necesita aún más. Según fuentes de su entorno, aquella fortuna de la época de gloria se habría reducido a unos cinco millones de dólares e incluso habría recurrido -impensable antes- a los fideicomisos reservados para sus hijas.Pero no se puede entender con lógica económica a un hombre que, en esas circunstancias, exige que en lugar de 150.000 dólares, la editorial Atlántida -a la que ganó un pleito- le pague con una Ferrari. O que, a la vez, pueda negarse a pagar al sanatorio Otamendi con el argumento de que, al fin y al cabo, le había hecho publicidad con su estancia allí.
Un hombre que no admite la atadura de ningún tipo de relación; ni siquiera consigo mismo. ¿Quién puede entender a quien se comporta como un dios sobre la Tierra?
Un becerro de barro
Difícil camino es el que lleva sin hilos salvadores por el laberinto de los mitos. Pérdida segura de la objetividad es cegarse con la luz del hombre ídolo reflejada en un espejo que devuelve su imagen agrandada por epopeyas. Distorsionada de la realidad. Alejada del suelo por todos pisado y elevada a un plano intangible por voluntad de una masa creyente. Intocable por representar un anhelo colectivo: sentirse el mejor a través de un cuerpo ajeno.
La necesidad de adorar algo más allá de lo eterno se repite desde que la humanidad tuvo conciencia de su pequeñez. En el fin de milenio se encuentra en esta Tierra un becerro de barro, desintegrable al primer chaparrón y hasta con una garúa, frente al que todos se postran por el simple hecho de verlo dominar como ninguno un pedazo de cuero inflado. Allí está Diego Maradona. Y la genuflexión es inmediata ante su mención. Por más que los ojos intenten en vano convencer que ese muchacho que lleva aún la mítica camiseta 10 hoy no es diferente de otros.
Pero la fe no sabe de razones. El culto sigue y se transforma en cruzada ante el mínimo roce a la figura consagrada. Todo está permitido para el mesías del fútbol. Hasta pretender su desdichada inmolación en nombre del deseo de sus fieles.
Perdón, entonces, para toda trapisonda. Olvido rápido de dos casos de doping. Con multiforme ingenio se tapan sus faltas. Y si su santa palabra refiere a un complot, pues bien, se resuelve fácil para los apasionados seguidores el tercer problema con el control antidoping. Si un árbitro se ahoga en la marea oral del genio se le tiran más piedras que salvavidas. Su alquimia en estos días no crea oro, sólo desparrama lodo.
Para los adictos a Maradona no existe un mundo sin él. Esperan que su locura se contagie y sueñan con momentos mejores. Alimentan sus noches con soles antiguos. Con esos frescos malabarismos inacabables de un purrete al que ya envidiaban los grandes. Con la gambeta que antes desparramaba rivales y ahora esquiva normas. Con un gol con la mano. Con otro hermoso. Con lo que pudo haber sido y no fue, diría Borges.
La necesidad permanente de dar explicaciones
El recuerdo consume la memoria. No deja meter datos nuevos, de tanta pobreza que demolerían la idea de un ser superior. Por eso se quiere cuidarlo. De los demás, ya que de él mismo el futbolista está tan indefenso como cualquiera.
El coro canta su devoción. Reclama el sinsentido de su gloriosa vuelta al seleccionado. Poco interesa que un N1/4 5 de entre casa le quite la pelota como si se tratase de un nene y no del rey. Las voces callan el insólito pedido frente a la caída inocultable. Aunque la toman como tropezón, nomás. Llaman por misericordia y lo ponen otra vez en la cancha. ¿Para qué? Simplemente, para no perder una creencia. Ya no puede Maradona darles más que un pedazo de carne en derredor del cual gritar las penas. Alcanza.
Maradona no pidió tamaña pleitesía. Es cierto. Pero la usa y abusa. Cree él también en el personaje armado. Vocifera su grandeza y se hace chico por eso. Utiliza su aura para tomar posiciones que no le pertenecen. Se escapa de los límites de una cancha, abandona su reinado y se desfigura en hipocresías. Alienta huelgas regionales y cuelga la campera cuando piden limosna los jugadores locales. Habla de sistemas perversos y quiere estar en la cima de la legión odiada. Pelea con gobernadores y mandatarios diversos. Mantiene sus guerras externas sin poder sostenerse en el terreno propio, el de los goles que no llegan y los penales que se desvían.
Vive también Maradona de su mito de jugador invencible. Ya no lo es, pero el brillo de su gastada coraza todavía obnubila. Pero no es preocupante, después de todo. Porque la adoración a un futbolista tiene poca vida y escasa peligrosidad. La de Maradona es una religión condenada a desaparecer en un par de años. Y si existe la necesidad de arrodillarse es preferible hacerlo ante un hombre que tiene poder para desilusionar y nada más.
Allí está Diego Maradona. Esclavo de su nombre. Hipnotizado por su fama en el centro del laberinto. Con los hilos cortados si intenta regresar. Pasó el punto de no retorno y se vuelve solo contra todo. Es el inevitable fin del sacrificio. Es la escena final de la tragedia clásica, cuando el héroe no encuentra más salvación que seguir el camino elegido en su marcha dulce al comienzo y amarga en los últimos tramos. Es el momento en el que los peregrinos que lo acompañaron empiezan a alejarse en busca de otro tótem viviente para reverenciar. Porque sin pelota y sin una cancha, Maradona regresa a la dureza de la realidad.
De lobos y pastores
Es el cuento del pastor y el lobo: ya ni siquiera entre los amigos creen en las negativas de Maradona de que no consumió drogas prohibidas antes del análisis antidoping.
Según se cuenta entre ellos, Maradona habría reconocido que tomó cocaína el martes previo al partido fatal. La versión se corresponde muy exactamente con la vieja explicación de los jugadores del Napoli de que, si tomaban cocaína antes del miércoles previo a un partido de domingo, no saltaba en el análisis. Quizá demasiado exactamente.
Son tantas las dudas que incluso circula una teoría distinta de cómo ocurrieron las cosas. Un dirigente de un club tradicional de Buenos Aires afirmó ante un grupo de periodistas que, en verdad, todo el escándalo en torno de la presunta ingestión de cocaína ocultaba el consumo de auténticos estimulantes que mejoran el rendimiento deportivo por parte de Maradona.
Según el dirigente, por alguna carambola química, una de las drogas presuntamente utilizadas para disimular el estimulante habría sido detectada en el análisis del número diez de Boca.
Sin embargo, fuentes judiciales, deportivas y de la defensa de Maradona coinciden en que el análisis de la AFA habría encontrado metabolitos de cocaína. Es más: una fuente cercana al jugador dijo que "se encontró tanta cocaína que se llegó a pensar que había tomado mucha droga poco antes del partido". Otros miembros del entorno, en cambio, lo esgrimen como prueba de que el análisis ha sido adulterado.
En cualquier caso, la maniobra político legal para salvar a Maradona tenía como primer objetivo ganar tiempo. Por eso, el primer paso fue conseguir que el juez Claudio Bonadío interdictara el frasco 011 que contenía la orina del jugador y diera cuatro días de plazo a sus representantes para que designaran un perito de parte.
Esta pequeña estratagema se derrumbó porque los técnicos de la AFA advirtieron por escrito a Bonadío que si se demoraba la contraprueba se corría el peligro de arruinar el material para siempre.
Tras la contraprueba, que confirmó el "positivo" del primer análisis, las esperanzas de Maradona se concentraron en que el análisis de ADN demostrara que el contenido del frasco 011 había sido adulterado.
Un peritaje que no encontrara coincidencias entre el ADN correspondiente a la orina del frasco y el de Maradona, o la directa imposibilidad de realizar el análisis servían a los intereses del jugador.
En el camino, el entorno de Maradona recibió todo tipo de sugerencias desde los sectores más diversos, convocados por el magnetismo del futbolista. Ideas para destruir las pruebas o para simplemente robarlas fueron oídas y desechadas.
"Eso era lo único que faltaba para que la gente pensara que detrás de Maradona hay una mafia", rezongó uno de los miembros del equipo que acompañó al jugador en su batalla por no ser suspendido por la AFA.
Pero la breve estancia de Maradona en el departamento de Ferro Viera, visitado por Héctor "Yayo" Cozza, Samantha Farjat y su cuñado Gabriel "El Morsa" Espósito -acusado en su momento de suministrar cocaína al jugador-, no ayudó en materia de imagen.
"Es incontrolable", habría confesado Cóppola. "Me da bronca que, a los 36 años, me subestimen y piensen que me obligan a hacer las cosas que yo no quiero", se hizo eco Maradona en público.
Vigilia por una orina
Escribe Rodolfo Rabanal
Posiblemente nunca antes y en ninguna otra parte la orina de un hombre, sometida al supuesto rigor de un análisis clínico, haya suscitado el sostenido suspenso que acaba de producir aquí el esperado veredicto sobre el ADN de Diego Maradona.
Pero en un país como el nuestro, tan afecto a los escrutinios escatológicos, a las exhumaciones probatorias y a la veneración de restos consagrados, poco sorprende este interés casi trivial por la micción maradónica.
En varios sentidos, el nombre del hiperfamoso Número Diez tiene el valor no oficial de un pasaporte o de una divisa de inmediato reconocimiento: sería algo así como nuestro ADN de verificación geopolítica. Los atrevimientos, desplantes, agresiones y dichos de Maradona importan infinitamente menos que su vigencia en la imagen y que su despliegue en las páginas de noticias.
Los ídolos poseen el extraño poder de remover en todos nosotros los mejores y más fuertes argumentos de irracionalidad: a Maradona se lo ama y se lo odia y se lo vuelve a amar. Su mera presencia excita a la doxa: sobre él se opina aun más allá del fútbol. Pero además -y sobre todo- el hombre idolatrado es un negocio en marcha, una máquina de producir dinero, una ávida boca de consumo y un motivo incomputable de gasto.
Rico y famoso, tal vez menos rico de lo que podría haber llegado a ser, pero sin duda notable en la dimensión de su éxito, Maradona generó ilusiones de triunfo que sostuvieron las fantasías de millones de hinchas que, a su vez, difícilmente pensaron o llegaron a sospechar que el ídolo necesitaba asimismo ilusiones para sostenerse en el turbulento pedestal donde lo puso su talento. La droga, punto de inflexión sin fácil retorno, desnuda en parte esa exigencia: porque ¿cómo se podría vivir -cómo podría vivir Maradona- próximo a la frontera de la energía, sabiendo de antemano que el vigor decrece en un tiempo mucho más breve que el deseado, y sin ignorar, por otra parte, que de la veneración al olvido hay un tramo muchísimo más corto que el del anonimato al triunfo?
Decir que un hombre fue condenado a la fama no es una frase hecha para atenuar la envidia, sino una descripción muy justa que a él le calza como a nadie. Y en este caso, como en muchos otros, por carácter transitivo esa fama se despliega y difunde en una red de oscuras complicidades y presumibles conspiraciones que la cercan y rodean, dispuestas -si es necesario- a falsear pruebas, confundir análisis, caotizar la información y prolongar de manera espuria el esquema cada vez más arduo de la vigencia del ídolo. Desde ya, una parte considerablemente creciente de los argentinos está demostrando un saludable rechazo por las causas postergadas, los resultados ambiguos, los desplazamientos de la verdad y los abusos de todo tipo de poder. Ese rechazo señala el costo inmedible de toda acción ilícita, de toda "viveza", un costo que recae sobre el país entero no sólo y exclusivamente en términos económicos sino también -y quizá principalmente- en términos de autoestima.
Nadie podrá discutirle a Maradona sus legítimos títulos de crack cuando jugaba como nadie lo hizo nunca, pero es evidente que si su afán de perdurar no repara en ningún escrúpulo, opera contra sí mismo y alimenta, para mal de todos, el irrisorio y peligroso vicio argentino del triunfalismo. La injustificada dilación que vino sufriendo el estudio de la orina en los laboratorios Pricari no hizo más que robustecer el descreimiento de la gente, a expensas del propio Maradona y de su imagen, ya demasiado trastrocada.