Prestar atención, sorprenderse, contarlo
Solamente el tiempo dirá si mi último hallazgo barrial tendrá una perduración similar a la de aquel primer descubrimiento que supo ser Cucina Mía, hace más de un lustro, con un tano –milanés– que malcría a los vecinos de Núñez en el arte del buen gusto. Y si así no fuera, de cualquier forma: qué bien se siente cuando irrumpe en el camino más familiar un lugar nuevo que uno advierte que irá haciendo un poco propio. Así, sin querer, fue que una tarde el mes pasado salía, rauda, con una docena de alfajores y media de conitos envueltos para regalo, con el paso apurado, por la calle Manuel Ugarte hacia Ciudad de la Paz, y di un frenazo como el Correcaminos al borde del precipicio frente a una guirnalda de banderines. Una puerta vidriada no mostraba más que dos filas de bibliotecas. Toqué timbre. Llegaba tarde, sí, igual: entré. Sobre una mesa –no esperen más que una mesa y las dos bibliotecas–- estaban dispuestos los títulos de Chai, la “editorial de la semana”, y pensé entonces en sumar Tiempo sin lluvia o La tejonera a la bolsa de regalos para el cumpleañero de turno.
Supe que Mandolina comenzó en 2018 como una librería online y que a fines de 2020 –qué coraje, en plena pandemia de incertidumbre– abrió su pequeño local en los confines de Belgrano. A metros de Cabildo, donde rugen librerías grandes, de cadena. Sin temor, ellos trabajan a otra escala, con libros de sellos medianos y chicos, independientes, y catálogos que conocen casi con la pericia de un viejo librero. “Casi” porque quien recibe, Valentina Zelaya, no cumplió los 30 y es una estudiante de Letras a punto de enmarcar el diploma. La otra mitad de la sociedad (amorosa) que toca estas cuerdas es un joven periodista, Gianni Lucas Crisci.
El caso es que mientras esperaba que el posnet hiciera su parte, junto a la caja en el mostrador –también hay un mostrador, sí, con señaladores y láminas ilustradas por Josefina Schivo Federico para atesorar– me distraje viendo unos ejemplares agrupados sin criterio expreso. Mamá, quiero ser bailarina (Club Hem), un “librito” que no llega a las 70 páginas, se robó toda mi atención, con su portada de mujeres voladoras, guerreras, atajando en enérgicos grand jetés los flechazos que les disparan desde arcos de otras eras. Lo hojeé rápidamente y a simple vista no logré entender cómo ese título que preanunciaba un relato autobiográfico o testimonial podía ponerse de acuerdo con la apariencia de un trabajo académico, que puede tener notas al pie tanto o más largas que el texto propiamente dicho. Lo sumé a la cuenta. Y con los días, volví para comprar otro igual, un segundo libro del mismo título para regalarle a una historiadora y balletómana amiga. Seguro estará encantada de viajar por estos breves capítulos que parten de la prehistoria de la danza en la corte de Luis XIV, se meten con los griegos –que una vez más tienen la culpa de todo–, cruzan el cuerpo con las matemáticas en un baile de números, rectas y planos, atraviesan los tiempos modernos (“ponele”) y terminan por formular la frase del título: “Mamá quiero ser bailarina” alude al pedido que muchas nenas hicimos alguna vez sin la menor idea de lo que creíamos querer.
Pero lo más interesante del trabajo de María Carolina Marschoff –que tiene una raíz académica, aunque aclare “Esto no es una tesis”– no es el tema sino el tono en que se expresa su investigación, rigurosa en la información y crítica en la mirada, que es a la vez histórica y actual, cultural y política, y hace un envidiable uso del humor y el lenguaje coloquial. Cuenta la autora que cuando ingresó al grupo de estudio donde germinaron estas inquietudes, le preguntaron: “¿Por qué querés investigar danza?” Y que contestó: “Porque quiero saber de qué se trata. Y para saber de qué se trata, hay que desgarrarla”.
Instrucciones para vivir una vida: Prestar atención. Sorprenderse. Contarlo. Cumplo así la voluntad de esos versos de Mary Oliver que me traje, por azar, impresos detrás de una postal que aquella tarde puso Mandolina en mi bolsa.