Manuscrito: perdidos y encontrados en los libros
La pregunta es tan sencilla como complicada la respuesta: “¿cuál fue el libro que te dio más miedo?” El gran candidato de las nuevas generaciones con las que mantenemos la conversación en vísperas de Halloween es It, de Stephen King, lo que es una muy sensata respuesta. La mía no lo fue tanto: El castillo de los Cárpatos, de Julio Verne, publicada cinco años antes que el Drácula de Bram Stoker. Allí, dos aristócratas están enamorados de la voz de una soprano al punto de de matarla para arrebatársela. De la trama no recuerdo más que la necesidad recurrente de cerrar el libro para atrapar las emociones desbocadas dentro. Verne y King tienen muchas coincidencias: su prolífica y popular obra; su manejo de la tensión dramática y su sentido del lugar – capaz de transportarnos al fondo del mar o a una aldea pesquera en Maine y retenernos allí– pero creo en mi respuesta se lee más mi infancia que la habilidad del francés o su pertenencia a los círculos iniciáticos de la época.
Mientras escribo esto, mi hijo más pequeño batalla contra las últimas cien páginas de Los hijos del capitán Grant, de Verne, que debe terminar para la escuela. Como en 20.000 leguas de viaje submarino, la asignación anterior, las aventuras se suceden sin pausa, y, Google Maps mediante, es fácil seguir el itinerario alrededor del globo de la combinación de hombres de acción y pensamiento que pueblan los Viajes extraordinarios.
La aparición de lugares reconocibles de la Argentina –un desborde de ríos que tiene a los protagonistas varios días viviendo en un ombú, complicada por la aparición de ¡cocodrilos! , por ejemplo– suma puntos a la hora de mantener el interés, lo mismo que el artero recurso de revelarle que el destino del capitán Nemo tras el maelstrom resuelve en el último de los volúmenes asignados por la maestra, La isla misteriosa.
No importa cuánto se empecine Verne en obligar a los aventureros a recorrer el globo persiguiendo los enigmas de un documento: lamento confirmar que para él y sus compañeros la lectura es una tarea más, hasta el punto de de asignarle horas de trabajo a su progreso, cual jornalero literario. En abierto desprecio a la unidad de medida correspondiente, organiza la tarde con una hora de lectura, media hora de descanso y así hasta terminar [N. de la R.: no está avanzando muy rápido].
Trato de conmiserarme con su “deber” –batallo con mi propio deber para el hogar en un fin de semana lluvioso– pero es difícil entender a la lectura como tarea (trabajo, eso sí, pero elegido). Tampoco puedo acompañarlo en la queja sin que se note la actuación, dado el entusiasmo secreto ante la posibilidad de que vuelva a leer. La seguidilla verneana en su nuevo colegio y la aparición de Teoría Literaria en la currícula de su hermana me ha permitido desempolvar mis habilidades profesionales, esas que aparentemente se habían mantenido en el apartado NS/NC hasta hoy. De pronto, “al fin sirve para algo” [sic] saber extraer el conflicto de una obra, explicar qué corno es la mímesis o resumir las ideas de la Escuela de Fráncfort. Solo me falta hacer sonar los nudillos con pedantería antes de arrancar la lección.
Leer es mucho más que solo leer por placer, aunque con eso bastaría. Acompañar las primeras lecturas solitarias, por más forzosas que sean, es recordar que un libro es una tecnología sin manual. Hay que aprender a leer sin abrir demasiado el libro para que no se parta, decidir si se usa señalador o doblar la esquina de la hoja para reencontrar el punto en el que dejamos, marcar con el lápiz lo que nos parece importante, memorable o malísimo (aplicable a lecturas no escolares, según opinión), regular la concentración y la postura y, por supuesto, manejar el índice, el estudio preliminar y hasta las dedicatorias como parte de un todo. Por lo demás: “¿Qué pluma puede describir esta escena de maravilloso horror? ¿Qué lápiz puede retratarla?” Verne pudo.