Manuscrito: mejor llorar en las películas
Dado que es el primer lunes del año, la oportunidad toca a la puerta. Entre los muchos propósitos posibles a los que obligarse en este 2022, hay uno no será difícil cumplir, no importa qué nos deparen las próximas 52 semanas: mejor lloremos con las películas.
No hay mejor punto de partida que Algo para recordar, de Leo McCarey (1957), disponible en el catálogo de Star+. Allí, Cary Grant y Deborah Kerr se enamoran en un crucero que los lleva de regreso a Nueva York y a sendos matrimonios tan burgueses como carentes de pasión. Por eso, al llegar a puerto –luego de los pasajeros, y por extensión el espectador, comprueben que han hecho todo lo posible por evitar “caer en el amor”, incluso rezarle a la Virgen– deciden darse seis meses de separación antes de casarse.
El trato sirve para mantener la conciencia limpia ante su inminente infidelidad pero también para aprender a ganarse la vida (él es un playboy a punto de casarse con un prospecto de 600 millones de dólares; ella vive en Park Avenue con un alto ejecutivo que la “rescató” ). Ambos acuerdan que si alguno de los dos falta a la cita, no sería necesaria otra explicación que su ausencia.
Él la espera el 1° de julio hasta la medianoche en el último piso del Empire State: ella nunca llega. Pero lo que Nicky Ferrante no sabe sí lo sabemos nosotros: ella tuvo un accidente. Terry McKay no quiere que él lo sepa hasta que vuelva a caminar; él nunca la busca, aceptando sin más su abandono. Hasta que, por supuesto, el destino –o un guionista de Hollywood, a veces es difícil distinguirlos– vuelve a reunirlos.
Ella nunca le dice lo que pasó, pero él lo adivina gracias a un cuadro y, aunque no sabemos si ella volverá a caminar (su empleo como maestra en una escuela católica parece ser boleto a un milagro), el final es moderadamente feliz. Eso es lo de menos: el espectador se rinde ante el tamaño de las emociones, no ante la precisión de la lógica (totalmente ausente, por cierto). Por algo a películas como ésta las llamaban tearjerkers: arrancaban una lágrima al público, lo quisiera o no.
“En esa época la gente sabía cómo enamorarse”, dice Annie, el personaje de Meg Ryan, en Sintonía de amor (1993), repasando a moco tendido y de memoria los parlamentos más rídiculos de Algo para recordar, como “El invierno debe ser frío para aquellos sin recuerdos cálidos; y ya nos perdimos la primavera” (McCarey hizo dos versiones cinco pañuelitos de la misma historia: la primera, con Irene Dunne y Charles Boyer). Aunque no estemos de acuerdo, entendemos a qué se refiere: las emociones son lo único que se ha achicado en el cine.
“Era una película de mujeres y no en el mejor de los sentidos: apelaba al más profundo masoquismo en nuestro interior, patético, realmente –explicaba Nora Ephron sobre su película, un perfecto tearjerker impulsado por el amor a los tearjerkers de sus protagonistas–. Preferí usar esa fantasía para explorar otra: ¿y si hay alguien allá afuera perfecto para cada uno de nosotros, pero nunca lo conocemos?”
Annie y el Sam de Tom Hanks finalmente se encontrarán en el Empire State gracias a un sinnúmero de personas decididas a ayudarlosa vivir “un amor de película” (y a no ser tan estúpidos como para quedarse con la duda, como sus predecesores Terry y Nicky).
Todos somos un poco culpables de la acusación de Rosie O’Donnell: “Ese es tu problema: no queres enamorarte, ¡querés estar enamorada en una película!”. Empezando por el personaje de Rita Wilson, cuya recapitulación desaforada de Algo para recordar es, sencillamente, mejor que la película (ni hablar de los “paralelismos emotivos” con Doce del patíbulo con los que se burlan de ella su hermano y su marido).
Llorar en las películas es mucho mejor que llorar en la vida real, porque en la oscuridad de la sala, las lágrimas tienen una función. Y no solo catártica: nos hacen darnos cuenta de que las historias no son un escape de nuestras vidas, sino una vía de regreso a ellas. En este nuevo año, ojalá haya más llanto en los cines y menos fuera de ellos.