Manuscrito. Las preguntas de Furlong
Con inusual frecuencia se llega a la última página de un libro y sobreviene un deseo imposible, algo infantil, como de decir, ay, si uno pudiera conocer al personaje de esta historia. Así que me tomo otras dos horas para leerlo por segunda vez, y aunque hago el ejercicio de memoria y encuentro otros ejemplos, no estoy tan segura de querer dar aquí más nombres que el de Bill Furlong. Tampoco me sorprende compartir esta impresión con otros lectores: anoche, sin ir más lejos, escuchaba la misma confesión de la escritora Inés Garland –a quien leer también es un placer–, que en calidad de entrevistadora dialogaba con la irlandesa Claire Keegan, autora de Cosas pequeñas como esas (Eterna Cadencia), la ficción que protagoniza este hombre tan extraordinario. Hay que aclarar que lo es, que no existe un tal Furlong de carne y hueso en este mundo. La propia Keegan querrá que eso quede claro.
En una escena doméstica, batiendo manteca y azúcar para la torta de Navidad, rodeado de su mujer y las hijas de ambos, él se pregunta: “¿Cómo serían las cosas si se dieran el tiempo de pensar y de hacer un alto? ¿Sus vidas serían diferentes o muy parecidas, o simplemente perderían el control sobre sí mismos?” Es esa rutina mecánica que nos mantiene con la cabeza en el día siguiente la que nos hace perder de vista una verdad tan obvia como que nunca se retrocede a lo pasado. Que a cada quien se le dan días y oportunidades que no volverán a tenerse. Más tarde, cuando sus chicas se hayan acostado y con Eileen sientan a través del cielorraso que ya están dormidas, abrirán las cartas que ellas les escribieron a Papá Noel; orgulloso de la ortografía, sin embargo, él no estará allí, sino empapado en el recuerdo de aquel rompecabezas de 500 piezas que nunca trajo Santa Claus.
Estas preguntas de Furlong, las anteriores y las siguientes, no nos son indiferentes. ¿Para qué sirven los días? Y así como en distintos momentos del relato es él quien se mira sobre un charco de agua, en un espejo o en la superficie de una olla lustrosa que lo sorprende en la cocina de un convento, algo de su reflexión invita a identificarnos con el reflejo. “¿Por qué las cosas más cercanas a menudo eran las más difíciles de ver?”.
En el pueblo chico de New Ross, donde la gente soporta tristemente el clima y se habla del panadero o del barbero como si fueran ejemplares únicos, menos se dice sobre las monjas del Buen Pastor. Para algunos este será un libro sobre las Lavanderías de la Magdalena, sistema de asilos dirigidos y financiados por la Iglesia católica conjuntamente con el Estado Irlandés, donde no se sabe cuántas nenas y mujeres –una buena parte, madres solteras– fueron escondidas, encarceladas, obligadas a hacer trabajos duros; muchas perdieron sus bebés. Afirma una “Nota sobre el texto”, que cierra el libro, que “a principios de este año el informe de la Comisión de Investigación de Hogares para Madres y Niños contó que 9000 personas murieron en sólo dieciocho instituciones investigadas”. Sin embargo, enfatiza Keegan en persona del otro lado de su cámara web, en el video de YouTube, que su novela no es una historia sobre las Lavanderías de la Magdalena. “Para mí, es la historia de un hombre con cinco hijas que de hecho puede ser disruptivo”.
Él, el tipo que maneja el depósito de carbón y madera que da calor a esta aldea, se permite imaginar un momento en otra vida, en otro lugar, una fantasía; tomar otro rumbo. Le pregunta por la calle a un viejo misterioso que corta cardos con una hoz adónde lo lleva el camino que cruza el río Barrow, oscuro como cerveza negra. “Este camino te lleva adonde quieras ir”.
El dibujo de una gallina azul y gorda patinando sobre un estanque helado en la portada, algo simple como el pan con manteca. Cosas pequeñas como esas vale la pena mirar de cerca, aunque sean difíciles de ver.