Manuscrito. La semana del ansia
Hace poco más de un lustro, cuando era una novedad, el concepto de “distancia de rescate” aparecía en el centro de una nouvelle agrotóxica con la que una autora argentina salía al mundo. Recuerdo el impacto que me causó aquella representación tan verdadera de esa suerte de prolongación invisible de cordón umbilical que nos ata –que se tensa, que avisa y que ojalá no se corte– a nuestros hijos, vaya uno a saber por cuántos años después de que los parimos. Pero ahora que los chicos crecieron un poco, que Samanta Schweblin es una autora internacionalmente reconocida y que su novela tiene una flamante adaptación cinematográfica que se está viendo con éxito de norte a sur, es otra la verdad que me conmueve frente a la pantalla: es el poder reparador del abrazo o la caricia apacible que una nena le da a su madre que está más o menos desesperada.
Inauguro, entonces, el lunes, con Distancia de rescate (la película), la “semana de la ansiedad” que con todas las letras luego instaura el Festival Internacional de Literatura de Buenos Aires (Filba), a partir de la elección de esta patología tan propia del siglo XXI –y más vieja que los griegos- como tema central de su programación. Es que el ansia puede ser también estímulo de la escritura y, para los que creemos que la palabra trae aire, la escritura es un alivio al fin.
Pero el martes, un día antes de que comience la maratón literaria, en la butaca del teatro me sorprende un mano a mano con la congoja, que tiende su lazo entre el cuello y el estómago, apretando estos abdominales ridículos frente a los de aquella bailarina extraordinaria. Vestida de negro, en un espacio negro, desafiando los límites de una mesa negra, al son de unos versos poéticos que se oyen triturados, Antonella Zanutto, la bailarina de Oscar Araiz, se metamorfosea en Vertical, y finalmente hace renacer al Fauno –con Debussy y todo–, que muerde en el pecho. Todavía, por momentos, lo siento prendido acá, en el esternón. Tan bello, sin embargo, pienso en adoptarlo como imaginaria mascota.
El miércoles, el Filba ya está rodando y voy de un texto que lee la catalana Irene Solá (Canto yo y la montaña baila, Anagrama) a un relato sobre la pandemia en el que el mexicano Luigi Amara plantea que estamos encerrados hace dos años en un tubo de ensayo del futuro. “El día 83 de confinamiento, en medio de una junta interminable, que me llevó a fundirme con la silla y a que se me pixelaran las ideas, mientras las personas con las que conversaba no parecían tener más entidad que un holograma, miré con distancia la rejilla del zoom”. Lo que vio, dice, es “el triunfo del panóptico”. Otra autora española, Elena Medel, pone en tensión a un personaje con dos ideas: su vello –un pelo que le sube peligrosamente hasta el cogote- y el dinero que, por ejemplo, necesita para comprar una bolsa de algodón, una botella de agua oxigenada o una depilación definitiva.
Creo que el jueves será distinto y me equivoco. Casi como buscando una tregua, leo el cuento que da título al libro Una casa es un cuerpo (Edhasa), de Shruti Swamy. Lo elijo por error –aunque no me arrepienta– porque interpreto en un confeso fallido que “un cuerpo es una casa”, es decir, al revés. Lo que yo buscaba era la idea de refugio. Pues no: la casa está en llamas y, con ella, arde la mala madre y su pequeña hija.
Afortunadamente, con premeditación y alevosía planeo que hoy será un día de canciones en mis auriculares, para dar cuenta regresiva al gran homenaje a Charly García, que mañana cumple 70 años. La ciudad entera tiene tanto que decirle: cada cual tiene un trip en el bocho y yo no quiero esta pena en mi corazón. A la noche, seguro, sentada en el borde de la cama, repetiremos a dúo una frase de meme: “hoy es viernes y...”. Ella me ofrecerá un abrazo reparador, que no aprieta, que no se apura, que cobija. La caricia apacible que una nena le da a su madre que está más o menos desesperada.