Manuscrito: el tercer acto de los hermanos Epstein
Philip y Julius Epstein no le tenían miedo al fracaso. Eran gemelos y guionistas en la era de oro de Hollywood, un trabajo precario en estabilidad y control para el que sus vidas previas en Nueva York como actor y boxeador, respectivamente, los habían preparado de forma excelente. Ya habían escrito nueve películas juntos, varias de ellas éxitos memorables, como La novia cayó del cielo (1941), una screwball comedy con Bette Davis y James Cagney. No es difícil imaginar la escena que Laurence Leamer reconstruye en su biografía de Ingrid Bergman, As Time Goes By, con el dúo sostenido por la confianza ciega del que ya no tiene nada que perder (salvo la personalidad, irrenunciable en las películas de esa época).
Los Epstein no tenían un guion terminado para Casablanca, pero más que un tercer acto que funcionara, necesitaban encontrar a su Ilsa Lund, el vértice menos convencional y más riesgoso de ese superlativo triángulo cinematográfico entre el amor, el cinismo y el compromiso que lanzó millones de análisis cinéfilos (este no es uno de ellos). Para eso había que convencer a David O. Selznick de que le permitiera protagonizarla a Ingrid Bergman. Hedy Lamarr, la primera actriz elegida para el papel (había protagonizado la exitosísima Argel con Charles Boyer, una “reinvención” de Pepe Le Moko) no había recibido el “pase” de MGM; Ann Sheridan y Michele Morgan no habían funcionado y conseguir a Bergman para una película que no tenía final, bueno, era difícil. Buena parte de la literatura de Hollywood recuerda poco benévolamente a Selznick, taciturno, cruel y obsesivo, suerte de Gollum con el anillo en lo que respecta a “sus” actrices. Había que prometerle cualquier cosa. Un éxito.
Selznick recibió a los Epstein almorzando en su escritorio, sin levantar ni una vez la vista del plato. La reunión claramente iba a la deriva, puesto que los guionistas no podían ahondar en las virtudes de una trama que no tenían. Casablanca -ensayaron- evocaría la misma cuerda emotiva que Argel, con “mucho humo de cigarrillo, guitarras y atmósfera exótica”, recuerda Leamer. Selznick asintió con la cabeza y los echó. Por 25.000 dólares y el préstamo de Olivia de Havilland, los Epstein habían conseguido a su Ilsa Lund.
La trama seguiría eludiendo a los Epstein, a Howard Koch y a los varios guionistas que no recibieron el crédito en el film incluso hasta después de comenzar el rodaje, que por ello se hizo en forma cronológica. Humphrey Bogart despreciaba a su Rick, llorando en su café marroquí mientras en la vida real los nazis avanzaban por Europa; Paul Henreid -quien había escapado de los nazis en la vida real- sentía que su Victor Laszlo también era un pusilánime (y tras La extraña pasajera, quería seguir encendiendo los cigarrillos para sus coestrellas). A Bergman le iba peor: no entendía a Ilsa Lund. “Cada mañana preguntábamos sobre nuestros personajes: ¿quiénes somos? ¿qué hacemos aquí? -recordaba la actriz sobre el rodaje-. La respuesta era siempre la misma: ‘No estamos seguros, terminemos esta escena y mañana vemos”. Bergman aparentemente siguió el consejo de su director, el húngaro Michael Curtiz, famoso por su críptico inglés: “Actualo por el medio”. La ambivalencia del personaje de Bergman ante su marido y su amante es fundamental para la historia. Como todo en Casablanca, parece obra del destino más que de Hollywood.
Los Epstein y el productor Hal Wallis sabían incluso desde antes de esa primera reunión con Selznick que el Código Hays -por el cual los estudios autocensuraban sus films- no permitía que Ilsa dejara a su marido y su trabajo en la Resistencia para quedarse con Rick, no importaba cuál fuera su arreglo con el inspector Renault por los sospechosos de siempre. Y si no hubiese existido el Código, existía la guerra: el estreno debió adelantarse al 26 de noviembre de 1942 para coincidir con la avanzada aliada en el norte de África. Los Epstein encontraron finalmente su tercer acto y se llevaron el Oscar. Ingrid Bergman jamás toleró el film.
Ochenta años después, Casablanca está de nuevo donde debe estar: en las salas de cine. Testamento de lo que significa aún ese tercer acto improbable, edulcorado, indignante -perfecto- en nuestras vidas, las escasas funciones disponibles en los cines porteños están invariablemente llenas.