Manuscrito: el largo adiós y el hola tanto tiempo
Es fácil ignorar el paso del tiempo en el día a día. Pero hay circunstancias especiales en las que, más que fluir como río, los años transcurrridos nos caen encima como catarata amazónica. Como en esos chistes de tantanes que solían fatigar Anteojito y Billiken (”era tan pero tan viejo que fue a comprar un ataúd y se lo llevó puesto”), puedo confirmar que esta es una edad en la que un entrañable reencuentro con amigas del secundario -paraguas momentáneo para un año de tormentas eléctricas- tiene un largo capítulo sobre los progenitores que perdimos, cómo los perdimos y qué hacer con lo que queda de ellos.
La nuestra -no sé si decir afortunadamente- solía ser una relación basada en opiniones sin miramientos, en la que seguro yo era el lado menos expresivo del triángulo conformado por personas muy distintas entre sí. Como ocurre con mi falta relativa de canas, señalada por dos morochas como milagro de la genética, mi mayor mérito en este gupo es apenas tener constancia (y el pelo claro).
Ninguna de las tres recuerda cuándo nos dejamos de ver. Incluso con la ayuda de corresponsales desde el extranjero con habilidad para estas lides, cruzando departamentos y fiestas con cantidad de hijos -el carbono 14 de los vivos- buscando marcar la última ocasión en la que estuvimos presentes, no hay caso: la memoria es ajena a la voluntad. La larga puesta al día de estos diez años (doce o trece también) pasa por los tópicos esperables: la minucia del trabajo, el estatus de hermanos y amigos, los achaques traumatológicos (englobados en un sticker de “PAMI Alert” con destino de favorito) y, cómo evitarlo, las más ridículas y deprimentes incursiones en el “mercado del usado” sentimental.
Años después somos las mismas personas y radicalmente distintas, pero el terreno allanado por la realidad de nunca poder estar a la altura de la idea de amistad que se tiene en la adolescencia hace que la conversación fluya. Como las filtraciones con las que lidio hace meses, la confianza lleva el relato por lugares inesperados: la historia de uno mismo a veces tiene más sorpresas para la narradora que para las escuchas.
Mientras el mediodía se hace tarde y llega la noche -los chicos llegan y se van con cierto aire divertido ante nuestras profesiones de asombro, el paso del tiempo hecho adolescencia- nos permitimos también algo más difícil: contar cicatrices. Comparamos roces con el cementerio de Chacarita (pre, durante y pospandemia, invariablemente un horror), la jerarquía de nichos, entierros y cremaciones, el protocolo a veces incomprensible de los velorios, el relato de revoleo de cenizas en distintas costas que nunca alcanzan el arco poético de las películas, negociaciones silenciosas acerca de qué significa realmente cumplir con la última voluntad de alguien que no está aquí para vernos sufrir al hacerlo puntillosamente.
Se me ocurre que las coincidencias alrededor de la mesa, como los años compartidos, los matrimonios y las relaciones perdidas y encontradas por el camino no hacen más que subrayar lo universal del duelo, y cómo tienden a igualarse nuestras reacciones -avasallando personalidades, circunstancias, diagnósticos- ante lo impredecible de su curso. Por alguna perversa razón, descubro que la pérdida de originalidad, la falta de designio y propósito, resulta indignante. Es perder la última gota de control tras la prueba definitiva de que no existe tal cosa.
Si ser un cliché no es la verdadera fuente de toda esa ira -se argumentará- no faltan en los días siguientes otras sorpresas que, cual ninja emocional, proceden a rebanarnos metafóricamente en pedacitos sin mediar palabra ni sentido. El tipeo de un contacto laboral en el WhatsApp cuyas tres primeras letras traen de regreso en la pantalla el mensaje tranquilizador para un nieto que terminaría siendo el último; un gesto familiar de ahogo en un Jeff Bridges que se recupera de las heridas infligidas por un asesino a sueldo en la serie The Old Man (ya de por sí una dolorosa reflexión sobre la construcción de padres e hijos, y teñida por las limitaciones muy reales de su magnífico protagonista); un caramelo de menta pegoteado en el cenicero del auto, defendido del celo profesional de los empleados de un lavadero, memorial secreto y móvil para su dueño anterior.