Manuscrito: El corazón de la biblioteca
No sé la de ustedes, pero mi biblioteca (por más que sean varios, demasiados cuerpos, es una sola, un Frankenstein de lecturas resucitado) tiene claramente un corazón. Es fácil encontrarlo: es el primer libro que se pone en las cajas al desarmar una casa y el primero que se ubica en los estantes vacíos en la siguiente. Podría decir que el corazón de mi biblioteca es mi libro favorito, pero no es solo eso. De ese libro irradian, cual aparato circulatorio, toda la vitalidad de la colección y la lógica de orden del resto de los volúmenes.
Y por lógica, claramente quiero decir todo lo contrario.
En Una cierta idea de mundo, Alessandro Baricco inicia su lista de los mejores 50 libros que ha leído en los últimos diez años explicando que ha dejado atrás una casa llena de libros y comenzado a poblar otra, un experimento fascinante, pero que da vértigo para el acumulador: “Los tengo colocados uno al lado del otro, no en orden alfabético o por tipología, sino según el orden en que los he ido abriendo (un sistema que por cierto recomiendo; en noches de aburrimiento te pones a mirar los lomos y, echándole ganas, es como si revivieras fragmentos de tu propia vida, basta dejar que te vuelva la sensación de aquella vez que los tuviste entre las manos; y vuelve, vaya si vuelve)”.
Es fascinante conocer los sistemas que han desarrollado sus dueños para sus bibliotecas, sobre todo porque, no importa cuán delirante sea la premisa –incluyendo la blasfemia de hacerlo según el color de los lomos–, lo primero que se afirma es su sensatez. A mayor cantidad de libros, extendidos a lo largo de más muebles, comienza a desarmarse la pretensión científica hasta recaer en un argumento adolescente: “Yo sé dónde está todo”.
Si podemos convenir en que no hay un orden “natural” para organizar la biblioteca hogareña, mal que le pese a Melvil Dewey, también podemos aventurar que la clasificación de los libros es contagiosa, como lo es el hábito de la lectura. Por lo tanto, la taxonomía suele ser por género, como en las bibliotecas a las que nos mandaban a molestar durante los veranos, en las que era imposible encontrar algo sin ayuda (“algo que leer” ya era mucho pedir).
Reconozco que no tengo la paciencia de alfabetizar mis libros, no solo porque implica un recálculo y reorganización cada vez que sumamos algo a la biblioteca, sino porque sería irracional esperar que amigos, parientes e hijos se tomen un trabajo que yo estoy dispuesta a realizar. Por eso, la subdivisión por nacionalidades, en el caso de la ficción, alcanza para evitar el desmadre (siempre me pregunté cómo ordenaba sus libros un conocido erudito, quien solía forrar sus libros con papel madera, incluso los prestados, aparentemente rémora de una infancia estricta).
En el caso del sector no ficción, escapamos de las fronteras nacionales y de toda pretensión de raciocinio (los alemanes siempre son vecinos de “religiones comparadas”, ¿por qué?, ¿por la Reforma?). No estoy sola en la arbitrariedad ni en el convencimiento de que el mío es un ordenamiento superador.
Alberto Manguel, en su imprescindible Una historia de la lectura, razona que se podría construir una historia de la literatura “a partir de esa clase de asociaciones, que explorara, por ejemplo, las relaciones entre Aristóteles, Auden, Jane Austen y Marcel Aymé (según mi orden alfabético) y entre Chesterton, Sylvia Townsend Warner, Borges, san Juan de la Cruz y Lewis Carroll (entre los autores que más me gustan)”.
Nuestras bibliotecas tienen un corazón y una razón de existir (el placer brindado que les ha ganado un techo por el resto de nuestras existencias); saben sobrevivir amputaciones, maltratos y arrebatos. Están vivas, mientras nosotros lo estemos. Y cuando ya no, me gusta pensar que ese libro –la piedra sobre la que edifique mi iglesia– comenzará a latir en el segundo estante a la izquierda de alguien más.