Manucho, anfitrión y cuentista exquisito
Coincidencias con final feliz. Hace algunos días, se inició en la Casa Victoria Ocampo, en el corazón de Barrio Parque, el programa de residencia de artistas. Una semana después, el 17, en el mismo lugar, perteneciente en la actualidad al Fondo Nacional de las Artes, Carolina Biquard, presidenta de esa institución, y Ana Mujica Alvear, presidenta de la Fundación Mujica Lainez e hija del autor de Misteriosa Buenos Aires, anunciaron el programa de puesta en valor de El Paraíso, la casona cordobesa donde vivió el escritor desde 1969 hasta 1984, y también dieron a conocer el proyecto de residencia de artistas que soliciten pasar allí una temporada.
Después de la muerte de Manucho, su viuda, Ana de Alvear (Anita), creó la Fundación Mujica Lainez, en 1989. Cuando ella falleció, las peripecias de esa villa, construida por el arquitecto León Dourge, parecen tomadas de una novela póstuma del ilustre expropietario. Por razones económicas, se hizo muy difícil mantener El Paraíso. Al principio, se hizo cargo la comisión directiva de la fundación, que no integraban los hijos. A partir de cierto momento, empezaron a desaparecer libros y objetos valiosos. Hasta que, en 2007, fue nombrada presidente Ana Mujica. Las desapariciones de bienes cesaron, pero no las penurias financieras. Ahora, con la ayuda del Fondo Nacional de las Artes, el gobierno de Córdoba y la Secretaría de Patrimonio Cultural, la solución de los problemas está bien encaminada y se abre un futuro muy interesante. Además, La Cumbre acaba de ser declarada "poblado histórico".
Manuel Mujica Lainez y su esposa tenían la vocación y la virtud de la hospitalidad. Durante el verano, El Paraíso se convertía en una casa abierta. Los amigos de Buenos Aires llegaban a veces sin avisar, y en otras ocasiones, precedidos por una carta. La respuesta de los dueños era siempre: "Vení".
Uno de los gestos más nobles de compromiso y preocupación de Manucho por sus amigos fue el ofrecimiento que le hizo a Sara Gallardo, la admirable novelista de Los galgos, los galgos, de vivir en una de las casas chicas diseminadas en el jardín de El Paraíso. Sara pasaba por un período difícil, de gran tristeza, después de la muerte de su segundo marido, Héctor A. Murena, y aceptó. Se estableció en un pabellón independiente con sus tres chicos: Paula y Agustín Pico Estrada y Sebastián Álvarez Murena. Por las tardes, Manucho la visitaba y hablaban de todo tipo de temas. La cálida presencia del anfitrión y también el silencio compartido fueron un tónico para Sara.
Es cierto que la desbordante hospitalidad del matrimonio Mujica Lainez tenía a veces consecuencias inusitadas. Al lado de la casa principal, había una piscina. En verano, era un imán poderoso. Nadar y tomar sol mientras Manucho relataba historias secretas de grandes familias argentinas era un programa que atraía las visitas de porteños y elementos locales.
Una tarde espléndida del Carnaval de 1984, llegaron muchos vecinos inesperados para una zambullida. Cuando cayó el sol, la temperatura bajó mucho. A la hora de la comida -asado ¡con chorizos!-, junto a los familiares, a los pequeños nietos y a los amigos invitados se sentaron a la mesa también los imprevistos nadadores y sus chicos: nos apretujamos.
Algunos mayores nos dimos cuenta de que era imposible satisfacer el hambre de tantos comensales y redujimos a lo mínimo nuestras porciones en favor de los niños. Estos, sin cristianos escrúpulos, arrebataron todos los chorizos de las bandejas. Ningún Jesús multiplicó los panes, mucho menos los choripanes. Durante ese obligado ayuno, Manucho, enarcando las cejas, me susurró: "Y pensar que yo escribí mi cuento 'El hambre' sin haber visto nada de esto". En una vitrina cercana estaba el altivo monóculo de Victoria Ocampo.