Manual del perfecto caradura
Basta un somero repaso de nuestra historia para advertir que la fama de corrupto le fue perjudicial (y dañina como la peste) a más de un político con pronóstico de tener un carrerón por delante. En cambio, vean qué curioso, quien mereció fama de caradura, e incluso de flor de caradura, siempre fue visto como un tipo pintoresco, tirando a socarrón y dotado de picardía criolla, el más autóctono de los rasgos del carácter. De la consulta a eminentes sociólogos extraemos que la caradurez es una seña particular que para nada desmerece el buen nombre y honor.
Hay ejemplos a montones de políticos que, previsores y visionarios, optaron por exhibir fina estampa de caraduras, a sabiendas de que, por lógica consecuencia, ya se les presentarían mil y una oportunidades de acogerse a los beneficios de la corrupción, con garantía de disfrutar una vida lujosa y regalada, extensiva a parientes y amigos.
Conviene saber que la condición de corrupto sólo se consigue por vía del contagio, en tanto que, invariablemente, la caradurez es una cuestión genética, que consta en el ADN. Dado que viene de cuna, a los políticos caraduras les resulta trámite fácil cosechar predicamento, cultivar influencias y trepar a posiciones de superioridad, sobre todo si militan en partidos vocacionalmente verticalistas y autoritarios.
En su fase madura, si el endurecimiento de los músculos faciales ocurre a la par del endurecimiento de los músculos de la conciencia, el político caradura afinará su astucia, decidirá que toda lealtad es transitoria y apelará a recursos de prestidigitador en caso de que deba salvaguardar la impunidad de bienes mal habidos.
Al político con escasa experiencia hay que decirle que toda caradurez demanda dominio coreográfico de la genuflexión, pavoneo jactancioso y uso y abuso de la obsecuencia, prerrogativas que son imprescindibles para merecer algún día catadura de líder y para engatusar, mientras tanto, a los babiecas de siempre, a la miríada de almitas ingenuas que han de cruzársele en el camino.
Muchos burócratas y referentes oficialistas de nuestro pasado reciente hicieron prédica desmesurada de su caradurez y, de puro torpes, la aplicaron para concebir un estilo de gestión a tal punto engañoso que el sayo del enriquecimiento ilícito les cae ahora como de medida.
Por descontado, el político que incurre en caradurez desmesurada corre riesgos severos. Por ejemplo, el de padecer estrés agudo si, por esas maldades del destino, un juez meterete le prescribe indagatoria. A políticos sometidos a tan feo trance les incumbe esta noticia: ciertos tratamientos kinesiológicos consiguen petrificar los más comunes rictus faciales, para así transitar decorosamente por los estrados de Comodoro Py.
Es menester que el político novato se meta en la cabeza que son nocivos los excesos de caradurez verborrágica: desatan soberbia egocéntrica. Expertos en apariencia estética consideran que un toquecito de bótox y otro de colágeno, sumado a un mohín entre gracioso y chabacano, acentúan la gestualidad granítica y consiguen que la caradurez verborrágica parezca una virtud.
El político bisoño debe tener en cuenta que una bien cincelada facha de adoquín se vuelve inocua y no reporta beneficios si quien la ostenta es un pelafustán de feria, un prepotente a ultranza o un vulgar mediocre. Más de cuatro ex funcionarios fueron abochornados por la opinión pública debido a que lucieron esos espantos y fueron incapaces de discernir que la caradurez genuina exige pulcritud de gestos, sobria elegancia y el señorío de quien se presume seductor.
Estos atributos conceden al político caradura la posibilidad de degustar las mieles del aplauso y las prebendas, tanto como los arrullos de la adulación y la alcahuetería. No constituye una rareza que quienes respondan a este perfil se vuelvan carismáticos y que, llegados a líder, puedan macanear a rolete y adobar a gusto el estofado de sus proclamas. Nadie osará objetarle nada si afirma, sin sonrojo, que Alemania nos triplica en pobreza.
La vacilación no es mérito de un líder político caradura. Por lo tanto, si percibe amenazas de crisis social debe, de inmediato, suscitar reyertas y promover una generosa repartija de culpas ajenas, recursos que actúan como eficaces instrumentos de distracción ciudadana.
En política, el ejercicio de la distracción ciudadana es funcional a la caradurez, ya que logra apañar corruptelas y sobrellevar complicidades. Por eso, no pocos portadores de rostro de adoquín pululan hoy tan campantes, devenidos en críticos furibundos, aunque renuentes a la autocrítica por la tracalada de sueños compartidos, tristemente usurpados y rapiñados.
Moraleja que cae como breva: la caradurez -y sobre todo la caradurez política- debe ser entendida como un básico componente de la idiosincrasia institucional. Rindámosle pleitesía a esta encantadora forma de creer que el país está condenado al éxito, aun cuando algún día, en el futuro, vuelvan a ser caraduras o corruptos los inquilinos de la Casa Rosada.