Manual de instrucciones para romper un país
No sé ustedes, pero yo tuve la suerte de crecer en la Avellaneda de los 60. Era la ciudad andrajosa del blues de Manal (“Vía muerta, calle con asfalto siempre destrozado…”), pero era también el corazón de la Argentina industrial todavía vital y progresista en serio (“Y los obreros, fumando impacientes, a su trabajo van…”). Un país cuyo mejor intento de dejar atrás la proscripción del peronismo había fracasado con el golpe de Estado contra Illia que en 1966 dio el Partido Militar con apoyo del general Perón y la burocracia sindical justicialista. Nadie puede quitarle al peronismo esa responsabilidad, omnipresente en los documentos de la época; pero no estaba solo. También la clase media y las usinas periodísticas y culturales participaron activamente de aquel golpe siniestro que terminó con la última Argentina razonable. Yo tenía nueve años y en el micro escolar que nos llevaba de vuelta a casa desde el Normal de Avellaneda cantábamos una canción aprendida en nuestras casas que se burlaba de “la tortuga Illia”. La democracia y sus instituciones republicanas no eran de nuestro interés.
Es cierto, la Argentina de 1960 no era ya la Argentina de la primera mitad del siglo XX, que rankeaba entre los diez países más ricos del mundo, gozaba de la mejor educación, la mejor legislación social y las mejores condiciones de vida de toda Latinoamérica y era un imán de atracción para millones de emigrantes europeos que preferían Buenos Aires a Nueva York. Pero era todavía una Argentina pujante, con ascenso social y una extendida clase media, niveles de pobreza y desocupación que rondaban el 5%, educación pública de primer nivel, trenes que cubrían todo el territorio y universidades que parían premios Nobel.
Fue por entonces, en 1968, cuando apareció una película decisiva en el curso de los acontecimientos: La hora de los hornos, de Octavio Getino y Pino Solanas. En sus imágenes, hoy disponibles en internet, nada diferencia aquella Argentina de los 60 de los países africanos. Con una capacidad de artística inversamente proporcional a su honestidad ideológica, Getino y Solanas pintaron una Argentina abominable, un país indigno que todo argentino de bien estaba llamado a romper. Su capítulo más significativo, “La violencia cotidiana”, enuncia las razones por las cuales era imprescindible una revolución. Mientras circulan por las pantallas imágenes de gente viviendo miserablemente y suena una música africana, el locutor en off enuncia: “El 75% de los trabajadores argentinos no cubre con sus ingresos elementales necesidades de vida… La capacidad adquisitiva de los salarios disminuyó 40% en los últimos 15 años… El promedio de horas de trabajo de los sectores ocupados es de 11 horas… El 90% de la población rural habita chozas de adobe… El40% de la población urbana vive en condiciones de promiscuidad”. Getino y Solanas no se limitan a la Argentina: “En Brasil, el 43% de los niños mueren de hambre, 300.000 al año… más muertos que en Hiroshima y Nagasaki”; deliran.
Un rápido vistazo a las estadísticas de la época basta para desmentir estas mistificaciones, pero: ¿a quién le importan los números existiendo los bellos relatos? Entre ambigüedades, datos falsos y mentiras descaradas, Getino y Solanas pintan un país que incita a la violencia y abren el camino a su justificación: “La violencia neocolonial no necesita ponerse en acto. Con ser potencial, ya vale”, sostienen. Lo que vino después, lo conocemos. No el camino de la república democrática que proponía el radicalismo de Illia, sino una rebelión armada de la que participaron con entusiasmo vastos sectores de las clases altas y medias.
Como era fácil de prever, todo empeoró. En 1968, los obreros mejor pagos de Latinoamérica tomaron la ciudad de Córdoba y fueron violentamente reprimidos. Y en 1970, una bandita de lunáticos “respondió a la violencia de arriba con la violencia de abajo” (sic) asesinando al general Aramburu. Le siguió una ola de atentados y asesinatos que acabó definitivamente con aquel país. Después, el peronismo camporista ganó las elecciones en 1973 e inauguró su gestión liberando a los presos, terroristas o no, de Devoto. Y en 1974 la fórmula Perón-Perón, la más votada de la historia, se encargó de romper todo: a los días más felices de Gelbard siguieron los días infelices de Celestino Rodrigo, el modelo industrial de sustitución de importaciones estalló, la pobreza se duplicó y la violencia se multiplicó: más de 1000 víctimas –entre muertos y desaparecidos– caídas en la guerra entre la patria peronista-socialista y la peronista-peronista. Bombas. Asesinatos. Desapariciones. Exilios. Persecuciones. Y como broche, la dictadura que consumó los crímenes más aberrantes de nuestra historia.
Quizás exagero atribuyéndole tanta responsabilidad a Pino Solanas. La hora de los hornos y sus sucedáneos no fueron el único factor. Por supuesto, existía un caldo de insatisfacción en el cual la película se originó y sobre el cual se esparció. Pero no deja de ser patético que el mismo Solanas que colaboró tan decididamente en la destrucción de aquella Argentina se haya pasado el resto de su vida proponiendo volver a ella, a sus clases medias extendidas, a su educación pública de alta calidad, a sus obreros bien pagos, a sus trenes, a un país que no era brillante, pero donde la pobreza, la desocupación y la marginalidad no eran la regla, sino la excepción.
Ningún período histórico se repite, y el futuro tiene final abierto. Pero la frase de Hegel que retoma Marx sobre el drama y la farsa en la Historia tiene sus razones. Me parece ver cierta similitud entre aquel espíritu de época de fines de los 60 y el actual. También hoy hay demasiada gente que cree en romper todo y demoler instituciones, en lugar de mejorarlas. También hoy hay quienes apuestan por líderes mesiánicos y propuestas mágicas que lo solucionan todo sin esfuerzo ni dolor. También hoy hay muchos que piensan que cuando se está en el fondo del pozo es imposible seguir cayendo, aunque la historia de nuestra decadencia demuestre exactamente lo contrario: lo peor no tiene fin.
Ojalá sepamos, dirigentes y ciudadanos, rechazar el nuevo manual de instrucciones para romper un país. Porque la Argentina fracasada que siguió a la de los 60 fue, como esta, hija de una ruptura institucional y sus efectos disruptivos sobre la República. Porque se sale del fracaso con coraje y convicciones; no con demoliciones institucionales. Un Congreso con mayorías parlamentarias que impulsen el cambio. Un Banco Central independiente al que le estén vetados los cepos y financiar al Tesoro con emisión. Una moneda nacional estable. Una educación y una salud pública dignas, al servicio de los ciudadanos y no de los Ginés García y los Baradel. Un orden público surgido de la firmeza y la experiencia; no de la exasperación.
Hemos retrocedido tanto que Getino y Solanas podrían filmar hoy una nueva “Hora de los hornos” y esta vez su contenido no faltaría a la verdad. Pero lo que hay que destruir es el entramado mafioso y corporativo que nos ha llevado a esta debacle, no el sistema institucional ideado por Alberdi que nos llevó a la prosperidad y el progreso, y que el peronismo siempre despreció. Creer que vamos a salir de la decadencia con menos república y menos instituciones es caer en el mismo error que acabó con la última Argentina razonable. Si llenos de rabia e indignación tiramos a la basura todo lo que rompió el peronismo, nos vamos a quedar sin país. ß