Mansilla vuelve, y los ranqueles también
¿Mansilla dice usté? ¿Qué Mansilla? ¿Será algún vecino?
–No, no. Un escritor y militar, que fue a tierra de indios y luego publicó un libro.
–Ah, ya sé. Yo por ese entonces no trabajaba acá. Pero me dijeron que hace unos diez años pasó con toda su gente a caballo y acampó justo en ese claro que ve.
No estábamos en el siglo XIX sino en el verano de 1992. El lugar, los espinudos campos de Monte de la Vieja (provincia de Córdoba), era uno de los hitos del camino de Lucio Victorio Mansilla (1931-1913) hacia los toldos de Panghitruz Guor o Mariano Rosas, lonko (cabeza) supremo de la comunidad ranquel. Su hogar y sede de operaciones se hallaba al norte de la provincia de La Pampa, en torno a la laguna de Leubucó.
Veníamos siguiendo el mapa de Mansilla desde Río Cuarto, donde se instaló en 1869 como subcomandante de la frontera sur. Fuimos siempre amablemente recibidos, campo tras campo, aunque debíamos de ofrecer, para cualquier paisano sensato, un aspecto extravagante, empezando por nuestro auto: un Mercedes Benz modelo 1953 reciclado, con los guardabarros pintados de rojo. Éramos una pareja todavía joven (sub-40) con dos chicos (Alfonso y Leonor) de once y ocho años, que sacaban la cabeza por las ventanillas y preguntaban por los ranqueles a cada rato.
La insistencia sería vana. Ninguno de los pobladores daba ni daría muestras de acordarse de ellos. En cuanto a Mansilla, la memoria local lo había asimilado a Carlos Mayol Laferrère, director del Archivo Histórico Municipal de Río Cuarto, que había hecho en 1981 todo el recorrido de Lucio V., acompañado por un grupo de jinetes entusiastas.
Dos resultados arrojó el viaje original de Mansilla en 1870. Uno fue efímero: un tratado de paz convenido entre el jefe ranquel y el coronel criollo, que no obtuvo la aprobación final del Congreso y que pronto violó su sucesor. Otro ingresó en los anales de la mejor literatura: Una excursión a los indios ranqueles (1870), crónica, novelesco relato de viajes y de frontera, ensayo de antropología avant la lettre, que nunca perdió su poderosa vitalidad, al punto de inspirar a otros excursionistas. En mi caso, el fin era literario: escribía una novela fantástico-histórica, La pasión de los nómades (1994), en la que Mansilla retoma su ruta pampeana, pero a finales del siglo XX, para saldar sus propias asignaturas pendientes y las de la memoria nacional.
En 1992, año del Quinto Centenario, los pueblos indígenas del centro y sur argentinos seguían siendo invisibles, no tanto para estudiosos y especialistas cuanto para los habitantes de ese mismo suelo. La constatación más abrumadora llegó al final del itinerario, en Leubucó. El encargado de la estancia donde se encuentra la laguna, consideraba como "cuentos" todas esas historias de que "por allá habían vivido los indios".
No todos los "cuentos" son lo mismo. Algunos poseen un profundo valor de rescate y de reconocimiento individual y colectivo. El relato de Mansilla es uno de ellos, capaz de proveer nuevos imaginarios a una comunidad que se resiste a mirarse mejor en el espejo. En su propio tiempo –quizá porque la originalidad de su libro era tan notoria– suscitaba comentarios no menos incrédulos que los del mayordomo, según apunta en una de sus causeries: "No pocos lectores llegaron a preguntarme como quien desea recibir una confidencia: ‘Decime, che, Lucio, ¿realmente has estado vos entre los indios?’"
Frente a representaciones solo brutales, animalizadas o demoníacas, del "salvaje" de las pampas, tanto anteriores (La cautiva, de Esteban Echeverría) como posteriores (el Martín Fierro), Una excursión a los indios ranqueles devela un asombroso friso, donde los aborígenes argentinos (otro matiz que Mansilla destaca) aparecen como seres plenamente humanos (no menos humanos que los "civilizados" y en ciertos casos, incluso, hasta mejores) y como sujetos históricos, políticos y culturales de pleno derecho. No viven en otro planeta ni en otra cronología, sino en un mundo atravesado por las disputas internas de los partidos criollos, en las cuales participan también. Hay mujeres cautivas (universal botín de guerra) pero en todas las situaciones posibles: la infelicidad extrema (Petrona Jofré), la resignada conformidad con su destino (Fermina Zárate), o incluso el contento (las satisfechas mujeres añadidas al toldo del cacique Epumer). Hay caciques hijos de cautivas, hay huellas de mestizajes, como los "ojos garzos" de Mariano Rosas. Este último, en definitiva, de algún modo también pertenece a la familia del autor; no en vano los dos compartían el padrino de bautismo: Juan Manuel de Rosas, tío materno de Lucio V.
Mansilla les abre a los ranqueles, sus contemporáneos, un portal ventrílocuo para que su voz resuene y sea escuchada. Su idiosincrasia, sus necesidades, sus demandas, sus formas de gobierno, de religión, de administración de justicia, su lengua (preciado instrumento de oratoria en boca de los líderes), se despliegan como facetas de una sociedad híbrida y pluricultural que también albergaba cristianos voluntariamente acogidos a la hospitalidad de la Tierra Adentro.
La masiva derrota de los pueblos indígenas luego de la Campaña al Desierto no fue solo bélica. Para los que sobrevivieron quedaba una sola alternativa: la homogeneización con respecto al patrón cultural dominante, considerado el único aceptable. A la pérdida de la autonomía territorial y política se unieron otras: la religión, la lengua, las costumbres. Reconocerse como descendiente originario no era factible ni deseable en una sociedad donde el paradigma civilizatorio pasaba por otra parte. La condición de indígena era vista como un atavismo que debía superarse.
Los indios fueron "fosilizados": cráneos y huesos de caciques terminaron en manos de la museología para su estudio, según criterios científicos de la época. Por detrás de las vitrinas, parecían el resto de una pre-historia lejana y extinguida, anterior y por fuera de la historia de la nación en la que sin embargo habían actuado de todas las maneras posibles hacía solo instantes.
Hoy algunas cosas son muy distintas. Dos recientes documentales prueban cómo Mansilla ha vuelto al imaginario público, y no solo él. El primero: Otra excursión a los indios ranqueles (2017), en ocho capítulos, ficcionaliza fragmentos de Una excursión... y desgrana diversos aspectos de la cultura aborigen desde los textos mansillanos, con intervenciones de estudiosos, así como de miembros de las comunidades ranqueles. En los fogones, algunas conocidas bandas guitarrean a ritmo de rock, dando un toque singular a la voluntad reconstructiva. Esta ambiciosa coproducción de la Renau (Red Nacional Audiovisual Universitaria), se realizó con el concurso de cuatro universidades nacionales (La Pampa, Córdoba, Río Cuarto, La Plata) y el apoyo del Ejército Argentino. Fue dirigida por Jerónimo Carranza, con guión de Pablo Siciliano, Nahuel Lahora y Gustavo Alonso.
El segundo documental (Mansilla y el encuentro con los pueblos ranqueles, con guión y dirección de Gilda Muñoz, 2018) fue producido por el Senado de la Nación y pertenece a la serie Los caminos de la patria, basada en una idea original de Federico Pinedo. Fragmentos de Mansilla se entrelazan dinámicamente con los paisajes y la realidad del presente. Nunca más actuales, los ranqueles vuelven a hablar: de Mariano Rosas, cuyo cráneo fue recuperado del Museo de Ciencias Naturales de La Plata y enterrado nuevamente en Leubucó; de sus muy diversos oficios y profesiones, que no les impiden reconocerse en una raíz ancestral; del retorno a la lengua y a los rituales sagrados sin dejar de vivir, por ello, en el siglo XXI. Más allá de los estereotipos, brillan algunos "ojos garzos" como los de la lonko María Inés Canuhé, hija del fallecido líder comunitario Germán Canuhé.
Donde antes solo había negación, despojo y desmemoria, hay conmemoración, restauración, monumentos. Mansilla vuelve junto con los ranqueles del futuro, nuestros contemporáneos. Como la sombra de Facundo, tiene muchas cosas para revelarles a sus compatriotas. Sobre todo, las que se habían decidido olvidar.