Malvinas, un sueño que puede ser rescatado
Para que los reclamos por la soberanía de las islas no se conviertan en nuevas frustraciones o en quimeras, la Argentina debe evitar los errores políticos del pasado y propiciar alternativas no exploradas hasta el momento
Cuando en 1989 se abandonó la política de presionar y aislar al Reino Unido a través de las votaciones de la Asamblea General de las Naciones Unidas, se cerró la última puerta que podía llevar a un comienzo de solución del tema. El Reino Unido estaba aislado y sus reiteradas negativas a negociar tenían un costo creciente. La preocupación por el resultado de aquellas votaciones hacía que la primera ministra Thatcher interviniera personalmente presionando a los países que votaban para hacerles cambiar la posición.
Entre 1989 y 1990 la mayoría de los temas que eran tratados en la Asamblea General fueron resueltos o comenzaron a serlo. El fin de la Guerra Fría destrabó la mayoría de las tensiones y los litigios regionales.
En ese momento, el nuevo gobierno argentino privilegió la reanudación de las relaciones diplomáticas con Gran Bretaña y retiró de la agenda de la Asamblea General la cuestión Malvinas. Naturalmente, el tema perdió tensión, el mantenimiento del statu quo dejó de representar costos políticos para el Reino Unido y el apoyo activo de muchos países a la posición argentina desapareció. Se desarmaron las bases sobre las que se trabajaba en las Naciones Unidas, a tal punto que hoy sería impracticable un retorno a la estrategia multilateral.
A partir de allí se intentaron dos caminos: la seducción de los habitantes de las islas y, más tarde, una diplomacia oral basada en un lenguaje duro y, a menudo, exaltado. Ninguno de esos métodos obtuvo el menor resultado. El primero se aplicó durante 10 años y el segundo, durante 12. Así, el balance de ese cuarto de siglo fue el fracaso.
La convivencia con el fracaso nos llevó a una estrategia litúrgica: celebramos la ceremonia del reclamo, clamamos por el territorio ocupado y tratamos de ignorar nuestra impericia para alterar la situación.
De acuerdo, podemos seguir así, en nuestra vieja tradición de imaginar que vivimos futuros que nunca existirán; a la deriva, penosamente, sin metas.
El interés en la cuestión Malvinas no debería ser sólo territorial. Tenemos casi tres millones de kilómetros cuadrados que no hemos administrado demasiado bien. No me parece que las islas cambiarían gran cosa en ese sentido. Tendríamos más territorio mal administrado. Sé, lector, que lo dicho puede molestar, pero aun así seguirá siendo cierto.
Más que el costo de un territorio perdido, creo que las islas se fueron transformando en un sueño que ayuda a mantener nuestra unión y es allí donde reside su mayor valor. Pero si esos sueños se transformaran en quimeras, tendrían el efecto inverso: frustrarían y transformarían a los habitantes en individuos resignados a un triste futuro. No hay muchas cosas que nos unan. El pasado no nos empuja, sino que más bien nos divide. Tampoco el futuro nos reúne en la búsqueda de algún sueño argentino. Ni la historia nos empuja ni el futuro nos atrae. Difícil ser nación en esas condiciones.
Dicho esto, lector, creo que si insistiéramos en los caminos que hemos transitado, transformaríamos nuestros sueños en quimeras, en frustraciones. Lo sabemos, pero no queremos pensarlo: el Reino Unido no cambiará de posición; la Argentina no tiene capacidad de presión diplomática y los habitantes de las islas no poseen el menor interés en ser parte de un país que exhibe la historia que hemos vivido. Una cosa es que no aceptemos en nuestras tesis jurídicas la voluntad de los habitantes de las islas y otra es que esa voluntad no exista. Existe y cuenta para el Reino Unido. Si alguien no entiende la diferencia entre una posición doctrinaria de orden jurídico y la realidad, decididamente la política no debería ser su campo de trabajo (menos aún la internacional).
En las ideas que propongo no doy un papel central a los argumentos jurídicos, esta estrategia no tiene relación con el derecho internacional, por la simple razón de que aun si tuviéramos toda la razón, de nada serviría. Éste no es un tema de justicia, es una cuestión de intereses, poder y oportunidades.
Las ideas que se presentan no tratan de lo que es justo, sino de lo que es alcanzable y, a la vez, deseable para nuestro país.
Es útil evaluar el riesgo de la propuesta, en el lenguaje de los economistas, su costo de oportunidad. Es decir, qué otro camino con mejores resultados descartaríamos si adoptáramos el que se propone. No creo que exista una alternativa, y si la hubiere, debería ser tiempo de hacerla conocer y practicarla. Como hasta ahora nada indica que exista, no veo costo de oportunidad en lo que se propone.
El primer paso en esta estrategia consiste en lograr un acuerdo por el cual hasta el año 2033 (segundo centenario de la toma de las islas por los británicos) se congelan las posiciones sobre soberanía por ambas partes. A un ritmo rápido, aunque siempre guiado por la oportunidad y la prudencia, debería abrirse el intercambio de personas y mercancías entre las islas y el territorio continental. Toda actividad que pueda ser realizada por un extranjero con residencia debería poder ser hecha por un habitante de las islas.
La amplitud y normas que rijan esta apertura deberán, naturalmente, ser discutidas por ambas partes, pero el objetivo es que los habitantes de las islas puedan residir el tiempo que lo deseen en nuestro país, realizar las actividades sin que exista –en principio– limitación alguna. Comercio, atención médica, enseñanza de todos los niveles son ejemplos de actividades y servicios a los que tendrían acceso.
En principio, sería deseable que en ninguno de los dos sentidos se requiera otro documento que el equivalente del DNI.
Al comienzo serán poquísimos los isleños que prueben el continente sencillamente porque hay temores e historias inquietantes en el pasado. Pero éste es un ejercicio de casi dos décadas durante las cuales nuestro país puede iniciar una etapa, quizás una era, distinta de su vida. Lógicamente, si seguimos viviendo nuestras aventuras pendulares, populismos exaltados y conservadurismos incapaces de dar un salto en el desarrollo nacional, la Argentina no será atractiva para los isleños ni para la mayoría de las personas sensatas que habitan este planeta.
Pero si se inaugurara un historia diferente, si poco a poco comenzáramos a transformar nuestro país en un lugar donde se desenvuelve una vida estable, moderna y previsible, si los grandes trazos externos del desarrollo se vieran, la relación con los habitantes de las islas se alteraría fundamentalmente.
Si este camino se recorriera con razonable éxito, dentro de 17 años podríamos comenzar una discusión totalmente distinta entre la Argentina y el Reino Unido, porque sencillamente –y éste es el punto central de la propuesta– si cambia la percepción de los kelpers, cambiarán las alternativas que podrán discutirse con el Reino Unido.
No se trata de seducir a nadie, como en los años 90, sino de mostrar un país que se trasforma y se torna atractivo.
Por cierto, éste es un ejercicio que requiere no sólo el acuerdo de la otra parte, sino de la mayoría de los argentinos. De modo que si esta idea avanzara, no descartaría, luego de conocer la opinión británica, una consulta popular. Este ejercicio debería estar amparado en el paraguas de soberanía que escribimos junto con algunos colegas en 1985, por el cual nada de lo que se dijera u ocurriera durante su desarrollo podría ser utilizado como un reconocimiento o un título en el reclamo de soberanía.
Si lo intentáramos, estaríamos apostando a nosotros mismos, a nuestra capacidad (a nuestro orgullo) para hacer que la Argentina sea un país movilizado con los sueños por realizar y unido por los sueños realizados.