Malvinas: un avance para celebrar
Con la reinstalación de la impasse acerca del tema de la soberanía de las islas Malvinas, el gobierno argentino ha tenido un acierto. No sólo porque pone en marcha algo probadamente útil en el pasado, sino también porque, de cara al futuro, no existe un camino mejor hacia la solución del problema. No se trata de la mera restauración de una política -buena o mala- que ya pasó. Hoy, su utilización responsable sería como un escalón que sucede al otro. Y los dos van para arriba, no para abajo.
En la Argentina siempre hubo que tener coraje para tomar algo de gobiernos anteriores y continuarlo simplemente porque es lo correcto. Eso, por ejemplo, hicieron Menem y Di Tella con la excelente política de Alfonsín y Caputo para terminar exitosamente con un siglo de conflictos fronterizos con Chile.
También hay que tener coraje para revisar posiciones fallidas y, más allá del esperable maquillaje, aparecer ahora prácticamente coincidiendo con aquello que se combatió. Es una buena noticia: luego de una penosa década de enervamientos y hostilidades, representantes del kirchnerismo aceptan ahora la no discusión inmediata de soberanía y hasta proponen cooperaciones con el Reino Unido.
Al mismo tiempo, connotados militantes de fracciones de Cambiemos o cercanas a esa alianza que en su momento se opusieron a esta política hoy afirman que el camino parece ser cooperar en todos los demás temas con Gran Bretaña, aun cuando los ingleses no acepten discutir la soberanía de las islas. Di Tella debe estar sonriendo.
Eso también encierra el germen de una buena noticia: aunque todavía nadie se anime a reconocerlo, se están consolidando las bases de una actitud común hacia las Malvinas, elementos para una eventual política de Estado sin la cual nunca conseguiremos resolver el problema de las islas y, pronto, de la Antártida.
Los argentinos nos hemos dividido por demasiado tiempo. Unos pensábamos que, mientras no pudiéramos discutir la soberanía, lo mejor era concertar en las otras áreas para generar un clima de entendimiento que allanara el camino hacia una negociación que inevitablemente llegaría.
Otros sostenían que, de no acceder la corona a discutir la soberanía de entrada, entonces los argentinos no aceptaríamos discutir sobre nada. Los británicos, felices.
Tuvieron que pasar una guerra y más de un cuarto de siglo para que varios importantes seguidores de esta última posición comenzaran a atemperar su intransigencia hasta proponer, como propia, una idea central de sus adversarios: toleremos -aunque no lo aceptemos- esta impasse en la discusión de soberanía y avancemos en los otros aspectos de la relación mientras nos fortalecemos como país en el mundo.
No importa argumentar ahora quién tenía razón. Corresponde celebrar que, en el tema Malvinas, parecen irse limando discrepancias para privilegiar coincidencias. La solución de este asunto no sobrevendrá sólo de las astucias de juristas y diplomáticos, sino también del peso de la opinión pública nacional y mundial. Los avances en materias importantísimas -como derechos humanos, narcotráfico, la violencia armada, el racismo o el medio ambiente- han ocurrido porque numerosos gobernantes no tuvieron más remedio que ceder ante el peso de la opinión pública en el mundo y en el interior de sus propios países. La solución en las Malvinas vendrá cuando la Argentina vuelva a ser un país importante en el mundo y tenga políticas de Estado firmes en lo interno. La reciente reinstalación del paraguas de soberanía y la revisión de posturas que hasta hace diez minutos reincidían en la intransigencia sonoramente patriótica son muy buenas noticias en esa dirección.
Ex vicecanciller, miembro del Club Político Argentino