Malvinas, ese paisaje de la incomodidad
Se suele mostrar a este territorio como un espacio geográfico donde la épica es imposible
¿Puede pensarse la relación de un argentino con las islas Malvinas desde una perspectiva generacional? Veamos. En el texto que cierra su último libro, Beatriz Sarlo escribe, en referencia al viaje que realizó a las islas en 2013: "Nunca me sentí más lejos del país donde vivía que en esos meses donde todo había sido eclipsado por la ilusión de que, guiada por la dictadura, la Argentina vencía a Gran Bretaña. Esa fantasía colectiva fue mi pesadilla. Por eso, nunca pensé en viajar a las islas, que eran para mí un lugar crepuscular: el crepúsculo de la dictadura, el de la muerte de los cientos de soldados argentinos, el de un nacionalismo territorial que no me interesaba". Pesadilla: la misma palabra que evoca Sarlo, pero con ecos más funestos, debe ser la que utilizan para referirse a Malvinas muchos de los nacidos a principios de la década del 60, los llamados "chicos de la guerra". Pero para buena parte de los argentinos de la década siguiente, Malvinas existe como una experiencia mediada: acaso una música de fondo (una marcha militar cuya letra había que aprender, reproducida en un tocadiscos de un patio de escuela), la percepción no muy clara de un ambiente de hostilidad castrense (el formar fila en ese mismo patio tomando distancia), cierta solidaridad con lo desconocido (escribir cartas a soldados imaginados, realizar donaciones), la preocupación y la angustia indescifrable en el rostro de los mayores. No mucho más. Malvinas fue una reconstrucción hecha a posteriori, a través de películas, novelas, ensayos. Tal vez lo siga siendo.
Pesadilla: la misma palabra que evoca Sarlo, pero con ecos más funestos, debe ser la que utilizan para referirse a Malvinas muchos de los nacidos a principios de la década del 60
En 2006 una joven estudiante argentina de literatura viajó a las Malvinas en busca de un cierre para su tesis doctoral, que trataba la manera en que las islas habían sido abordadas por la literatura y el cine argentinos. La investigadora Julieta Vitullo había nacido en 1976 y llevaba consigo algunas certezas académicas, las ya clásicas lecturas de Fogwill y Carlos Gamerro, un plan de acción y una cámara de mano. A poco de aterrizar, vio cómo todo eso era trastocado por el encuentro fortuito con dos ex combatientes, Carlos y Dacio, que llegaban después de 25 años al lugar donde fueron enviados de adolescentes, vistiendo uniforme. Donde habían pasado frío y hambre y habían visto la cara de la muerte. Vitullo decidió entonces abandonar su plan y plegarse al de ellos. Comenzó a filmarlos y los acompañó en ese otro viaje. En ese mismo momento nació un documental llamado La forma exacta de las islas, que puede verse por estos días en algunas salas comerciales.
Las virtudes del film no son pocas. Pero quizá la principal sea la de exhibirse como un objeto inasible y mutante, donde nunca nada es lo que parece. Enseguida vemos cómo esas imágenes del viaje inaugural de 2006 serán intercaladas con las de una segunda visita de Vitullo a las Malvinas en 2010: esta vez ella ya no es, como creíamos, la directora de aquel documental, sino que se ha convertido en su protagonista. Hay un equipo que la acompaña (los directores Daniel Casabé y Edgardo Dieleke, un camarógrafo y un productor) y un enigmático motivo por el cual ella vuelve a aquel lugar.
Ese segundo viaje, y ese secreto que se develará al final, impulsan otro recorrido en el que Vitullo mantiene conversaciones con algunos isleños, define con sus compañeros de rodaje cuál debe ser el enfoque de la película y se registran algunas de las imágenes más inquietantes jamás filmadas de las islas. Ese es otro acierto de la película: hay tomas panorámicas y algunas en las que la manifestación salvaje de la naturaleza se capta de manera inusual (en largos planos estáticos como los que suele hacer Werner Herzog); pero también se advierte un costado casi metafísico de las Malvinas en cómo se filma la silueta de un farol de noche, en una casa cuyo tenebroso fondo está sembrado con decenas de enanos de jardín, en una limusina que vemos doblar en una esquina desierta, en los rostros difusos, filmados sin sonido ambiente, que se adivinan en la barra de uno de los bares de la isla.
Como si a pesar del tiempo y los cálculos políticos ese territorio incómodo y en litigio permanente se resistiera a conquistas y categorizaciones
Los directores escribieron algunas de sus intenciones en un breve texto sobre el documental: "Nos gusta pensar que es una película que explora y lleva al límite las posibilidades de narrar las experiencias traumáticas. Las islas de nuestra película exceden la guerra de Malvinas y sus efectos y se convierten en un espacio de descubrimiento y transformación". Es cierto: La forma exacta de las islas se interroga, mientras transcurre, sobre las diversas formas de contar y acepta las contingencias (lo inesperado, las dudas, los problemas) como parte de su material narrativo. Y también se integra a la tradición estudiada por Vitullo (su tesis se convirtió en el libro Islas imaginadas. La Guerra de Malvinas en la literatura y el cine argentinos), en la que se suele mostrar a este territorio como un espacio geográfico donde la épica es imposible. No deja de ser interesante que lejos de cualquier visión idealizada de las islas (a distancia tanto del eslogan patriótico como de las genuinas aspiraciones geopolíticas) las Malvinas se vuelvan aquí un paisaje difuso, casi de un expresionismo abstracto, que irradia una extraña fuerza corruptora: como si nada bueno pudiera nacer o salir de allí. Como si a pesar del tiempo y los cálculos políticos ese territorio incómodo y en litigio permanente se resistiera a conquistas y categorizaciones. La perturbadora escena final de la película no hace más que confirmarlo.
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