Mal gusto
"Me parece de mal gusto la diferenciación que Cavallo hace entre cepo y corralito."
(De José Luis Gioja, jefe de la bancada justicialista en el Senado de la Nación.)
Ceremoniosamente, el señor calvo hace una discreta reverencia. Otro caballero -asimismo entrado en años- inclina amablemente la cabeza, en tanto ordena a sus manos abstenerse de hacer cuernitos. ¡Ah, si hubiéramos elegido la contención, la cortesía, los ademanes de buen trato y las palabras medidas, cuánto mejor sería el mundo!, aunque, claro, no sería éste, sino otro cualquiera.
Ni metal estruendoso - porque "el ruido no hace bien y el bien no hace ruido"- ni paredes afrentadas por inscripciones. "Créame -dice el depositante de clase media- que esta retención de mis dólares, además de desazón, me provoca ciertas dificultades." Un sonriente oficial de cuentas responde: "Confíe en que eso es transitorio y se solucionará muy en breve". Trascartón, el conocido hablista Cavallo consulta diversos diccionarios para precisar el exacto significado -y las consecuentes diferencias- de "cepo" y "corralito".
El matiz sugerente de esta utopía delicada consiste en que su lógica, de tan absoluta, concluye siendo obviedad y pedantería. Por cierto, al derecho o al revés todo lo que tiene que ocurrir ocurre y todo, en principio, es aburridoramente igual, pero en realidad dista de serlo, si no en la sustancia al menos en la forma, o -si se prefiere- en la apariencia: sabemos, por ejemplo, que de las banderas importa el color, no la calidad de la tela.
A veces abominamos de alguien y absurdamente procuramos sustentar esa actitud con argumentaciones, cuando en rigor nada tenemos contra él, sino apenas rechazo a modales, costumbres, envolturas. Con el zarandeado ex ministro debe suceder algo por el estilo, según revelaría el afán de tantos gobiernos por designarlo y el afán de tantos ex gobernantes por execrarlo. Al respecto, la interpretación de Gioja es atendible: quiza se trate sólo de discrepancias en materia de gustos; el problema no estaría, pues, en las complejidades de la economía, en las crispaciones del fundamentalismo de mercado o en la pavorosa impiedad del poder, sino mucho más sencillamente, en esos alarmantes ojos con que mira el Dr. Cavallo.