Yves Klein y otros maestros del color
La muestra del artista francés que se inaugura el sábado próximo en Fundación Proa ilumina el trabajo de otros artistas
No exige habilidad técnica; no hay composición ni anécdota. El color se aplica con pincel, rodillo, aerosol o aerógrafo, y se elimina cualquier rasgo que identifique a su autor. A ojos del profano, parece una tomadura de pelo. Pero la pintura de un único color tiene una profunda base conceptual y simbólica explorada por varios artistas.
El monocromo floreció en la Europa de posguerra de la mano de Yves Klein –cuya primera retrospectiva en América Latina se presenta en Fundación Proa el sábado próximo–, Lucio Fontana y Piero Manzoni, entre otros. Aunque ya Kasimir Malevich y Alexandr Ródchenko lo habían explorado como una forma de llegar al grado cero de la pintura (como en el Cuadrado blanco sobre fondo blanco de Malevich, al que Fundación Proa también dedicó una muestra el año pasado).
La generación europea de 1950 exigía postulados filosóficos, mientras que los minimalistas estadounidenses de los años 60 hicieron suyas las palabras de Frank Stella: “Lo que ves es lo que ves”. Una definición tautológica que eludía cualquier tipo de referencias simbólicas o realistas.
Para Plotino –filósofo griego neoplatónico (205-270)–, el universo es indiferenciado y Uno en esencia; sólo en apariencia es Múltiple y está gobernado por la diferencia. En la pintura europea, la cuestión de lo Uno y lo Múltiple reside en la relación figura-fondo; el fondo representa el campo potencial del ser, de donde pueden emerger diferentes figuras así como también disolverse. Al retratar sólo el fondo, la pintura monocromo estatuye la supremacía de lo Uno.
Dentro del campo de la abstracción hay pocos argentinos que sigan esta tradición. En 2010, María José Herrera reunió monocromos de Horacio Zabala, Eduardo Costa y Marcelo Boullosa. Costa acumulaba capas de pintura hasta lograr un volumen con formas geométricas, Zabala interpela el color desde una base más lingüística y conceptual, mientras Boullosa plantea “una mínima variación tonal y lumínica”.
El monocromo pasa a la tercera dimensión en escultores como Ana Lizaso o Eric Franco. Ambos trabajan metal pintado y formas geométricas; las de ella, más complejas; las de él, basadas en la tríada de módulos. Entre los más jóvenes, Agustina Quiles (La Plata, 1985) activó el debate sobre la abstracción monocroma con sus papeles de seda, muy livianos, tanto que sufren desgarros y roturas.
Wabi Sabi es un concepto estético de Japón que apunta a la belleza de lo imperfecto, incompleto e impermanente como sucede en las piedras enmohecidas, las rajaduras de la porcelana, el óxido de los metales y el paso del tiempo sobre las cosas. Sin proponérselo (o quizá a conciencia) Quiles actualiza este concepto.
A continuación, algunos de los ejemplos más destacados.
Yves Klein
Francia, 1928-1962
El color del infinito
Cuando había conseguido logros como campeón de judo, en 1948, Yves Klein pintó sus primeros monocromos en Niza, influenciado por el budismo zen (que conoció de primera mano en Japón) y el esoterismo occidental (formó parte del capítulo Rosacruz).
Klein comenzó a concentrarse en el azul como el color del infinito. Mientras descansaba en una playa, miró el cielo radiante y tuvo una especie de epifanía que llamó “viaje realista e imaginario”. En 1955 creó –junto con el químico Edouard Adam– un pigmento azul con propiedades especiales de densidad y luminosidad que llamó IKB (International Klein Blue). Y pintó monocromos con los bordes ligeramente redondeados, que se colgaban distanciados de la pared como si flotaran en el espacio.
Once de ellos fueron expuestos en enero de 1957 en la galería Apollinaire de Milán. Todos tenían el mismo tamaño y estaban pintados del mismo color azul, aunque tenían precios distintos, pues cada uno generaba diferentes espacios de sensibilidad pictórica, según el autor.
El mismo año, en la galería parisina de Iris Clert, Klein celebró el inicio de la Época Azul soltando 1001 globos de ese color con la primera representación pública de la Sinfonía monótona. Estaba compuesta por una sola nota, como si fuera la traducción musical del monocromo.
Lucio Fontana
Ítalo-argentino, 1899-1968
Una nueva dimensión
Aproximadamente entre 1958 y 1969, Fontana creó una serie de telas monocromas tajeadas. En 1965 escribió: “Como pintor, trabajo en mis telas perforadas y no quiero hacer pintura, quiero franquear el espacio, crear una nueva dimensión para el arte, unir estrechamente el cosmos como si se expandiera infinitamente más allá del plano limitante del cuadro”.
El tajo que Fontana practicaba en sus telas no era un gesto destructivo sino un canal o puente entre el espacio finito de la tela y el espacio infinito más allá de ella. Gran parte de su obra consiste en monocromos que fueron tajeados (Tagli) o perforados (Buchi).
En la Fundación Klemm de Buenos se conserva Pasa un jet, que quiere partir hacia el infinito (1962, bastidor gris con tres tajos), y en el Museo Thyssen Bornemisza de Madrid, Venecia era toda de oro (1961), un óleo luminoso y dorado logrado con materia espesa, aplicada en círculos y con el característico tajo en el medio.
Anish Kapoor
Bombay, 1954
El abismo primordial
“Soy un artista abstracto y gracias a la abstracción he llegado al origen de las cosas”, afirma Kapoor. El color le permite investigar tres cuestiones centrales en su obra: la búsqueda del origen, la presencia y no presencia del objeto (que está y no está) y la autogeneración o autocreación.
Sus primeras esculturas cubiertas de pigmento tenían el nombre genérico de 1000 nombres, que se entronca directamente con la tradición de los mil nombres de Ganesha, los mil de Shiva y los mil de Vishnú, y su correlato monoteísta en Occidente: los 72 nombres de Dios de la Cábala hebrea o los 99 nombres de Alá en el islam.
De todos los colores, el rojo es su preferido, porque “es el color de lo físico, de la tierra, de lo corpóreo, del nacimiento, de la sangre y también de la violencia”. Con el rojo creó sus obras más monumentales, como Tarantara (1999), Mi patria roja (2003), Marsyas (2003) y Leviatán (2011).
En los últimos años ha utilizado el vantablack, la sustancia más oscura que existe, hecha a partir de nanotubos de carbono que absorben el 99.96% de la radiación de luz visible. Kapoor lo define de forma más poética: “Más negro que el ala de un cuervo en la noche”. Y lo usa para evocar el abismo primordial, antes de la existencia de todo ser visible o invisible.