Maestros de escritores. Los que encienden la llama de la literatura
Como guías o ejemplos, con rigor o con afecto, grandes escritores -Abelardo Castillo, Alberto Laiseca, Liliana Heker, Hebe Uhart, entre otros- han construido y construyen en sus talleres una influencia duradera en la vida literaria de sus alumnos
¿Qué fibra hay que tener para ser un maestro? ¿Cuál comentario, mirada, crítica lo determina? ¿Qué gesto amoroso o despiadado? ¿Qué red invisible se teje, tarde a tarde, alrededor de una mesa real o imaginaria hasta que, de pronto, toma forma un lazo eterno –feliz o no– que une a él o a ella con sus alumnos, esos que lo buscaron, lo aceptaron, lo asaltaron como alumnos?
Mucho se ha escrito ya de Abelardo Castillo. Su muerte trajo recuerdos y semblanzas de todo tipo. Entre todas ellas, en ese balance de faltas que quedan a partir de él, se apunta una en especial: son muchos quienes dicen que se fue uno de los maestros de varias generaciones de escritores. Y como quien mira hacia el horizonte para calcular los daños, lo que se huele en el aire es que con él se va un particular tiempo dorado de talleres literarios históricos y autóctonos. Habrá otros, de otros formados incluso por él, por supuesto, pero, ¿arderá ese fuego? Porque, de nuevo: ¿qué significa ser maestro de escritores?
“Los padres que elegís definen tu ética de trabajo, a ellos les rendís cuentas cada vez que escribís y con ellos te comunicás mentalmente cada vez que leés. Ese es el bluetooth que tuve, tengo y tendré con Abelardo”, escribió Juan Forn en su despedida al escritor. Entre esa conexión inalámbrica y las tardes en un living, la idea de maestro se expande y se contrae según quién la exprese. Federico Bianchini fue durante cuatro años y medio al taller del autor de El que tiene sed. Dejó de ir cuando se puso a trabajar en su propio libro: Antártida. Hace unos días, en la Feria del Libro, leyó: “Castillo era un maestro tan generoso como devastador. Abrumadoramente lúcido. Forjó un estilo y, luego, siguió cavando un pozo que, con el paso de los años, aún se hará más hondo”.
Para él, lo era no sólo por sus clases, por las devoluciones que hacía con lucidez apabullante, sino porque se centraba en una pregunta: ¿qué es ser escritor? “Entendía a la literatura de una forma global, en la cual el escritor tiene un rol social –dice–. No sólo importan las cosas que uno pone en sus libros, sino lo que piensa alrededor, lo que sucede, lo que no está ahí. Era un maestro porque enseñaba cosas que había vivido por experiencia, que no podés recuperar si no es través de alguien que tiene una vastísima trayectoria y te lo puede mostrar. Más allá del trabajo puntualmente retórico, literario de cada uno de los cuentos”.
Entre los maestros legendarios, el nombre de Castillo se une al de Liliana Heker, al de Hebe Uhart, al de Alberto Laiseca (que siguió con sus clases hasta 2015, cuando fue a vivir a un geriátrico). Del trato directo con ellos han surgido escritores que, a su vez, han aplicado sus enseñanzas no sólo sobre su obra sino también a sus clases. “Para tener un maestro hay que saber ser alumno”, dice Liliana Villanueva, que disfruta tanto de esa actitud receptiva que acudió durante varios años al taller de Uhart, pero también pasó por las clases de la periodista uruguaya María Esther Gilio y los talleres de Heker y Alicia Steimberg.
Villanueva prepara por estos días un libro, que saldrá el año que viene, sobre ocho maestros de escritores, y se encarga de dejar en claro: “En este boom de talleres que hay por el Río de la Plata, hay que diferenciar un taller literario de un taller de escritor. Yo creo que el maestro va mucho más allá. Es muy importante que esa persona que da el taller tenga una obra escrita porque, si no, por más que sepa, por más que te explique qué es una cacofonía, si no tiene sus propios textos es difícil que te pueda acompañar en el proceso de escritura. Hay muchos que creen que por haber publicado un libro pueden dar un taller y no es así. Un maestro de escritura es alguien que tiene algo para darte, algo en sí mismo, y que tiene una obra”. Entre los ocho legendarios elegido por esta autora (que compiló lo aprendido en sus años con la autora de Visto y oído bajo el título Las clases de Hebe Uhart), se encuentran: Gilio, la propia Hebe, Heker, Castillo, Steimberg, Leila Guerriero, Mario Levrero y Alberto Laiseca.
Selva Almada conoció a Laiseca apenas llegó a Buenos Aires, en 1999. Todavía no había terminado su profesorado en Letras en Paraná, faltaba mucho para que publicara El viento que arrasa y un amigo, Rusi Millán Pastori (que este año estrenó Lai, un documental sobre el creador de Los Sorias en el Bafici), le recomendó que fuera a las clases de ese hombre misterioso que por entonces lo tenía fascinado. Almada así lo hizo. Ese primer encuentro fue en las pobladas clases en el Rojas. Luego ella volvió a Paraná y un año después, una vez instalada en Capital, llamó a Laiseca para empezar a ir al taller en su casa. Comenzó así el primero de quince años de tardes de ronda alrededor del fuego. “La relación de maestro- discípulo tiene que ver con una mirada –dice Almada–. Incluso cuando mis libros empezaron a funcionar, era importante tener esa voz respetada y admirada. Luego de tantos años de taller me planteé alguna vez dejar, pero la idea de verlo una vez por semana, esa cosa sistemática de todos los lunes era como una especie de ritual”. Laiseca dejó de dar el taller en 2015. Sus alumnos se plantearon seguir con los encuentros, pero algo se desintegró. La escritora cuenta: “Nos terminamos dando cuenta de que la hoguera que convocaba era Laiseca y el compromiso nuestro no era suficiente. Seguimos siendo amigos, pero el fuego lo daba el maestro”.
Pedagogía amorosa
Cada uno tiene sus métodos, su impronta. Almada habla de la pedagogía amorosa de su maestro, de estimular, encontrar lo destacable y recién luego introducir las críticas. Villanueva habla de la intimidad de Uhart y de la pasión por la corrección de Heker. Bianchini cuenta que Castillo podía ser lapidario, o, algunas veces, ante un cuento malo y destrozado por los compañeros, meter la mano y señalar de entre los despojos el diamante en bruto para trabajar.
Cada uno tiene, o tenía, sus vallas de entrada. Bianchini recuerda la vez que se entrevistó con Castillo para sortearla. Entrada la tarde, llegó a su casa. Frente a él, había una chica. Castillo dejó de hablar con ella y comenzó a hacerle preguntas a él: ¿había leído La Odisea, La Ilíada, los clásicos? ¿Quiénes creía que eran las figuras de la literatura argentina? ¿De dónde había sacado su teléfono? (La respuesta indicada era, cuenta, “de la guía telefónica”). La chica seguía sentada a un lado. Castillo había dejado de mirarla. Dos horas y media después, ella dijo que era tarde y debía irse y entonces él apresuró su veredicto: a Bianchini le dijo: “Vos venite en marzo”, y a ella: “Vos leé todo lo que te mandé a leer y recién después volvé a llamarme”. Afuera, la chica le contó que estaba ahí desde las cuatro de la tarde. Eran las nueve de la noche.
Almada, en cambio, dice que al taller de Laiseca se llegaba sin barreras: “Él necesitaba alumnos. Si los tenía podía pagarse el departamento y sus gastos. Trabajaba muchísimo. No tenía esa cuestión de seleccionar, que si leíste o no leíste. Venía gente que nunca había escrito y terminaba haciéndolo. No había selección, sólo las ganas de ir a su casa y tener taller con él. Sólo nos retaba cuando no trabajábamos, cuando no escribíamos”.
La figura del maestro es tan antigua como la historia de las ideas y su encuentro no se reduce siempre a las tardes de taller. Diego Erlan, autor de La disolución, dice: “Siempre busqué un maestro que fuera más allá de la literatura. Nadie puede enseñarte a escribir bien porque esa intención asume una soberbia que los grandes maestros no tienen. Sospecho que el maestro que busco plantea más paradojas que soluciones. Podría parecerse a un monje budista. Por eso, no habría que buscar alguien que nos lleve de la mano por un camino seguro sino aquel que te empuja a agarrar esos caminos de dificultad y oscuridad que implican saber perderse por completo”.
Para él, el vínculo con maestros se dio alrededor de una mesa, sí, pero en una dinámica que vuelve a una etapa previa a la de los talleres como los conocemos hoy. Se dio en los cafés y los bares. Fue Luis Gusmán quien, luego de leer su primera novela, lo invitó a participar de una reunión semanal en un café junto a escritores como Jorge Jinkis, Salvador Gargiulo y Luis Chitarroni. “Los sábados, cuando me reúno con los ‘inútiles’, como bautizó Gusmán a ese grupo, suelo permanecer en silencio: prefiero escucharlos –cuenta Erlan– . Esa es mi forma de aprender. A veces las charlas son una sucesión de chicanas, bromas o comentarios sobre viejas películas del cine italiano, pero también discutimos sobre temas tan variados como la coyuntura política o las diferentes representaciones de los vientos. Siempre detrás, o en primer plano, está la literatura. En esas horas siento que aprendo con el valor de la deriva”.
Gusmán dice: “Nunca tuve maestros escritores vivos. Un escritor mayor que yo, Manuel Puig, era un amigo. Osvaldo Lamborghini, Germán García y Ricardo Piglia eran amigos y contemporáneos. Los más parecidos a ‘mis maestros’ siempre fueron más ensayistas, como Oscar Masotta o Enrique Pezzoni. De mis maestros escritores, sólo conocí personalmente a Borges. Con esto quiero decir: yo era un lector de su obra. En ese sentido, podría ir nombrando algunos, según la edad y como fueron cambiando. El peso de los nombre propios en realidad debería ser reemplazado por el título de alguno de sus libros”. El autor de La música de Frankie (recién reeditada por 17grises) dice que un maestro debía acompañarse con un modo de vivir la literatura, “aquel que enseñaba las huellas de cómo se había hecho escritor”, y enumera los libros que fueron brújula: la correspondencia de Flaubert con Louise Colet; la autobiografía de Graham Greene, Una especie de vida; los diarios de Kafka; Si la semilla no muere, de André Gide. “Es alguien íntimo y lejano al mismo tiempo. Creo que es necesaria una distancia imprudente. Por eso, nunca fui discípulo de nadie cercano. El maestro tiene algo mítico, casi fantasmal. Alguien que deja huellas y uno se pierde y se encuentra ellas, posiblemente entendiendo cada vez, una cosa distinta. Posiblemente, extraviándose, el buen maestro es aquel que te deja extraviar”, resume.
Entre la devoción y el mito
Hernán Vanoli, autor de Cataratas y editor de Momofuku, toma distancia y refuerza la pertinente diferenciación entre tallerista y maestro: “El tallerista no es un maestro, es más bien un auxiliar y un disciplinador, un lector y un compañero. A veces, puede ser un maestro a su pesar, pero cuando busca ser un maestro me parece que es contraproducente. El maestro es una especie de guía, un faro, alguien que predica con el ejemplo antes que con la pedagogía”.
Sobre su propia experiencia, dice: “Yo tuve un tallerista del que muchos reniegan y del que aprendí muchas cosas, que es Diego Paszkowski, pero no lo coloco en el estatuto de maestro, que es un palabra que para mí tiene resabios premodernos, edípicos, una cosa mitificadora que no me interesa”. Vanoli prefiere la multiplicidad: “Yo estoy a favor del modelo de tomar cosas distintas de diferentes maestros, y de evitar las cosas devocionales o carismáticas. También está el maestro imaginario, al que uno homenajea en las redes sociales en un desesperado intento de ser incluido en la comunidad de los escritores, que hoy es una comunidad sin posibilidades de cierre social, y por eso es más bien una horda”.
En ese vínculo particular, que a veces acaricia lo edípico, ambos lados deben surfear el peligro de fusión. La poeta Paula Jiménez España, autora de Canciones de amor y a su vez coordinadora de talleres de poesía, explica: “Yo creo que se toma lo que se admira o lo que nos sirvió en su momento. Ser maestro es un lugar vacío, en realidad, cada quien lo va llenando con lo propio, pero no es del todo vacío a su vez, porque si hay algo que tenemos en nuestro haber es la memoria de haber sido enseñados. Así que es inevitable identificarnos, y esto es bueno a condición de poder construir un lugar propio desde donde pararnos. Y creo que lo más importante que se ve de este lado, es el límite, la falla, la caída de lo idealizado en ellos para poder ocupar nosotros ese lugar. Personalmente creo cuando cae lo idealizado aparece el verdadero maestro, trabajador, alguien querido, nunca un iluminado”.
La crónica y la poesía también tienen lo suyo: sus encuentros, sus ceremonias a la luz del maestro. Diana Bellessi es una de las poetas más mencionadas. “Un maestro, una maestra es la posibilidad de dejarse llevar. Una misma es maestra de una misma. Poder ver eso es un gran aprendizaje al que llegué porque me lo mostraron”, dice la poeta Natalia Romero. Autora de Nací en verano, da talleres y señala sin dudar a Bellessi como maestra: “Incluso antes de conocerla personalmente ya lo era –cuenta– . Una maestra es sincera. No oculta, y tiene el don de poder acompañar. De saber ser paciente de saber ver con el corazón del otro cerca. No hay manera de acompañar al otro en la escritura si no es a través del afecto. No hay manera de eludir el afecto cuando se trabaja con la escritura, porque se trabaja con la intimidad”.
Erlan abre el juego y separa un poco la idea de maestro ligada a la experiencia en años: “También puede haber maestros en escritores de mi generación. Pienso en Mauro Libertella o Francisco Bitar. Se aprende leyéndolos o en otros tantos encuentros. También he aprendido con jefes ocasionales o compañeros de trabajo. Así me sucedió con el poeta Jorge Aulicino o con amigos como Andrés Hax: personas de una lucidez extrema que se juegan todo por la literatura.”
Y de pronto, algo ocurre. “Llegás a un punto de tu escritura en el que no sabés cómo ese maestro se metió en tu cabeza. En las frases que elegís, en los autores que citás. Yo de Hebe recibí un mundo”, cuenta Villanueva. Y Almada dice: “Yo no hubiese podido ser la escritora que soy si no hubiese tenido la relación que tuve con Laiseca. La impronta que deja en tu escritura y en tu persona, en ese sentido hablo de maestro. Se trata de tener la chispa”.
Castillo escribió alguna vez: “Hay autores que escriben su primer cuento y se ponen la palabra ‘escritor’ como un sombrero. Como cuando éramos chicos y queríamos ser bomberos o presidentes de la república. Yo creo que han visto mucho cine”. Quizá ocurre algo similar con los maestros. No se trata de sentarse en un mullido sillón, junto a otros admiradores alrededor de una mesa. No se trata de armar una ronda alrededor del fuego. Se trata de ser la chispa, de hacer arder.