Maduro y Venezuela: justicia allí o acá, pero ya
Maduro profetizaba un “baño de sangre” si perdía y ahora que perdió cumple su palabra, pero también habla de una “nueva revolución” (¿señal de que la anterior cumplió su ciclo?) y cínicamente reclama justicia, en una mise en scène que no hace otra cosa que revelar la connivencia del sistema judicial que le es adicto. Así, los burócratas y el funcionariado entran en escena para instrumentalizar la violencia política aplicada a sus compatriotas. Los “orígenes del totalitarismo” y la “banalidad del mal” de Arendt, remasterizados.
Mientras él trata de convencer al mundo de una victoria electoral que simplemente no existe, la escalada de violencia fronteras adentro es evidente: miles de detenciones arbitrarias, decenas de desapariciones forzadas y asesinatos, incluso de menores de edad… pero eso sólo en un par de días después de las elecciones. Las víctimas totales son muchas más.
El Helicoide, que con su estructura emula los 9 anillos del infierno del Dante, proyecta su perverso contenido y su macabra silueta sobre los cuerpos y almas de cada detenido desaparecido. Es mucho más que un LRD o un CCDyT de los que supimos sufrir en los 70′, pero el silencio de algunos es ensordecedor, cómplice diría. No es un “espacio de la memoria”, pero de seguro no quedará en el olvido como un símbolo de los crímenes de lesa humanidad sufridos por los venezolanos.
Sin filtros, sin piedad, la represión ilegal sí que ha madurado. Se puede ver y palpar, a diferencia de las actas electorales, pero el incrédulo de la persecución fratricida es el mismo que la genera. Maduro decide ignorar la realidad y armar otra paralela [típico del fascismo] para poder justificarse. Me lo imagino convenciéndose a sí mismo que sus actos se justifican para defender la “nueva revolución”, que la última expresión de la voluntad popular no acompañó por no saber apreciar unos beneficios que sólo un iluminado como él y un “pajarito” parlante pueden ver. Sus dirigentes y los de los países alineados a su dictadura piensan igual, porque comparten con él su visión del mundo; más precisamente, negocios y modus operandi.
El autoengaño es lo único que explica la actitud negacionista de la realidad por parte del dictador y su séquito interno y foráneo. Tiene una base científica: las personas filtran y seleccionan su experiencia para no admitir o captar lo que perciben como una amenaza, es decir, se acepta como verdadera una realidad parcial, distorsionada o directamente falsa, a cambio de conservar cierta sensación de seguridad. Maduro & Cía. firmó ese “trueque perverso” por el que, para reducir la angustia de su derrota y del enorme peso de la ley que pende sobre su cabeza, ha pagado con la anulación de sus emociones y el recorte de la realidad, de la que toma sólo lo que se ajusta a su relato (Goleman, 1985).
Le pasó a Hitler y a Stalin, por citar dos ejemplos lejanos y “de manual”. Como a ellos, a Maduro lo sigue, en la inercia del tipo “dependencia del camino” (Neitzel y Welzer, 2012), el pequeño círculo que lo rodea guiado por el “pensamiento grupal” (Janis, 1972), forma plural de autoengaño que se activa en estos casos para preservar la ilusión de que está todo bajo control, aunque no sea así, ni remotamente.
La ilusión que sólo sostienen con fe ciega en la impunidad, connivencia y doble vara no les deja ver que los delitos de Maduro son de lesa humanidad e implican violaciones graves a los derechos humanos, y que por ello son imprescriptibles, inamnistiables y perseguibles por tribunales ordinarios en cualquier punto del globo terráqueo. Así lo prevén los arts. 29 y 261 de la Constitución venezolana, pero ¿qué le puede importar al “hombre de atrás” que, con sus secuaces y ejecutores materiales, ha vuelto un apéndice de sí mismo al sistema judicial? Muestra del rechazo inconsciente que le provoca la ley o de la macabra señal consciente que procura dar al mundo, es el hecho que, en sus discursos, aparezca a veces con una versión “mini” de la Constitución, que apenas agarra, casi con aversión.
Maduro y sus adláteres encuadran su conducta en lo que prescribe la ley, pero en negativo. Ellos hacen lo que su Constitución expresamente les prohíbe: detenciones arbitrarias (art. 44.1), desapariciones forzadas (art. 45), torturas y tratos crueles, inhumanos y degradantes (art. 46), ejecutados por fuerzas armadas que no deberían tener “militancia política” (art. 328). El pueblo oprimido, producto de la desesperación, ha comenzado con decisión a hacer lo que su Constitución les obliga, y se ha movilizado para “defender a la patria” (art. 130) y “participar solidariamente en la vida política… defendiendo los derechos humanos” (art. 132). Sin embargo, lo segundo se corta por lo primero, porque los funcionarios, civiles y militares, que deberían no obedecer y denunciar, son ellos mismos los que cometen los delitos e impiden que la sociedad actúe, razón por la cual la dinámica de ilegalidad estatal se retroalimenta, en vez de frenarse.
Mientras la Comisión Interamericana de Derechos Humanos indirectamente tolera lo que ocurre (desde que Maduro se instaló en el poder emitió más de 200 comunicados “condenando” infinidad de crímenes del régimen), la Corte Interamericana todavía no se ha pronunciado respecto a las violaciones a los derechos humanos en Venezuela bajo el yugo opresor de Maduro. Él, por su parte, sabe perfectamente que corre riesgo cierto de ser juzgado por sus crímenes si se queda en su país sin manejar los hilos del poder, o si sale de allí hacia un destino que no le ofrezca salvoconductos, como la Argentina, donde -de la mano de la Cámara Criminal y Correccional Federal de CABA- hemos asumido en abril de 2024 la jurisdicción universal para su juzgamiento.
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