Maduro logró que Trump defienda la democracia
Aunque los motivos no estén claros, la actitud de EE.UU. en la crisis venezolana es ampliamente celebrada
WASHINGTON.- El malhadado gobierno de Venezuela tiene pocos logros en su haber, pero hay que reconocerle un mérito: logró que el gobierno de Trump se enfoque en América Latina. Ninguno de los recientes presidentes de Estados Unidos priorizó la región, pero a la hora de restarle importancia a América Latina, ninguno llegó tan lejos como Donald Trump. Kimberly Breier, máxima diplomática del Departamento de Estado norteamericano para la región, ocupa su cargo recién desde noviembre de 2018, casi dos años después de la asunción de Trump. Hasta entonces, el cargo estuvo vacante. El máximo funcionario para América Latina en el Consejo de Seguridad Nacional, Craig Deare, duró apenas unas semanas en la Casa Blanca, y su lugar fue ocupado por Juan Cruz. Luego lo reemplazó Mauricio Claver-Carone.
Trump le ha restado importancia a los puestos vacantes en su administración, enfatizando su rol personal en la definición de la política exterior norteamericana ("Soy el único que importa", ha dicho Trump). Pero en cuanto a América Latina, el presidente prácticamente no se ha involucrado. Trump evitó poner pie en la región durante dos años, y su única visita a América Latina -la Cumbre del G-20 en Buenos Aires- tuvo una sola parada y su eje primario fue la disputa comercial con Pekín.
El abril último, Trump decidió saltearse la Cumbre de las Américas. Fue la primera vez que un presidente norteamericano le da la espalda a ese encuentro regional desde que Bill Clinton inauguró el primero, celebrado en Miami, en 1994. En contraste, durante su primer año en la Casa Blanca, el presidente Barack Obama viajó dos veces a América Latina y el acercamiento de Estados Unidos a Cuba se cuenta entre las iniciativas de política exterior más emblemáticas de su gobierno.
Para ser justos, Obama tampoco se enfocó regularmente en América Latina. Pero su vicepresidente, Joe Biden, expresidente de la Comisión de Relaciones Exteriores del Senado, se involucró a fondo en la elaboración de políticas para la región, poniéndose a la cabeza de la respuesta de Estados Unidos ante las convulsiones en el Triángulo Norte de Centroamérica y apoyando el proceso de paz en Colombia. Durante un tiempo, pareció que el vicepresidente Mike Pence podía llegar a jugar un rol similar. En el verano boreal de 2017, se reunió con líderes centroamericanos en Miami, y luego viajó por América Latina -incluida la Argentina-, para explicar la estrategia de "Estados Unidos primero" del presidente Trump.
Pero hasta la explosión de la crisis venezolana, ni Trump ni Pence demostraron tener un interés sostenido por la situación del hemisferio. De hecho, la poca atención que concitaba América Latina en la Casa Blanca era mayormente hostil. Trump atacaba repetidamente a México, culpaba a El Salvador, Guatemala y Honduras de negarse a frenar a los migrantes y los amenazó con quitarles la ayuda de Estados Unidos, y cuando El Salvador cortó relaciones diplomáticas con Taiwán, la Casa Blanca retiró a sus máximos diplomáticos de sus embajadas en San Salvador, Santo Domingo y Panamá capital. (Panamá había cortado relaciones con Taiwán en 2017, y lo mismo hizo la República Dominicana el año siguiente.)
La relación con Colombia -uno de los más estrechos aliados de Estados Unidos en la región- había quedado reducida a un tenso diálogo por la producción de hoja de coca. En su primer discurso sobre política exterior hacia América Latina, el asesor en seguridad nacional John Bolton hizo hincapié más en los enemigos que en los amigos, y apuntó contra Cuba y Nicaragua. En cuanto a las relaciones comerciales, los líderes latinoamericanos han preferido mantener su anonimato, temerosos de que sus intercambios comerciales -como el acuerdo de libre comercio entre Estados Unidos y Colombia- fuesen objeto de las mismas críticas de parte de Trump que recibió el Tratado de Libre Comercio de América del Norte. De hecho, el proteccionismo norteamericano amenazó las exportaciones de acero y aluminio de la Argentina y Brasil hacia Estados Unidos, y le cerró el mercado norteamericano al biodiésel argentino.
Dicho esto, la crisis de Venezuela ha sacado lo mejor de la administración Trump. Por primera vez, Trump está defendiendo la democracia y los derechos humanos, y está enfrentando a un dictador. El gobierno de Trump, que siempre ha fustigado a los organismos multilaterales, lleva adelante una paciente agenda diplomática en la Organización de Estados Americanos (OEA) para presionar a Venezuela. (Aunque no es miembro, Estados Unidos también apoya fuertemente al Grupo de Lima.) El embajador norteamericano ante la OEA, Carlos Trujillo, es un republicano ambicioso y enérgico. Otros altos funcionarios del gobierno -incluidos Pence y el secretario de Estado, Mike Pompeo-, se han presentado ante la OEA para hablar sobre la situación en Venezuela.
En vez de antagonizar innecesariamente con sus aliados -el enfoque de Trump en las relaciones transatlánticas-, los funcionarios norteamericanos han coordinado estrechamente sus acciones con la Argentina, Brasil y Colombia para aislar al gobierno de Maduro y explorar sanciones conjuntas. Y al parecer, Trump no deja de mencionar el tema en cada intercambio que tiene con un mandatario latinoamericano.
El gobierno de Trump incluso ha manifestado su solidaridad con los migrantes venezolanos, a pesar de que ha demonizado a los centroamericanos que buscan asilo en Estados Unidos, así como intenta quitarles a los residentes haitianos, hondureños, nicaragüenses y salvadoreños el estatus de protección temporaria del que gozan bajo el programa homónimo. La Casa Blanca no ha colaborado para que la Agencia para los Refugiados de Naciones Unidas logre convencer a los países ricos de hacer donaciones para Colombia y otros países receptores de refugiados venezolanos, pero se ha comprometido a donar 100 millones de dólares de fondos norteamericanos, y el mes pasado, Pompeo anunció 20 millones de dólares de ayuda adicional.
Las motivaciones de Trump no son claras, aunque ha mostrado interés por Venezuela desde sus primeras horas en la Casa Blanca. Entre las hipótesis más probables sobre sus móviles están el deseo de castigar a Cuba apuntándole a su principal patrocinador, el histórico antagonismo del Partido Republicano con el chavismo, la influencia del senador Marco Rubio en la agenda de política exterior hacia América Latina, y el deseo de Trump de congraciarse con los votantes del Sur de Florida, incluidos los exiliados cubanos y venezolanos.
Tal vez el equipo de Trump simplemente disfrute de la inusual aprobación bipartidaria que genera su política hacia Venezuela. O tal vez está cautivado por las oportunidades que se abrirían para las empresas petroleras norteamericanas durante una transición democrática en Venezuela. También es posible que en este tema en particular Trump haya seguido el consejo de los profesionales en seguridad nacional, quienes acertadamente consideran que el colapso democrático y la emergencia humanitaria de Venezuela son una prioridad de política exterior. De hecho, la política hacia Venezuela no ha cambiado significativamente desde el gobierno de Obama, aunque Obama prefería las sanciones contra las élites del régimen -por violaciones a los derechos humanos, corrupción o narcotráfico- a los castigos económicos amplios, como un boicot petrolero, que imponen aún más sufrimientos al pueblo venezolano.
Sean cuales sean las razones de la férrea defensa de Trump a la democracia venezolana, su compromiso es celebrado por la mayoría de los líderes latinoamericanos.
Trump es sumamente impopular en América Latina. En la Argentina y en México, por ejemplo, apenas un tercio de la población aprueba al presidente norteamericano, según datos del Centro de Investigaciones Pew. Casi la mitad de los argentinos desaprueban a Trump, frente al 17 por ciento de desaprobación que suscita el líder chino Xi Jinping, según ArgentinaPulse, una encuesta realizada por Poliarquía y el Centro Wilson, con sede en Washington.
Pero los mandatarios latinoamericanos se han mostrado receptivos al liderazgo de Estados Unidos para hacer frente a la crisis humanitaria que ha hecho metástasis en Venezuela, y parecen dispuestos a pasar por alto la hipocresía del presidente norteamericano, que defiende la democracia en Sudamérica mientras hace buenas migas con los gobiernos represores de Egipto, Turquía y las Filipinas.
Trump todavía tiene tiempo de echarlo todo a perder. Existe tanto el riesgo de que su compromiso se quede corto -si la Casa Blanca se distrae con otros temas, como Irán o Corea del Norte-, como de que se comprometa demasiado, por ejemplo, con una invasión militar de Estados Unidos a Venezuela para tumbar a Maduro. Pero por ahora, el colapso de Venezuela ha convertido inesperadamente a Trump en soldado de una monumental batalla por la democracia en América Latina.
Director del Programa para América Latina del Wilson Center y exdirector para el Cono Sur del Consejo Nacional de Seguridad de Barack Obama
Traducción de Jaime Arrambide